La otra travesía de las hormonas: de la ciencia a la literatura. La obra de Paz Monserrat Revillo. Por Martin Mehsen
Se ha mencionado que una de las dificultades para entrelazar
literatura y ciencia consiste en que la primera se ocupa de las emociones,
utilizando un prisma subjetivo, en tanto que la ciencia aborda,
fundamentalmente, temas impersonales desde una óptica lo más objetiva posible.
Paz Monserrat Revillo sortea esta supuesta incompatibilidad a través de un
libro construido sobre cimientos sólidos, conocimientos científicos sobre las
hormonas, dispuestos como una fila de bloques de mármol sobre cada uno de los
cuales se asienta un relato. Se trata de historias que laten con un corazón
inequívocamente biológico, pero que luego crecen y toman vida propia,
expandiéndose con libertad en el espacio ilimitado de la imaginación de la
autora, cuya obra se presenta con un estilo fresco y amigable y que cuenta con
toda la riqueza y los privilegios de la buena literatura.
Un exceso de hormonas de crecimiento desemboca en los
avatares de Charles Byrne, un gigante tímido que solo pretendía que sus huesos,
desmesurados, se ocultaran en el mar. Una horda de convictos aislados en
Australia genera la brava misión de cuatrocientas huérfanas enviadas a poblar
esas tierras remotas. Una solicitud de
Simón Bolivar para estudiar los cultivos de América permite descubrir la
importancia del yodo para el buen funcionamiento de la tiroides. Son estas y
muchas otras las historias que revalorizan el cruce entre literatura y ciencia,
un terreno donde Paz —bióloga, madre,
escritora y docente— se desenvuelve con soltura, con la naturalidad de quien ha
estudiado ciencias pero también ha aprendido a desenfocarsepara volverse
cómplice de las palabras.
Los cuentos referidos a la infancia merecen una mención
especial: suelen ofrecerse en algunos destinos especiales botellitas selladas,
souvenirs conteniendo, por ejemplo, aire de Katmandú o Machu Picchu. Los
cuentos de esta colección son como esas botellitas, con la diferencia de que
funcionan realmente: el aire de la infancia emerge de entre las líneas
envolviendo al lector en la óptica única de quien contempla el mundo como un
lugar novedoso donde todo puede suceder y todo está por descubrirse. A continuación, uno de estos relatos:
.
Paisaje de
infancia con exhibicionista de fondo
Feromonas:
Hormonas que transmiten mensajes entre
diferentes individuos de una misma especie,
como los que
intervienen en la atracción sexual.
Para llegar
al colegio había que atravesar el parque. Después de comer, en lugar de hacerlo
a través del largo paseo jalonado por plátanos con enormes barrigas nudosas,
subíamos por la zona del estanque. El parque era un universo en miniatura, un
ecosistema a nuestra medida, tan completo y complejo como un acuario, un
pesebre o una caja de música. Era el escenario principal en el que se
desarrolló nuestra particular metamorfosis, desde la vitalidad común de niñas
vestidas de uniforme al desajuste de la adolescencia que nos sobrevino de
manera diferenciada y con resultados difíciles de prever de antemano. El
exhibicionista era parte de ese ecosistema cuando todavía llevábamos el
uniforme de cuadritos marrones.
El estanque quedaba apartado del tránsito de paseantes, era
un espacio incrustado en un circuito de
setos que en su momento habían sido minuciosamente recortados para formar un
bordado en el paisaje, pero que en esa época estaban invadidos por árboles y
matorrales silvestres que crecían a su antojo. Un estimulante desorden dentro
del orden. Allí -en los bancos que quedaban en las curvas del laberinto de
setos- era donde iban las parejas a partir de las siete. Algunas tardes las
espiábamos, pero cuando realmente
tomábamos posesión de la zona era en la media hora anterior a volver al
colegio tras la comida.
Para nosotras, aquel estanque era “el lago”. Inclinado hacia
él había un pino anciano por el que tratábamos de trepar una y otra vez. El
tronco tenía una textura contundente, con sus piezas de madera a modo de
escamas que se nos enganchaban en los calcetines marrones y en el dobladillo de
los uniformes. Con ínfulas modernistas, el contorno del lago, la glorieta de
acceso y sus cuatro surtidores, semejaban algo orgánico; algo así como fango
derramado por la mano de un gigante. En sus aguas oscuras nadaban peces de un
color naranja irisado, que salían a la superficie con ojos desorbitados cuando
les echábamos pan.
Algunos eran diferentes, de colores metálicos y
desmesuradamente grandes, como si estuvieran hinchados y fueran a explotar. A
veces lo hacían, y luego flotaban de lado ante nuestras miradas desconsoladas.
Creo recordar un par de entierros preciosos y muy sentidos. O quizás lo haya
imaginado y ahora lo incorporo al paisaje de mis recuerdos con demasiada
naturalidad. En realidad, sólo tengo constancia de haber enterrado al periquito
azul por aquel tiempo. Afortunadamente nunca lo sabré con certeza.
