Fotografía de Diane Arbús |
La señora Gladys no pudo ver
cómo su sueño de ser enterrada con peluca y pendientes se hacía realidad. Pero
yo sí. Lo conseguí in extremis.
Me acerqué al hospital cuando
ya estaba en coma. Al plantearle la situación al bruto de su marido, éste me dijo que esos pendientes valían demasiado como para enterrarlos con
ella. Con todo lo que me había contado sobre cómo la trataba, no me
sorprendió en absoluto la respuesta.
Todavía tenía unas horas de
margen para torcer el destino y cumplir con la promesa que le había hecho. Me
acerqué a la joyería y compré unas
perlas. El mismo día en que murió se las
llevé a la maquilladora del tanatorio,
que casualmente había hecho prácticas en mi peluquería. Me aseguré de que la peluca estuviera bien
cepillada y le di las perlas. A continuación rodeé el edificio para entrar por la puerta principal a la vez que
los familiares, que llegaban en ese momento desde el hospital. Todo el mundo
entendería que fuera de las primeras en llegar: por mi trabajo y por el gran afecto que le tenía.
Condolencias. Ojeras. Sollozos.
Cuando abrieron la caja, el energúmeno con el que había compartido la mayor parte de su
vida no dejaba de mirar fijamente a la difunta. Estaba muy guapa, con su peluca
y mis pendientes. Por primera vez se la veía relajada, satisfecha, casi
contenta.
Una espada afilada se me clavó
en el omóplato izquierdo justo cuando doblaba por la puerta de salida. Por poco me alcanza en el corazón, esa mirada, pero la esquivé.
Alimentada con la energía que da la rabia cuando fermenta junto con la melancolía, me marché dispuesta a empezar otro día de trabajo. Bajé por las escaleras mientras descendía por mi propios sentimientos.
Alimentada con la energía que da la rabia cuando fermenta junto con la melancolía, me marché dispuesta a empezar otro día de trabajo. Bajé por las escaleras mientras descendía por mi propios sentimientos.
Vigorosa
Diligente
Tranquila
Desolada
Diligente
Tranquila
Desolada
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