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jueves, 8 de diciembre de 2016

Crónicas kiwis ( I )




Uno de los elementos más importantes para que una toma cinematográfica funcione es la iluminación. Podríamos afirmar que lo que no esté modelado por la luz no existe. Aunque apenas destaquen en los créditos finales, los técnicos de iluminación y los fotógrafos  son tan importantes en una película como el director y los actores.

En Nueva Zelanda la luz es afilada como una espada láser. Atraviesa la materia con contundencia,  sin contemplaciones y sin anestesia. La luz duele, marea, perturba. Escuece. No deja sombras, solo reflejos. Te quema la cara en cinco minutos. Cada día aparece muy temprano, y por la noche se resiste a dimitir. Es la protagonista indiscutible, la estrella principal. Esa luz excesiva, ese bisturí que todo lo penetra y que llega a herir a nuestros sentidos acostumbrados a una penumbra de la que no eran conscientes.






A la rutilante protagonista le acompaña un elenco de actores secundarios: la tersura del aire, el silencio, la lluvia indolente y una meteorología acostumbrada a construir dramáticas estampas en el cielo. Todos al servicio del mejor y más variado equipo de guionistas: terremotos, glaciares, bosques húmedos y valles ancestrales. En cuanto al atrezzo: pizarras extenuadas de resistir la presión de las placas tectónicas, ríos indecisos ante tanto espacio por el que discurrir, lagos que parecen océanos, aves primordiales… Y las ovejas, que tapizan todo el paisaje y que nos miran desde los prados de terciopelo: los 34 millones de ovejas que han convertido a buena parte del país en un gigantesco campo de golf. El hombre es solo una más de las piezas de esta máquina de fabricar paisajes que es Nueva Zelanda. Un universo en miniatura. El boceto original. Un lugar en el que la naturaleza ensayó la construcción de todas las posibilidades, que luego repetiría deganada  y a otra escala en el resto del planeta.  



En este país son bellos hasta los polígonos industriales, los suburbios de las ciudades y las presas artificiales. La supuesta fealdad de algunos lugares se diluye a concentraciones homeopáticas en la inmensidad de una belleza desmesurada, limpia, nítida,  que no invita a la duda. No te has recuperado de un paisaje, al que has calificado ingenuamente como “el paisaje más bonito que he visto en mi vida” cuando la campervan te lleva a otro que lo supera. Y para colmo lo  aparentemente común, como podrían ser las instalaciones y la decoración de un camping,  tiene un aire extravagante, melancólico, hermoso. Demasiado hermoso, piensas a veces.




La pregunta inconfesable que se hace una al segundo día de sobredosis de belleza, bajo los efectos de esta especie de Síndrome de Stendhal  naturalístico,  es si existirá algo parecido una saturación de los sentidos. Si ya nada podrá sorprenderte a partir de ahora.
Una leyenda mahorí cuenta que cuando los dioses modelaban con sus cinceles Milford Sound pensaron que quizás los hombres, al ver semejante maravilla, iban a creer que eran inmortales. Para evitarlo, crearon las sandflies ( las moscas cojoneras autóctonas), de esta manera recordarían que eran vulnerables. Luego debieron de ampliar el castigo con los mosquitos, abundantes y cansinos hasta el hartazgo.
Pero vayamos a la prosa y observemos de cerca a los constructores de esta diversidad de paisajes, de este mundo en miniatura.
Juntamente con Islandia, Nueva Zelanda es un excelente laboratorio de pruebas para  la Tectónica de Placas. El país está atravesado de arriba abajo por una línea que coincide con el límite entre dos placas tectónicas: la Indo-australiana y la Pacífica. En la isla norte la subducción de una placa bajo la otra produce volcanes, que alivian la tendencia del magma a salir para poder cumplir con esa regla universal que dice que lo menos denso se sitúa siempre por encima de lo que tiene mayor densidad. El magma se va formando  medida que se funde el borde del continente que sustenta al océano Pacífico bajo la corteza de la Placa Indoaustraliana. Periódicamente, varias espitas escupen rocas líquidas y vapor. Los maoríes que viven en la zona saben perfectamente que el suelo que pisan es una fina  lámina  sobre una olla hirviendo. 


