Empezar a
trabajar —recién licenciada— dando
clases a los cursos más altos en un centro de formación profesional de un
barrio marginal tiene dos posibles consecuencias: o bien un suicidio
profesional en toda regla con una difícil recuperación de los niveles de autoestima,
o bien la formación de una capa de piel tan gruesa que nada de lo que ocurra después llegue a
ser realmente preocupante.
Cuando
firmé el contrato no tenía ningún referente y me pareció sensato impartir seis
clases diarias. Pensé que era una lástima que ninguna de ellas fuera de mi
especialidad, pero acepté dar clases de química, matemáticas y física a seis
grupos, con distintos temarios adaptados. Nadie me advirtió que esas
asignaturas eran las “marías” para unos alumnos que solamente se encontraban en
su salsa destripando coches en un taller, desmontando un circuito o tecleando una máquina de escribir.
Tengo
recuerdos difusos porque han pasado más de 25 años desde el día en que me
planté ante la clase de “los eléctricos”. Recuerdo un aula enorme, con 35 chicotes de 18 años vestidos con camisetas
heavy metal. Probablemente no todos
las llevaban, pero me acuerdo como si fuera ahora de la indumentaria, las
melenas y las pulseras con pinchos de los que se sentaban en la primera fila.
Los miré y les dije sin mucha convicción: Soy vuestra profesora de física. Me
parece que ellos tampoco se lo acabaron de creer.
Después
vinieron las administrativas, cuyos complejísimos peinados y maquillajes
contrastaban con la camiseta de algodón y los tejanos de su profesora, que
llegaba a dar las matemáticas especiales
con la cara lavada. Los delineantes resultaron los más abordables, los
mecánicos los más difíciles. Mi misión era convencer a todas las familias
profesionales de lo importantes y útiles que eran estas asignaturas. Si
conseguía hacerme escuchar.
Me
ocurrieron todas las cosas que pasan en las series americanas sobre High schools. No voy a humillarme
contando los pormenores, todo el mundo ha visto esas películas. A cualquier
profesor que le hicieran una autopsia lo encontrarían repleto de cicatrices, no
iba yo a ser menos.
Yo
estaba recién casada, viviendo en un apartamento oscuro y húmedo, en el cual
cada mañana dedicaba cinco horas a
prepararme las seis clases que daría por la tarde de tres a nueve. Luego iba a hacer las
fotocopias a la copistería del barrio, comía pronto y me iba hacia el centro de
FP, diciéndome a mí misma que había tenido mucha suerte de encontrar un trabajo
nada más terminar la carrera. Cuando por la noche regresaba, molida, entraba en
mi estudio y tachaba con una cruz el día en el calendario.
Con
el paso de los meses noté que, aunque los alumnos seguían haciendo de las
suyas, llegó un momento en el que me tomaron un cierto cariño. Y yo a ellos. El
momento culminante, en el cual tomé conciencia definitiva de ello, fue cuando
uno de los eléctricos me dijo un día al salir de clase: Profe, este viernes
vamos al Corte Inglés, ¿necesitas alguna cosa?. Ofrecerse a “afanar” algo para
su profesora era una señal de amor verdadero.
El
curso siguiente, con el calendario del curso anterior lleno de tachaduras
todavía presidiendo mi mesa de estudio, aterricé en un centro con alumnos de
clase media, haciendo un horario razonable de clases de biología, mi
asignatura.
Sin
hacer nada especial, en la presentación
del primer día todos los alumnos se
dieron cuenta de que tenía la epidermis de un lagarto. De repente tenía autoridad. Me escucharon con los ojos bien
abiertos, como si hubiera llegado una profesora llevando pulseras con pinchos en sus muñecas.
Empiezan las clases de un nuevo curso. Subo este texto como un pequeño homenaje a los alumnos que vuelven a las aulas... y sobre todo a los profesores que entran como tales por primera vez en una de ellas. También lo muestro por si algún editor se pasa por aquí: este texto es la versión en castellano de una de las situaciones narradas en el libro "100 situacions extraordinàries a l'aula", escrita a cuatro manos con Jordi de Manuel. Disponemos de todo el libro escrito en castellano, pero de momento no encontramos quién se anime a editarlo.No pierdo nada por tentar a la suerte.
Aquel año difícil, tremendo, te hizo endurecer la piel como profesora. No sé si es una experiencia tuya o es solo que forma parte del libro del que nos hablas.
ResponderEliminarHubo un tiempo en que era actor aficionado que llevaba una obra de Benedetti para bolos. Algunos de ellos fueron en centros de enseñanza. La obra se llamaba Pedro y el capitán. Dos personajes solo en escena. Sin apenas escenografía. Casi dos horas de bla bla bla entre los dos personajes, apenas acción. Representada ante trescientos chavales de FP en Sant Boi dispuestos a devorarnos como puso de manifiesto el desbarajuste y los choteos al salir los personajes. Yo era el malo, el capitán. Me dije. Os vais a enterar. Poco a poco se fue haciendo el silencio y cinco minutos después se podía cortar al aire con una cuchilla. Expectación total. Final apoteósico. Aplausos entusiastas. Los habíamos seducido y conquistado.
En el fondo son sentimentales.
Pues,Joselu, aun admitiendo que el texto tiene una base autobiográfica, te confieso (la noche antes de empezar las clases de este curso) que no me siento ni tan curtida ni tan segura como cabría esperar casi treinta años después de ese episodio.Y no sé si es bueno o malo.
EliminarPor supuesto que son unos sentimentales, y por ahí hay que ganárselos. Un abrazo y el deseo de un fructífero curso!
Me ha gustado mucho. seguro que todo enseñante se siente retratado.
ResponderEliminarEl profesor sin heridas no existe. Gracias Antonio, por pasarte.
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