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domingo, 5 de junio de 2016

Matarile rile rile


Fotografía hecha por la autora en una playa del Delta del Ebro


-Aquí hi ha una dona que ha perdut la clau del seu cotxe a la platja de l’Arenal. Podríeu trucar des de la centraleta a un telèfon que m’ha donat per que la vinguin a buscar?

     Yo  miro a la otra socorrista y le señalo con la cabeza el móvil que hay encima de la mesa plegable. La chica reacciona y le hace señas al chico haciéndole entender en un lenguaje gestual de lo más convincente que no hace falta, que ya me deja ella su móvil. Llamo a mi cuñada explicándole mi situación y a continuación les pido si me dejan descansar un poco bajo el toldo del chiriguito de la Cruz Roja. Me siento en la silla que me ofrecen y observo la playa interminable. Por un momento -mientras disfruto de la sombra y de la brisa que me refresca la piel abrasada de mis mejillas- consigo sentirme tranquila a pesar de haber perdido las llaves de mi coche. Me contemplo a mi misma con distancia, como si estuviera en una película de “los vigilantes de la playa” y hasta consigo que me resulte divertido lo que me ha pasado-
     He llegado a la playa a las 9.30 de la mañana, tras conducir durante unos  cuarenta minutos, para aprovechar las horas tempranas en las que la playa todavía está desierta y poder así vivir la ilusión de que esos 3 Kilómetros  de arena se han desplegado para mí solita y las olas perezosa lamen mis pies  saludándome al pasar, mientras yo capto la energía telúrica de la arena. El yodo vaporizado por ese mar aun sin estrenar inunda mis pulmones ."Puro egocentrismo teñido de naturismo barato y  con unas gotas de meditación zen de pacotilla” grita mi parte realista, que enseguida logro acallar.
    Así transcurre mi primer recorrido por esa playa larguísima: en soledad, tratando de vaciar mi mente de contenidos basura para así hacer sitio al ronroneo de las olas, al brillo metálico del mar y a todas las conchas que han sido vomitadas por la resaca. Quién sabe si eso aumentará mi percepción y de esta experiencia saldrá algún relato con tintes místicos pero a la vez muy terrenal. Consigo sentirme en plena armonía con el entorno; ni siquiera los plásticos, los condones o esa ligera espumilla color ocre que pespuntea algunas olas consigue sacarme de mi nirvana.
     Cuando llevo un rato caminando por la arena me quito las sandalias y los pantalones cortos , me acerco a la orilla y dejo que las olas masajeen mis pies descalzos, que agradecen el paso de los cantos rodados a la arena suave. Solamente tengo que preocuparme de mantener bien agarradas  las sandalias y el pantalón en el que llevo las llaves del coche. Camiseta de tirantes, biquini, pantalón y llaves. Con este mínimo equipaje me siento ligera y a la vez llena de sentido.
     El paseo dura cuarenta y cinco minutos, el tiempo preciso para cargarme de la energía necesaria con la que enfrentar el resto del día. Después de comer conduciré 200 kilómetros relajada y feliz.
     Regreso hacia la zona donde he aparcado. Me lavo los pies en la única ducha que hay en la playa. Ya empieza a llegar gente, me estoy yendo justo a tiempo. El coche rojo espera en el extremo de la playa, fiel como un perrito y con los cruasanes de crema que me he comprado para desayunar dentro. Como no llevo toalla me siento a esperar que se sequen los pies mientras preparo el short para ponérmelo. Busco la llave en el bolsillo delantero. No está. ¿Me lo he puesto en el bolsillo trasero? ¡Mierda! Se me ha debido caer al quitarme el pantalón. Bueno, más o menos recuerdo dónde me los he quitado. Me dirijo con determinación a la zona donde creo recordar que he empezado a caminar por la orilla y me entretengo buscando. No la veo ¿y si ha caído después? Recorro los tres kilómetros a paso ligero haciendo un barrido exhaustivo con la mirada desde donde rompen las olas hasta la zona de arena por la que he caminado cuando la orilla estaba demasiado repleta de algas. Empiezo a tener mucho calor. A la vuelta voy encontrando gente que pasea por la orilla. Ahora lo haré más concienzudamente: la ida por la orilla y la vuelta por el escalón interior desde donde las olas se impulsan, tratando de palpar con los pies algo duro y punzante. El mar no me quiere decepcionar y me ofrece piedras negras y puntiagudas, vidrios petrificados, chapas de cerveza y hasta una botella de protector solar. En ese momento recuerdo que no me he puesto protección pensando que acabaría enseguida.
     En la siguiente ronda la playa ya está llena de gente y yo no tengo ningún reparo en advertir a todo el mundo de la posibilidad de que encuentren una llave. Tienen que avisarme o bien dejarla en la Cruz Roja. El único problema es que nunca atino con el idioma del discurso: si lo digo en catalán resulta que son unas señoras de Navarra, cuando lo hago en castellano me contestan con ese catalán arrastrado de las tierras del Baix Ebre ; incluso acabo hablándoles en inglés a unos surfistas rubísimos alemanes.
Toda la playa está solidarizada con esa mujer de edad indefinida que la pobre ha perdido la llave de su coche, todos pasean mirando al suelo y cuando se cruzan conmigo me dan consejos, crema solar y muchos ánimos. Una pareja me cuenta una situación similar que vivieron concluyendo que la mar es muy traidora y que peor hubiera sido un accidente ( yo, a esas alturas creo que si encuentro las llaves tendré un accidente en cuanto coja el coche).

