"El lloc i la data" ( El lugar y la fecha ), obra de Perejaume |
Octubre de 1973
En
la fotografía de grupo Anabel está sentada en el suelo, la segunda por la
derecha. Treinta colegialas. Y una monja en el centro: la madre Encarnación.
Pantalones de pana, cuadros escoceses, jerséis de cuello alto, chalecos y
trencas. Unas sentadas, otras agachadas y otras de pie formando tres horizontes
en ese ramillete de niñas a punto de florecer. Aquel día no llevábamos el uniforme
porque íbamos de excursión. Tonos rojizos, verdes y azules en la ropa, pero en
conjunto se trata de una fotografía en la que predomina el color ocre. Como si
alguien hubiera interpuesto un filtro de ese color, como si el paso del tiempo
hubiera difuminado la escena depositando una aridez y una rugosidad propias de
la arena.
El
aspecto de unas niñas de once años puede ser de lo más heterogéneo: conviven
los rostros infantiles de unas con la sensualidad de nínfulas de otras. Anabel está situada entre Raquel G. (robusta,
cuello de toro y actitud de comerse el mundo), y Soledad C. (flaquita y con el
mismo aire anodino que la protagonista de esta historia). De entre todas las
del grupo solamente a ella y a mí se nos ve ensimismadas, sin mirar a la
cámara, serias y sin ningún atisbo de pose.
Cuatro décadas después de esa excursión, deslizo la mirada por la fotografía intentando reconocer a mis compañeras del colegio. Me vuelvo a topar con su carita reconcentrada e inmediatamente me asalta el recuerdo de los payasos. Payasos de verdad. Contratados especialmente para la fiesta que cada año le organizaba su abuela en una finca a las afueras. Procedentes de otra ciudad. Vestidos de color púrpura o con azules y verdes estridentes. Con aquellas caras maquilladas en blanco y rojo desteñido. Gesticulando, sobreactuando para llevarnos de la mano a través de unas emociones vistosas y falsas. Tan patéticos y tan alegres al mismo tiempo. Todas envidiábamos aquellos cumpleaños. Con clowns, música, globos y muchos pasteles. Es casi lo único que guardo en la memoria de aquella niña morena y pequeñita. Eso y la perfumería de la calle principal que regentaba aquella abuela suya tan distinta a las nuestras. No recuerdo en absoluto a sus padres. Solo a su abuela. Una señora con un cardado rubio y los labios pintados, que tenía mucho dinero y olía a una mezcla irritante de varios perfumes a la vez.
Noviembre de 1988
Se
despierta temprano. Se viste y se
arregla con esmero. Con la suficiente clase como para resultar convincente sin
sugerir urgencia. Antes no era demasiado capaz de tomar la iniciativa, su
marido no le dejaba, pero desde que está sola maneja con soltura y
determinación los negocios familiares. Aunque vive con bastante desahogo, hace
ya demasiados meses que le duelen los balances mensuales por culpa de ese
dichoso piso que no se alquila. Con lo bien que le iba ese dinero extra hasta
que se marchó el último inquilino. Baja al rellano de la entrada para buscar al
cliente con el que ha concertado la cita por teléfono. Vuelve a subir las escaleras
con él, pero ahora solamente hasta el Principal.
No
lo conoce, es un forastero. No tiene ninguna referencia, pero a veces es mejor
tratar con desconocidos para no tener miramientos si la cosa funciona mal. No
esperaba que fuera tan joven. El chico no sabe que le está enseñando el piso en
el día de su cumpleaños. No puede saberlo. O no debería. Pensó en posponer la
visita pero al final se lo tomó como una señal. Se ha vestido para hacerse un
regalo a sí misma, un regalito que disfrutará prolongándolo el máximo tiempo
posible. El dinero siempre fue un consuelo para ella, y una fuente de
seguridad. A pesar de que con los años se ha vuelto más ávida y algo más
insegura, sigue siendo muy lista. Y le gustan los retos. Lo va a conseguir.
Hará como que le rebaja mucho el precio en el último momento. Y luego lo
celebrará con champagne. Ella sola, porque nadie más en la familia le ha
ayudado a mantener todo lo que le dejó su marido. Ni sus hijos ni sus
nietos. Y cada vez necesita más dinero para los líos de la nena.
Mientras
sube las escaleras y abre la puerta del piso es capaz de ocultar todos estos
pensamientos tras unos gestos comedidos, educados, distantes. El joven se presenta
como Alberto. Al cabo de seis meses estará en la cárcel acusado del asesinato
de una mujer de setenta años. Estrangulamiento. Con una cuerda delgada, según
la nota del periódico, que sin embargo
no encuentran en el lugar del crimen. Pero en ese momento, cuando enciende la
luz del recibidor, ella no sabe nada de cuerdas. Sólo cree saber de retos, de
cumpleaños y de copas de champagne. Por fortuna el estallido de la membrana que
limita la vida con la muerte le impide conocer lo que ocurre después. La cuerda
actúa como una frontera irreversible, la entrada a un espacio sin fondo. La
línea recta del tiempo es un fastidio incomprensible para el que ha caído en un
agujero repleto de hilos entrecruzados. Algo que queda atrás, demasiado simple,
algo ante lo que ya no se vuelve la mirada.
