Fotografía de Lenka Krestankova. ¡Gracias! |
Para
mitigar la culpa que le producía el hecho de que su hija recién nacida no le
hubiera despertado el famoso instinto maternal, Marta aplicó todas las técnicas
que le vinieron a la cabeza: lamió el ombligo de la criatura, compartió con la niña
los auriculares del mp3 con la música de Mozart que escuchaba durante el
embarazo, recuperó la placenta de entre el material desechable de la sala de
partos, colocó a la niña en su pecho durante horas y estimuló su boquita con el
meñique antes de que el bebé abriese siquiera los ojos o diera la más mínima
señal de tener hambre. Invocó al espíritu de todas las mujeres de su familia
hasta adentrarse en la bruma de los orígenes y llegar a la Eva mitocondrial.
Penetró en el regazo de la Gran Madre primigenia. Pero ni aun así.
Aunque
no lo podía confesar a nadie, aquel bultito sorprendente y la placenta- blanda
como una medusa- no le sugerían nada más que una ligera incomodidad, un molesto
escozor en la herida y un tremendo agotamiento en la mandíbula debido al
sostenido esfuerzo para sonreír y decirle cositas a lo que había salido de sus
entrañas.
Pasaron
dos semanas y la frustración –acentuada por el insomnio y por un inoportuno
punto infectado-fue en aumento.
Una
mañana, tras una larga noche de llantinas, pañales y protectores empapados de
leche a Marta se le pasó por la cabeza la impronunciable idea de que la
maternidad no estaba hecha para ella. En cuanto llegó su madre, como cada
mañana para darle un respiro, Marta se marchó a la calle. Quería recordar cómo
era el mundo antes del desastre.
Anduvo
por su barrio saboreando los ruidos del tráfico y la contaminación, percibiendo
las prisas en los rostros de la gente, mirando los escaparates… El rugido de la
jornada en la ciudad le hizo consciente de su andar torpe, de su fatiga, de sus
pensamientos lentos…Y comprendió que había sido expulsada definitivamente de
ese paraíso de energía al que siempre había pertenecido.
De
vuelta a casa, ya resignada a su destino y dispuesta a seguir disimulando ante
todos, se paró ante el escaparate de una tienda de mascotas. Un cachorrito
canela con pespuntes negros se movía indolente arrastrando el cuerpo y moviendo
la cola sobre el serrín. La miró con una súplica prendida en sus ojos.
Ahora
que los lloros se confunden con los ladridos y la leche materna se complementa
con biberones y huesos de plástico ya todo tiene sentido. Marta disfruta de
éste flujo ingrávido, cálido y animal, que se desarrolla al margen de la energía
y del tiempo conocidos. Un lugar en el que se ha sumergido sin saberlo, como
Alicia en la madriguera. Un universo paralelo, regido por sus propias reglas y
ciclos. Un universo más antiguo y auténtico, una charca intermareal que limita
por la puerta con el orden y la vida. El universo.
Tu amor a los animales te hace crear estas joyitas. Muy bien hilado.
ResponderEliminarUn abrazo.
Este texto lo escribí hace tiempo, mucho después de tener hijos pero antes de adoptar a los perros. ¿Curioso?¿Premonitorio?
EliminarUso el abrazo y te lo devuelvo, Yolanda
A veces el equilibrio se encuentra en formas poco convencionales para algunos. Muy bueno. Un saludo.
ResponderEliminarGracias por entrar en mi blog y dejar tu parecer, Skuld. Si, no hay nada peor que ser convencional para darle la vuelta a las situaciones.Saludos de vuelta!
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