En lugar de acatar las leyes de la inercia y
continuar con su movimiento uniforme, el satélite avanzaba a trompicones.
Encendía y apagaba los sensores en un baile frenético de lucecitas de colores.
Se apartaba a cada momento de su órbita, como haciendo amagos de descarrilar,
indeciso y torpe en su misión.
A la NASA llegaban imágenes de una superficie
terrestre psicodélica: bordes continentales desdibujados, masas de tierra con
bosques color perla que se derretían sobre océanos rojos, y los áridos
desiertos -antes marrones- de un azul prístino. Una imagen abstracta y
desenfocada, una pintura casi metafísica de un mundo fluido y sensual, que
sacudía del sopor a los orondos técnicos de la agencia espacial y auguraba un
futuro diferente.
En esos días el tímido ingeniero que lo diseñó
recibía -alucinado- importantes premios por su novedosa aportación a la
confluencia entre las artes y las ciencias.
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