 En la isla sur, en cambio, la energía liberada por el frotamiento lateral entre las dos placas produce terremotos con bastante asiduidad, como el que hubo un día antes de que mis dos hijas y yo voláramos hacia esa isla. Las ciudades del sur están en continua construcción, llenas de cicatrices. Los edificios afectados por el último terremoto de Christchurch ( 2011) todavía esperan apuntalados, aguardando que el gobierno decida si reconstruirlos, derrumbarlos, o esperar a que lo haga el próximo sismo.



Otra de los características del paisaje de la isla sur es una tremenda cadena de montañas, denominadas “Los Alpes del sur”, que recorren toda la costa oeste. Producidas por reajustes y presiones tectónicas asociados a la combinación de la falla y la subducción. El Mount Cook ( al que no pudimos ni siquiera empezar a ascender, porque ese día llovió mucho) es uno de sus picos más espectaculares.  Al final de nuestro viaje atravesamos esa cordillera a través del Artur pass para regresar a la región más plana del este donde se localiza Christchurch.








La construcción del paisaje por causas tectónicas  ( montañas, volcanes y terremotos ) se remonta a un pasado inimaginable. Desde la separación de esta zona de la tierra del supercontinente Pangea, hace más de 85 millones de años, las placas que limitan la isla chirrían, se reajustan, se funden y se reconstruyen. Emiten fuego y energía como si se tratara de dos dragones en pleno duelo. Y van produciendo en la superficie una secuencia de escenarios cambiantes a gran escala.
Pero mucho más recientemente, hace unos diez mil años, las montañas producidas por la geodinámica interna, redondeadas hasta entonces por las aguas de los ríos, quedaron enterradas bajo un casquete glaciar. Eso las modeló produciendo la típica morfología de picos, aristas, lagos y cascadas. Los enormes valles en forma de U que recuerdan a los de Suiza pero a lo grande, son la base de este paisaje y proporcionan una cualidad majestuosa al conjunto. 






 Todavía quedan restos de la actividad de la última glaciación en los  glaciares  Fox y Franz Joseph, que van menguando a pasos agigantados gracias al maldito cambio climático que las grandes potencias mundiales se empeñan en negar.
Si un paisaje glaciar se encuentra cerca de la costa, el fondo del valle glaciar es inundado por el agua del mar y se convierte en un fiordo, o como los llaman allí: en un Sound. El Milford Sound posee una belleza tan impresionante que quita el hipo. Y tiene el aliciente añadido de que las montañas que lo encuadran están tapizadas por una vegetación de selva húmeda ( rainforest ) en lugar de lucir los típicos bosques de coníferas a los que estamos acostumbrados en los países nórdicos de Europa.




La luz de Nueva Zelanda incide sobre todas estas maravillas y las hace visibles con la dureza y  la transparencia de un diamante. Nos muestra azules imposibles en las aguas, verdes esmeraldas en la tierra y la visión de un horizonte tan remoto al mirar mar adentro que produce vértigo. Algo parecido a una cuarta dimensión flota en la atmósfera, y la percepción de que estás en un lugar en el que el mundo todavía está por acabar solo te invita a respirar hondo. Lo harías. Si no fuera porque a estas alturas la contemplación de tanta belleza te ha dejado sin aliento. 




2 comentarios:

  1. Eres una cronista de lujo. He disfrutado con tus descripciones, a través de tus ojos y tu teclado se roza esa belleza que has tenido la suerte de cobtemplar.

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    1. ¡Gracias, Yolanda, por el piropo! Me siento tan privilegiada de haber vivido esta experiencia, que escribir sobre ella no es tanto un acto de generosidad como de ansiedad por volver a revivirla en las palabras y en el recuerdo. Así que, si encima hay gente que lo lee, ya es la pera. Besotes con la cabeza arriba de nuevo.

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