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Consigo escaquearme de acompañarla
en coche hasta el aeropuerto. Odio conducir por los Scalextrics de las afueras.
Ella lo sabe. Siempre acabo perdiéndome. Me dice que no me preocupe, que irá en tren. Lánguidamente
le propongo llevarla hasta la estación, pero mi pijama y las zapatillas hablan
por mí de manera menos hipócrita. Abrazo. Que te lo pases súper bien. A ver si
hay suerte y hace buena mar para surfear. Sale por la puerta cargando la mochila y una bolsa de plástico con los
bocadillos que se ha preparado esta mañana.
De repente no sé a qué habitación tengo que ir, ni para qué. Cuando -al rato- me oriento, oigo el golpeteo de unas gotas furiosas en el
balcón. Cierro todas las ventanas. Le escribo un mensaje. Por dónde vas. Te recojo
en coche. Pero ya es tarde. Está a punto de llegar a la estación. Y yo la
imagino empapada, lentos goterones deslizándose desde sus larguísimas pestañas
hasta el suelo, plop, plop, formando un pequeño océano con sus olas y sus vientos. La visualizo pillando al bies la ola más alta, que la deposita en el tren. Y pensando en la mala madre que le ha tocado en suerte, que
ni siquiera es capaz de controlar la meteorología.
No te agobies, no hay que protegerlos tanto!
ResponderEliminarJajaja tienes toda la razón. Pero cuando no les proteges no puedes evitar tener remordimientos...o ideas raras.Saludos materno-fantasiosos!
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