Ella nunca lo sabrá. Muchos, en cambio, lo podrán saber sin demasiado esfuerzo. Incluso alguien tan improbable como yo. Sin buscarlo, muchos años después. Sólamente con observar una foto de cuando el paisaje era del color de la arena y todos los caminos parecían accesibles. Solo por tener un poco de curiosidad, por preguntar a una amiga, por tirar del hilo una tarde de ocio delante de un ordenador. Accedo a un conocimiento que no creo merecer. Sin ningún derecho -siento que me apropio de algo que no me pertenece- pero sin ningún pudor.
Nunca
sabrá, digo, que a continuación el tal Alberto le coge las llaves que lleva en
el bolsillo del vestido que cubre su cuerpo desmadejado. Que Anabel le espera
tras la puerta. Que cuando se encuentran en la escalera, ella guarda la cuerda
y le pide la llave del piso de su abuela. Que a los forenses les parece que el
domicilio no está lo suficientemente desordenado. Que la caja fuerte quedará
abierta como el ojo de un cíclope durante tres días. No sabrá que no había
bastado con los payasos, con los regalos ni con todo lo que le había dado desde
entonces para sus caprichos y su adicción. Que su nieta es la novia de Alberto.
Que en la perfumería se marchitarán todos los perfumes lentamente, pues ya
nunca más abrirá al público.
No
lo sabrá porque aunque parece estar allí, con esos ojos desorbitados e
incrédulos, ya no lo está.
Vuelvo
a observar la fotografía combada que sujeto entre mis manos. Anabel continúa
ensimismada, con gesto ausente. Le
pregunto -me pregunto- algo que todavía no tiene forma definida, el esbozo de
un interrogante que ya se traslada a trompicones desde mi presente hacia su
futuro. La respuesta se queda varada -tensa y esquiva- en la imagen algo
desenfocada de esa niña que no sabe que se convertirá en una asesina. De la
colegiala que en un tiempo compartió aula y excursión conmigo y que sigue guardando silencio con la indolencia de las niñas mimadas, de las fotografías de un pasado
que no desea ser reformulado.
Este relato ha recibido un accésit en el XIII concurso literario El Laurel, y ha sido incluido en la antología de la actual edición. Para mí tiene un significado muy entrañable volver a estar en el libro de este concurso. Ayer fui a la cena de entrega de premios y la disfruté muchísimo. ¡Gracias a los miembros del jurado más auténtico y simpático que he conocido!
Espeluznante, Paz. Un escalofrío inesperado al subir esas escaleras... Enhorabuena
ResponderEliminarMe doy por satisfecha si te he espeluznado un poquito. Un abrazo cariñoso para compensar, Mar!
EliminarBravo Paz! Un relato sorprendente y muy elaborado.
ResponderEliminarFelicidades!
Gracias, Yolanda, por pasarte y decir cosas bonitas. Abrazote!
EliminarUn relato construido como un puzzle temporal con sucesivas fechas que se entrelazan para dar forma a un cuento que sorprende, que nos plantea interrogantes acerca de la identidad a través del tiempo. Esa Anabel, niña mimada, que se terminará -en la secuencia temporal- en convertir en una cómplice de un asesino al modo de Raskolnikov matando a una vieja. Resalta el sentido de la arquitectura del relato y su bien ideada temporalidad hasta el presente desde el que se contempla la foto del pasado de los años setenta y sus colores ocres y sus trencas.
ResponderEliminarLas trencas son cosa de una época, de la infancia de los de nuestra generación, ¿verdad? Me encantaban esos abrigos, con sus botones en forma de cuerno y sus capuchas. Si llevabas una trenca, unas botas camperas y unos pantalones de tergal acampanados te sentías moderna y poderosa jaja. Creo que la identidad a través del tiempo, como tú apuntas, es uno de mis temas, en conjunto y por separado ( la identidad, y el paso del tiempo). Y las fotografías antiguas son la manera de viajar en el tiempo más efectiva y mágica que tenemos a mano,¿no?. Seguiremos mirando fotos y haciéndoles preguntas. Y ellas seguirán comportándose de forma tan callada pero a la vez tan elocuente como suelen. Un saludo cariñoso, Joselu
EliminarMe ha parecido muy bueno y que obliga (lo digo como el mejor de los cumplidos) a una lectura atenta... MUY BUENO.
ResponderEliminar¡Muchas gracias José Ignacio! Una de las cosas sorprendentes de atreverse a mostrar lo que se escribe es que a veces la vida te regala encuentros con personas afines, como me ocurrió en la entrega de premios del otro día contigo. Ahora estamos reunidos en el libro y en la pasión común por seguir aprendiendo a mirar la vida a través de la escritura. Seguimos, y nos seguimos.
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