Fotografía hecha por Elías Ruiz Monserrat en la casa familiar, el día del 91 cumpleaños de mi padre,el nieto de Leonor. |
Las
versiones que había oído de mis parientes sobre las botas que siempre llevó mi
bisabuela Leonor nunca me dejaron del todo satisfecha.
Mi tío
Joaquín decía que las llevaba porque tenía una deformación- con un curioso
nombre en latín que no consigo recordar- que producía el crecimiento curvado de
sus uñas. Éstas acababan clavándose sobre su propia piel, impidiéndole caminar
bien. Requería, pues, la sujeción de una
bota especial.
Mi padre, en
cambio, siempre defendió como verdadera la explicación de que -debido a la vida
regalada que había llevado en su infancia cubana rodeada de criadas y de
caprichos- apenas había tenido necesidad de caminar y por esa razón se le
habían atrofiado los músculos de los pies. Necesitaba botas y casi siempre
estaba sentada.
Lo cierto es
que esas botas me tuvieron fascinada durante todo el tiempo en que me dediqué a
la arqueología familiar. En las fotos que se conservan de Leonor se la ve
coqueta y con un gesto de dignidad en el rostro. Siempre sentada en su
mecedora, luciendo esas botas tan especiales, que de lejos parecen zapatos con
calcetines pues tienen la caña de color blanco y el pie de color negro
simulando el contorno de un zapato.
Otra de las
mitologías familiares sostiene que
ninguno de sus hijos vio jamás sus pies, y que había dado órdenes estrictas de
que la enterrasen con las botas. En esto había una cosa extraña: el tono en el
que se supone que había exigido que no le quitaran las botas al morir, pues se
supone - ¿otro mito familiar?- que era extremadamente dulce y discreta. ¿Tan
coqueta era, pues, como para desobedecer a su plácido carácter cubano en este
tema?
Aparte de
las botas, se llevó el secreto de sus pies a la tumba.
No me atrevo
a hacer ninguna conjetura que pueda desacreditar a los ancianos de mi familia
que todavía viven, pero el otro día me enteré de que varios de mis primos
segundos -descendientes de la rama de mi bisabuela Leonor- han tenido un dedo
supernumerario en los pies. Uno de mis primos, algo más joven que yo, me lo
confirma. A él le operaron de pequeño y nunca ha tenido que llevar botas
ortopédicas. Se ha ahorrado tener una anomalía que ocultar, aunque por otro
lado se ha perdido el poder que otorga tener un secreto.
La versión
de la atrofia por languidez luce mucho más romántica que la de un dedo de más,
pero- por si acaso- cuando me nazca el primer nieto lo primero que pienso hacer
es tratar de contar hasta cinco.
muy bueno
ResponderEliminarGracias, Maria José.
EliminarHay un relato de Javier Tomeo, titulado Amado monstruo, con un planteamiento concomitante, e igual que este relato la sorpresa se desvela al final. También tiene algún dedo de más. Un buen relato.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar¿Ah, si? Qué gracia, no conocía ese relato. Lo intento buscar. Este está basado en una intuición que tuve al hurgar en mi historia familiar.
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