Mar, o el secuestro de Neptuno.
Creo que
una de las maneras menos traumáticas de afrontar una salida a la playa en
verano es llegar al atardecer y marcharse de buena mañana. Si la playa es
Peñíscola y el hotel está en primera línea de mar, lo que procede es tomarse
dos baños a contracorriente de la avalancha de turistas: uno a las ocho y media
de la noche de llegada (playa casi vacía, agua templada por horas de sol) y el
otro a las nueve de la mañana del día siguiente ( cuatro corredores y un
pescador por toda compañía). Tras el primer baño recorro la orilla por esa
frontera en la que la superficie que
piso se amolda perfectamente al puente desmesurado de mis pies (¿ a
nadie se le ha ocurrido diseñar unas plantillas hechas de arena de playa?)
y las olas que llegan desmayadas a la orilla me refrescan con la cadencia de un
corazón hipertrofiado. Me alejo lo justo para no perder la referencia del
hotel. Durante el paseo todos mis sentidos se concentran en captar algo que soy
incapaz de concretar: un tipo de vibración, alguna clase de olor, esa brisa… y entonces la
percepción de verme transportada sin mi consentimiento a la playa de San Juan.
De repente me parasitan todas las
vivencias de esos dos años que estuvimos viviendo en Alicante. Como en una
película, me veo en el apartamento del edificio Tobago donde vivía Pilar. Su
hija Ada y mi hija Ana están jugando con
los playmóbils en ese espacio caótico
y creativo. Su gatito negro corretea entre los juguetes que invaden todo el
salón. A continuación, como en un sueño, son dos anguilas escurridizas nadando
en la piscina comunitaria. El yodo y el cloro reaccionan y se
fijan en la piel y en el recuerdo.
Ahí están
mis hijos mayores corriendo por la playa. Me veo llevándolos a la biblioteca
para que elijan libros nuevos, acompañándoles al básquet, a teatro, a los
cumpleaños. Cuidando de mis mellizos y de las aupairs que a su vez me ayudaban a cuidar de ellos, los cuales me
lo pagaban no dejándome dormir por las noches y convirtiéndome de esta manera en
la profesora que lucía más ojeras del instituto donde trabajé. Pilar y yo
caminábamos por esa playa acompasando los pasos al ritmo en que fluían ideas y
reflexiones, cuentos y pinturas. Me invade el olor a salitre, a plástico y a
algo parecido a materia orgánica descompuesta
que impregnó ese periodo, y lo
hace de esa manera misteriosa con la que un aroma, una corriente de aire o una
temperatura consiguen secuestrarte y trasladarte a otro tiempo y a otro lugar. Proust
se quedó muy corto con su madalena. Vuelvo a Peñíscola después del trance.
Regreso al hotel y le describo a Pilar por WatsApp
mi última abducción. Qué bonito tener esos recuerdos, me dice, tras un montón
de corazones. Y entonces me reconcilio definitivamente con todo que hay detrás
de esas palabras.
Montaña, o la máquina del tiempo del Maestrazgo.
El sábado
lo vamos a dedicar a subir por la parte más imbricada que une Peñíscola a
Mirambel, intentado no dejarnos ninguna joyita de pueblo de los muchos que
siembran este territorio casi mítico conocido como El Maestrazgo. Un viaje por
esta comarca histórica confirma que las fronteras
son absurdas cuando el paisaje es el mismo. Pasas de la provincia de Castellón a la de Teruel, de la comunidad
Valenciana a Aragón, sin solución de continuidad. Sólo lo notas por el
diferente mimo con que cada comunidad trata a sus carreteras, y por lo absurdo
de que dos pueblecitos colindantes tengan o no fibra óptica dependiendo de a
qué lado de la frontera estén. El concepto y las dimensiones del Maestrazgo han
variado a lo largo del tiempo: las tierras que estuvieron en manos de órdenes
militares desde la época de Jaime I el conquistador, la creación de una Comandancia
en las guerras carlistas, el oportunismo turístico reciente…han hecho que este
territorio se haya dilatado y encogido como una ameba, y todavía no haya
encontrado su forma definitiva, ni siquiera en Google. El único denominador
común para el turista asombrado es la contundente sensación de ingresar en una
máquina del tiempo hecha de piedra caliza, que traquetea y tiene los goznes de
la puerta oxidados, pero que funciona perfectamente.