También tenía el parque una especie de guardián enviado por
el ayuntamiento para controlar la zona. Un señor pequeñito e inofensivo
-disfrazado con un uniforme municipal de color verde- que nos perseguía cuando
hacíamos alguna trastada con una especie de porra de juguete y nos amenazaba
diciendo que conocía a nuestros padres. Le llamábamos el Marshall. No debía de
hacer su labor con demasiado esmero pues Dinototo, nuestro exhibicionista
particular, se camufló durante al menos dos años dentro de sus dominios sin que
consiguiera atraparlo ni desenmascararlo. A veces me pregunto de dónde sacamos
ese nombre tan cursi, Di-no-to-to. Probablemente sería una contracción de
dinosaurio-tonto, o el nombre de algún personaje de aquellos dibujos animados
tan simplones de la época.
Era un individuo bastante joven, apocado, de mirada velada y
cara de no tener muchas luces. Casi siempre permanecía escondido entre los
matorrales. Su timidez nos situaba a una distancia equidistante entre la
ternura, la excitación y la superioridad, lo que propiciaba que nos sintiéramos
lo bastante envalentonadas como para gritarle burlas e improperios, como si
fuéramos un enjambre de abejas a punto de atacar, cuando se exhibía.
Jamás lo contamos a nadie, simplemente nunca nos pareció
algo que debiéramos mencionar a padres o profesores. Dinototo formaba parte del
parque, era un lobo entrañable e introvertido y no veíamos nada anómalo en el
hecho de prestarnos a hacer de caperucitas a diario. Sabernos observadas
cuando, en primavera, nos arremangábamos las faldas para entrar en el lago o al
subir a los árboles, nos hacía protagonistas, heroínas valientes que sabían
cómo tratar a un hombre perturbado y patético cuando se nos mostraba en uno de
sus arrebatos de exhibición transitorios.
Las visiones solían ser fugaces, incompletas. Cuando
ocurría, el tiempo se aceleraba sepultado en una catarsis de risas, gritos y
carreras que nos dejaban sin aliento y con un calor magmático que fluía desde
nuestro interior y se condensaba en el tejido rasposo del uniforme. Solamente
una vez lo tuvimos muy cerca. Era casi verano. Se colocó al final del tramo de
cipreses que había antes de cruzar la carretera que daba al colegio y se nos
apareció, sin previo aviso, mostrándonos su erección rutilante y grotesca.
Reaccionamos como si hubiésemos recibido una descarga
eléctrica. Cruzamos la carretera sin mirar, chillando cual posesas, riendo unas
sonoras carcajadas de histeria colectiva. Al entrar en el colegio, la madre
portera nos llamó al orden, pero seguimos intercambiando impresiones a voces
por los largos pasillos hasta llegar a la clase. A mí me había dejado
desconcertada la tersura de pez a punto de explotar que tenía esa prolongación
extraña de su cuerpo; el color rosáceo, su calidad de juguete de plástico, como
de pierna de muñeca pepona o de lechón recién asado. Todavía recuerdo mi
sorpresa ante semejante descubrimiento. Pero aquello fue el final. Creo que por
entonces ya se terminaba el curso y no lo volvimos a ver. Quizás alguien lo
denunció, o se marchó a oficiar su ritual a otra zona.
De vez en cuando vuelvo a la ciudad donde pasé mi infancia.
Ayer, paseando por las calles comerciales del centro, lo vi. Casi cuarenta años
después, me crucé con Dinototo. Los surtidores empezaron verter agua en mi
memoria. Acababa de reunirme con una de mis amigas del colegio para tomar un
té. Habíamos hablado de decepciones y rupturas, de padres ancianos, de la
extrañeza ante el paso del tiempo, de hijos mucho mayores que aquellas niñas de
doce años que se habían desvanecido como la niebla. Habíamos celebrado nuestra
amistad mientras sujetábamos con firmeza nuestras tazas humeantes.Nos separamos
y regresé de vuelta por entre las tiendas de la calle peatonal.
Y entonces lo vi. Lo vi y lo reconocí inmediatamente. En un
instante el estanque se llenó de peces rojos. Lo miré a la cara y, tras
confirmar que tenía la misma mirada turbia, el mismo rostro de reptil -ahora
más difuso, como desdibujado por el tiempo- noté el latigazo de un enorme pez
metálico dando su última bocanada. No pude evitar que mis ojos se desviaran
hacia su entrepierna con una insólita mezcla de lástima y de nostalgia. El pez
quedó flotando de lado mientras regresaba a casa de mis padres con la cabeza
llena de agua.
Esta reseña ha sido publicada en el blog argentino De ciencia y literatura, por Martin Meshen. ¡Muy agradecida!Aquí el artículo original.
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