     A partir de las dos horas de búsqueda todo se vuelve más turbio. Creo recordar al chico de la cruz roja recorriendo la playa con su moto de cuatro ruedas y diciéndome que no ha encontrado nada. Uno de los bañistas “solidarios”, que tiene cara de psicópata, insiste en acompañarme a buscarla preguntándome cómo me llamo y asegurándome que con él estaré segura, mientras me mira fijamente a las tetas. Yo me lo quito de encima como puedo diciéndole que él busque por el otro extremo porque a mi me van a venir a buscar enseguida. ¿Quien? Mi marido. 
     Mi marido, en realidad, está en Barcelona, en el mismo sitio donde está la llave de repuesto. Muy lejos de esta playa “paradisiaca”,  esperando a que por la tarde yo vuelva con el coche, toda la documentación y mi hija, para empezar a preparar las maletas e irnos una semana de viaje los dos.Mi cabeza, recalentada por el sol, empieza a barajar posibilidades: llamar al RACC ( la tarjeta está en el coche) , acudir a la guardia urbana ( ¿con estas pintas? ), avisar a mi cuñada ( está trabajando), a mis padres ( tienen más de ciento sesenta años entre los dos )…
     Para cuando vuelvo a la caseta de la Cruz Roja y llamo a mi cuñada ya no siento ninguna ansiedad, sentada en esa silla de plástico, solamente un poco de sed.
     En ese momento todavía no sé que todavía tendré que esperar una hora más, charlando con los socorristas. Que finalmente los del RACC me solucionarán la papeleta enviando un taxi a por las llaves y trayéndolas desde Barcelona. Que iré a comer a casa de mi cuñada y que a mitad de la comida nos daremos cuenta de que, como que toda la playa sabe lo de mi llave, si alguien la encuentra podría robar el coche. Nos iremos corriendo por si es el propio taxista el que lo roba. Acudiremos a la playa, el taxista nos entregará la llave de recambio con una mirada condescendiente. Volveremos a casa sin sufrir ningún accidente. Me meteré en la ducha y beberé el agua que caiga sobre mi cabeza como si quisiera tragarme el mar traicionero que ha robado mi llave. Tiraré los cruasanes de crema a la basura. Me iré, por fin, a Barcelona. Con el coche, los documentos del bolso y mi hija.
     Relajada …y quemada como una langosta.

...Chimpón !

7 comentarios:

  1. ¡Mira que tener que tirar los cruasanes con nata... Me ha gustado.:-)

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    3. Si, lo de los cruasanes fue muy duro pero estaban convertidos en una bola de sebo. Por cierto, Dominique, al final me quedé sin saludarte en la microquedada, qué rabia.
      Abrazo

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  3. Una jornada playera muy poco relajante, pero muy bien contada, con ese abanico de posibilidades. Ya sólo le queda desear que todo le salga bien, como ella ha pensado.
    Un abrazo, Paz

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    1. Es un ejemplo muy real de esas situaciones en las que hacemos algo para relajarnos que al final nos provoca mucho más estrés que no haberlo hecho. No se puede hacer nada más que reirse de un@ mism@ en esos casos.
      Abrazo, Ángel!

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