Si me
preguntaran cuál podría ser el símbolo identificador de esta zona yo propondría
declarar a los lavaderos públicos Patrimonio de la Humanidad, sobre todo de la
humanidad del Maestrazgo previa a la existencia de las lavadoras. Convertidos ahora
en reliquias de un pasado común, producen una refrescante sensación a los turistas
veraniegos .
El primer
pueblo que visitamos es Alcalá de Xivert, el pueblo al que llegaron desde Cuba
mis bisabuelos: la dulce Leonor y Francisco, el médico de barco que finalmente
se resignó a instalarse en tierra firme, y en el que nació mi abuela Consuelo. Un
pueblo que en mi imaginación está preñado de fantasmas, gracias a toda la
información que recabé en la época en que hice inmersión en la arqueología familiar.
Ninguno de esos espectros parece estar disponible ahora. Tampoco me reciben al
bajar hasta Alcocebre, la zona de playa donde vivían mis tatarabuelos antes de
retirarse al interior tras la muerte de dos de sus hijos en barcos de cabotaje.
El pueblo juega al escondite conmigo: no
consigo localizar dos de los lugares que había encontrado en un viaje anterior en
el que me documentaba sobre los escenarios de mis ancestros. No encuentro esa
plaza donde estaba la casa de la familia. Noto como sus calles, lideradas por
su omnipresente y pretenciosa iglesia barroca, me escupen, no quieren interactuar
conmigo esta vez. Interrogo a un viejito sobre los apellidos familiares. El tipo
que conoce con ese apellido está en la casa de la playa y su mujer acaba de
ingresar en el asilo, me dice con el tono receloso que se reserva a los
forasteros. Seguimos, pues.
En el
único bar visible de un pueblecito llamado Les
coves de Vinromá nos bebemos una horchata como una estrategia disimulada
para ir al baño. Tomamos un desvío para conocer Tírig (donde nacieron dos amigos comunes de la infancia) que resulta
estar de fiestas, con todas las calles del centro cerradas a los coches. Nos da pereza aparcar y bajar, así que nos
quedaremos sin conocer el pueblo de Pepe y Tere.
Sant
Mateu tiene una de esas plazas de pueblo donde te quedarías a vivir una buena
temporada. Y un perímetro amurallado con piedras colocadas con tanta dignidad artesanal
que no te importaría que tus cenizas descansaran en tan geológica compañía, en
el rocambolesco caso de que murieras
durante la idílica estancia en este pueblo que se ha quedado detenido en un
pasado inmune a modernidades. Lo que para un turista es un hallazgo de tiempo
estancado imagino que no tiene las mismas connotaciones para el habitante de
este mundo rural olvidado por Dios y por los políticos. Comemos en uno de los bares de esa plaza
arquetípica, la madre de todas las plazas de pueblo. Después nos damos un paseo
por los alrededores, deseando que esa mezcla
abrumadora de silencio y calor
seco se instale en nuestros cerebros para el resto del verano. Como una
medicina, como un ensalmo. Y se me ocurre que la existencia de estos pueblos
tiene una textura más metafísica que geográfica. Se parece más a un estado del
alma que a un territorio o a un mapa. Desde el punto de vista del turista
accidental y urbanita, insisto.
El
atrevimiento con el que están pintadas las paredes de algunas casas ratifica
esta hipótesis mía de viajera decimonónica de pacotilla.
Si un
niño preguntara sobre la posibilidad de edificar un pueblo alrededor de una
roca en lo más alto de una montaña, habría que contestarle que ya se ha hecho.
Y a continuación llevarlo a que visitara
Ares del Maestre. Si el que lo preguntase fuera un adolescente también
deberíamos llevarlo allí para que experimentara, en tres dimensiones, lo que
son las curvas de nivel de un mapa geológico.
Si hubiera venido conmigo, el niño o el adolescente, habría visto lo bien que viven los gatos
allí, las vistas de las que disfrutan desde sus ventanas, y también hubiera
podido robar conmigo unas ramitas de espliego de las matas que abundan en los
parterres de la bajada de la iglesia.
