Mi hermana aborrecía
la papilla de frutas. De hecho, rechazaba con bastante convicción cualquier alimento
sólido. Solo Piedad conseguía introducirle algo de comida en su boca. Con la
condición de que ésta diera antes una vuelta en avión.
El artefacto hacía mucho
ruido y aterrizaba al sonido de Aaaaammm. Montones de vuelos en cucharas
pequeñitas. La boca de Piedad se abría como si fuera la bodega del propio avión
descargando la mercancía al final del viaje. Mi hermana también abría la suya. Pero solo de vez en cuando, y sin que nadie
supiera a qué obedecía esa victoria.
Mientras tanto, el resto del mejunje esperaba en la taza resignado
y, con los restos de plátano y manzana oxidados, acababa siempre apestando a
fruta fermentada.
Yo miraba alternativamente el espectáculo de aeronáutica y el
contenido del recipiente, que se iba poniendo de un marrón cada vez menos
apetecible.
Pero cuando por fin mi hermana abría la boca, de repente el sol
nos alcanzaba incandescente y cegador. La leche se retiraba suavemente hacia el
interior del cuerpo de mi madre en un movimiento de bajamar. Los tirantes de mi
vestido se deslizaban hombros abajo, mientras mis piernas se estiraban
levemente hacia arriba. Yo me aplicaba especialmente en no abrir la boca en ese
momento. No fuera a ser que cayera en ese sumidero de fluidos viscosos y
lentos. En esa cadencia de aterrizajes y largas esperas en aeropuertos. En ese
flujo de paciencia que avanzaba y retrocedía como la marea.
Me sostenía en el umbral de la puerta, apuntalada en mi gesto -la
espalda firme- como quien pende de un primer precipicio. Sintiéndome toda manos,
boca y ojos, sabiéndome casi ángulo recto. Y sin quererlo componía un gesto
melancólico y digno, lánguido y tenso, en medio de un estruendo de motores de
avión que todavía me acompaña.
Todo queda claro en esta historia. Todo excepto quien tomó la
fotografía y por qué. Nunca sabré quien vio la escena y la recogió, pongamos
que en una cámara Lubitel como la que teníamos en casa. Qué sintió al acercarse
a aquella intimidad de aviones y papillas. Cuánto tuvo que esperar para
suspender el tiempo precisamente en aquel instante de documental de la
naturaleza, y cómo fueron las quemaduras infligidas por ese sol bárbaro.
La única que estaba mirando al fotógrafo en ese momento era mi
hermana. Pero no consigue recordar. Ninguna de las dos logramos ver la escena
desde el otro lado, por más que lo intentemos.
es una fotografía preciosa, la auténtica misión de la fotografía, su fin sagrado, es levantar inventario, ser escriba de esos pequeños momentos que ya no volverán... y muy bonita la forma de contarlo también...
ResponderEliminar¡Gracias mil! Me gusta eso de "levantar inventario". Mucho.
Eliminar