Única imagen obtenida de internet |
El
siguiente pueblo que visitamos, cruzando una frontera absurda e invisible hacia
otra comunidad y otra provincia, es Iglesuela del Cid, ya en Teruel. Tengo que
decir que, a pesar de tener bien merecido su denominación de Conjunto Histórico
Artístico, me decepciona respecto a una
visita que hice décadas atrás. Creo que por dos razones: la primera porque esta
vez se encuentra en plena fiesta mayor y hay un circuito interior cerrado para
que en unas horas suelten las vaquillas, y el mero hecho de imaginarme el
encierro me produce algo parecido a la urticaria. Y en segundo lugar por ver
cómo se ha echado a perder un hotel de lujo que habían instalado en un
imponente edificio y que vimos recién inaugurado la vez anterior. Lo que en su
momento era anunciado en las páginas de turismo como: “El Palacio Matutano-Daudén, de una imponente belleza y grandiosidad
propia de las construcciones palaciegas del siglo XVIII, sirve de base y
contexto para enmarcar la Hospederia La Iglesuela Del Cid”, va seguido,
en una de las páginas, de un reguero de
comentarios y valoraciones que denotan un deterioro progresivo en los servicios
(calefacción, desayuno...) sospechoso de alguna modalidad de mala gestión o
pésima estrategia mientras estuvo en funcionamiento. Y ahora el Palacio
permanece cerrado, degradándose y languideciendo en ese entorno medieval como
un inmenso dragón que se ha muerto de inanición. Con este comentario no
pretendo disuadir de la visita al pueblo, solo transcribo mis impresiones en
esta ocasión.
Cantavieja
es otro de los ejemplos de casco urbano construido en lo alto de una montaña.
Con una plaza porticada impresionante rodeada de un entramado de calles en las
que parece que el tiempo se detuvo en su momento de esplendor. El conjunto de
monumentos góticos y fachadas con escudos forman un escenario que, por
demasiado coherente, parece el decorado montado para una película. Me encuentro
a una señora con un cachorro de galgo y no puedo evitar acercarme a ella.
Cuando lo comparto en el grupo familiar de WatsApp mi hija escribe: “Róbalo”.
Y por fin
llegamos al final del itinerario sobre el mapa para ese día, donde pasaremos la
noche. Mirambel está en la exclusiva
lista de “Pueblos más bonitos de España”, ha sido escenario de unas
cuantas películas y acumula muchos premios en su currículum. Hemos elegido un
hotel con encanto, pero nunca hubiéramos podido imaginar que Las Moradas del
Temple tuviera tantísimo. Adelaida y Sergio son una pareja de navarros que se
lanzaron a comprar una de las casas del pueblo y a acompañarla desde la
semi-ruina hasta el esplendor de un edificio de la época de los templarios
trasladado a nuestra época con todos sus detalles. Han conseguido crear un
ambiente muy convincente. Me puedo imaginar cómo han disfrutado decorando con
tanto esmero todas las estancias: de las cortinas a la colección de espadas, de
las camas con dosel a los tapices y todos esos objetos de decoración que no
puedes dejar de mirar como si hubieras sido víctima de un hechizo. Hasta los
libros de las estanterías hablan de damas y
unicornios, de caballeros y monjes. Queda enfáticamente recomendado, tal
como le aseguré que haría a Adelaida (gran custodiadora de objetos de oro, ella
me entenderá si lo lee).
El paseo por el interior del recinto amurallado a la
mañana siguiente nos confirma la idea de estar nadando en un mar de piedra.
Piedras apiladas en los muros y en la calzada, que han absorbido como esponjas toda
la historia de esta tierra. Una historia dura y austera como el calor seco que
se desliza por las callejuelas y se esconde en las sombras frescas de sus
rincones. Piedras en el paisaje extramuros, grandes molas entreverando los
bosques de pinos, enormes fósiles de moluscos que se encuentran con facilidad tras
el arado de los campos de cultivo. Es la geología, que nos pone en nuestro
lugar sin armar ningún jaleo y nos habla del tiempo. Tiempo del de verdad, del definitivo,
encarnado en este paisaje que nos recuerda la autoridad de los minerales,
únicos testigos de un pasado al que da vértigo asomarse.
Ya en el
viaje de regreso hacia Tortosa (queremos llegar a comer a casa) nos saltamos la
ciudad más emblemática de la zona: Morella, que ya conocemos de otros viajes.
Pero no nos resistimos a desviarnos
ligeramente hacia el balneario de la Balma, cerca de Zorita. Otra construcción
esculpida en lo alto de una montaña desde la que se puede ver el espectacular
meandro de un río ahora seco.
Quique y
yo conocíamos este santuario porque siendo adolescentes asistimos a unas
colonias en él. En aquella época era una ermita incrustada en la roca y cuatro
habitaciones destartaladas con literas, de la que recordamos especialmente el
olor a moho y aquella zona repleta de ex votos a la que acudíamos por las
noches para divertirnos imaginando historias truculentas, a medio camino entre el esperpento y
el humor más negro. También recordamos un monaguillo del tamaño de un niño, que
sujetaba en sus manos de piedra una caja para recoger limosnas, y al que
dábamos collejas al pasar.
Parece que el monaguillo sobrevivió a nuestro maltrato, pues
resiste en firme pidiendo dinero tras unas rejas disuasorias. Seguramente ha
tenido mucho éxito porque el balneario se ha convertido en un centro turístico
con un hotel incorporado y un restaurante muy caro en el que no hemos
comprobado si se paga por la comida o por las vistas de lujo. Pero en realidad el recuerdo más indeleble
que guardo yo de nuestra estancia en el balneario, y se lo comento a mi marido
cuando descendemos la montaña en el coche, es la sensación que me produjo el
contacto con el vello de su brazo. Una de las noches me tocó fregar platos con
él en una pica de piedra con agua muy fría, y nuestros brazos se rozaron. Recuerdo
poca cosa de esas colonias, pero puedo revivir esas extrañas cosquillas en el
cuerpo y en el alma. Todavía no salíamos
juntos, éramos muy críos. Se lo comento mientras le toco el brazo, con el
mismo vello abundante pero fino, que ahora agarra el volante para encarar la
próxima curva que nos llevará a comer con la familia.
Los viajes en verano parece que tienen otro ritmo, ¿verdad? El calor obliga a buscar otros horarios, las hordas de turistas, rutas alternativas... Son los mismos sitios que puedes ver en otras épocas del año pero parecen distintos...
ResponderEliminarCuriosamente en esta zona del Maestrazgo a penas había turistas cuando fuimos, a finales de julio. Ni siquiera turismo interior. Era como hacer un viaje fuera de temporada pero en pleno verano.Una sensación muy extraña, aunque pensándolo bien a los turistas los habíamos dejado en Peñíscola hacinados en la playa. El calor hace que todo parezca más un espejismo, tienes razón.
EliminarEmocionada me has dejado. NO sabía que habías vivido en Alicante, tan cerca. Qué bien lo cuentas todo. Gracias. Un abrazo
ResponderEliminarGracias Elena! Sii, vivimos dos años en Alicante, del 97 al 99. Fue un traslado por trabajo de mi marido, y nos mudamos con los muebles de la casa, los cuatros niños pequeñísimos y la aupair, en una odisea que recuerdo con especial cariño ( y cansancio, porque a mi me dieron una comisión de servicio en un instituto de Alicante, el Ocho de Marzo). Antes habíamos vivido dos años y medio en Tenerife por el mismo motivo, aunque solo con los mayores, así que hay una causa objetiva de lo viajeros que han salido mis hijos. Curiosamente en los dos sitios hice amigas, mamás de los amigos de mis hijos, muy profundas y duraderas. A una de ellas la nombro en la crónica. Abrazo de vuelta!
EliminarHermoso e interesante recorrido del que conozco algún pueblito de los que has hablado. Creo que viajo mucho por Europa pero lo más cercano se me ha quedado un poco abandonado y es fascinantemente atractivo, al menos así me ha parecido tu descripción viajera. No quiere decir que no haya viajado por la España profunda, lo he hecho y mucho, pero me falta muchísimo todavía. A ver si puedo. Gracias por ser guía viajera.
ResponderEliminarLos pueblos rurales de interior tienen un encanto especial para el turista. Yo últimamente viajo poco. Tú sigue viajando y contándolo para cuando los demás podamos viajar más. Gracias a ti!
Eliminar¡Qué bien escribes! :-)😍😘🤗
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Pilar! Por esa forma tan admirable que tienes de entender la vida y de vivirla, y por todas las experiencias compartidas.
Eliminar