Miguel Ángel Malo
es un pintor de interiores. O varios de ellos en uno, pues parece como si fuera
modificando la técnica pictórica a medida que el tiempo cristaliza en las
diferentes edades. Los relatos ( y microrrelatos ) de Los trigos tan azules se organizan en un eje cronológico dividido
en cuatro tramos: el primero (I) recorre con pinceladas impresionistas el
territorio inalcanzable de la infancia, un segundo grupo de relatos (II) en los
que la adolescencia y la primera juventud se expresan en trazos expresionistas
al inquietante modo de Egon Schiele, la madurez (III) y decadencia (IV) del último
tramo de la vida están pintadas de
manera semejante a lo que hacía Hopper
con sus estampas a la vez anodinas y terribles.
Aunque pudiera deducirse
que los protagonistas de la primera parte del libro son los niños, en realidad
lo que éstos hacen es retirarse discretamente y abrir una ventana a la
intemperie de sus percepciones para dejar penetrar en los relatos una bruma azul
que lo invade todo. No hay criaturas de carne y hueso en estas páginas. Los
niños hablan desde un lugar demasiado lejano (“nevaba como suele hacerlo en la
infancia”), demasiado inasequible; pero
han conseguido destilar sus sentimientos, y Miguel Ángel nos los ofrece concentrados en pequeños sorbos -como si
se tratara de catar un buen licor- en unos cuentos escritos con brochazos impresionistas.
Como en los mejores cuadros de esa época, estos relatos consiguen reproducir con nitidez -con la única condición
de retirarse un poco para observarlos- atmósferas
sin perfiles, percepciones tan inasibles como la sensación gelatinosa y a la
vez llena de alfileres de una fiebre infantil en Mi padre y el hombre del saco,
o la metáfora vital que le sugiere a la propietaria de El álbum de las mariposas la visión de
unas alas de lepidóptero disecadas de su colección. Ese sentir sin entender de
los niños que hace que la narradora de La noche
entera convierta a la nieve en el centro de lo que nos quiere contar. Una
nieve igual de blanca que la tristeza pero que cubre un subsuelo oscuro y sucio
como el fango. Los niños sintiendo sin filtros y sin prejuicios, inaugurando
miradas que los adultos no podemos comprender porque el exceso de información
nos impide ver lo esencial, como el “vampiro” que Matías descubre en su propia casa, sin que
nadie más se percate de ello, en el cuento Matías
y el pequeño monstruo.
Las historias del
segundo tramo (adolescencia y juventud) tienen la cadencia del bombeo en un
corazón desbocado, alerta, preparado para la huida. Los protagonistas parecen preguntarse cómo
deberían comunicar lo que no puede ser expresado en palabras cuando se
enfrentan a situaciones de vértigo, de peligro, de impotencia. La equidistancia
entre el terror y las cosquillas de Lo
intenté, el encuentro de Eros y Tánatos en el encierro y el posterior salto
hacia el abismo de Perro, o esa
oscura premonición que siente la protagonista en el relato Te quiero son botones de muestra de ese ritmo desasosegante. En otros,
los personajes lidian con sentimientos inaceptables respecto al propio deseo (La angustia de Sara) o con la impotencia
cuando la vida de un hijo se sale del carril y se alimenta exclusivamente de la
rabia, el miedo y la culpa (Toda la vida
me lleva tocando a mí). Incluso nos asomamos al interior de una mujer que se
permite experimentar alivio ante la muerte de un tirano doméstico (Laura).
Miguel Ángel maneja
con gran eficacia los hilos con los que teje descripciones de los estados de
ánimo (“se sentó despacio, con el culo compungido”, “un tacto azul oscuro, como
de tener la garganta seca”), del entorno (“el jardín era un narrador de
recuerdos abisales”) y de los personajes (“Paco era el de siempre: bigotudo,
enorme, aparatoso… Ella iba de oscuro: tonta y distinguida”, “Marta se encogió
de hombros y puso una cara sin fondo”). Con estos hallazgos sembrados a lo
largo de sus relatos recrea visiones subjetivas y parciales, que son las más adecuadas
para dibujar esas escenas sórdidas y recrear aquellos ambientes claustrofóbicos
que tanto recuerdan a las pinturas expresionistas de Munch, Shiele o Nolde.
En el tercer
bloque de relatos las espigas de trigo ya están maduras. Doradas o azules,
según como les dé la luz. Los colores estridentes de la juventud han dejado
paso a los tonos pastel de una serie de estampas realistas, oleos con algún
desconchado pero con muchas capas de pintura, que representan algo a medio
camino entre la melancolía y la resignación. Se podría decir que sus cuentos de
madurez son bocetos dibujados con trazos secos y certeros en los que se retrata
la densidad de todo aquello que es cutre, sucio, pero que a la vez posee una
belleza inusual. Unos visitantes inesperados irrumpiendo en una celebración (La boda), un letrero de neón iluminando
el insomnio de los vecinos de un edificio desangelado digno de un cuadro de Hopper (Calor), el silencio saliendo de los cajones y armarios tras una
separación (Mi vida diferente) o la
mismísima soledad en el remite “con letra redondilla, de mujer” de una carta
vacía (El centro) son algunos de los paisajes desolados que nos
desvela Miguel Ángel Malo.
No todo está en la
superficie en estos cuentos, no todo se dice. En Los trigos tan azules hay muchas zonas vacías que tiene que
rellenar el lector con su sensibilidad. Algunos relatos están atravesados por
una grieta insalvable que separa lo real de lo onírico (La piedra), la culpa del apego (La
verdad), la luz de la oscuridad (Callejones)
o el tú y el yo en la experiencia de una prostituta melancólica en Tangentes paralelas.
Y luego está la terrible y sobrecogedora crónica de la muerte
del padre (Desvestido el mundo del lujo
de las horas) que protagoniza el cuarto y último tramo -acompañada de un
séquito de microrrelatos como puñetazos en el estómago- sobre la cual por experiencias personales demasiado cercanas me
siento incapaz de opinar con lucidez, así que me limito a copiar un fragmento
con la descripción que hace el médico de lo que estaba por venir: “Habló de ruinas y de paisajes
irreconocibles, de autopistas blancas sin cambios de sentido, de campos azules
con relojes blandos y muertos pero en vida, de horribles peces luna que
devorarían una tras otra las células de la inteligencia, las del sentimiento,
las del amor; las del dolor incluso.”
No se sale indemne
de las historias que nos cuenta Miguel Ángel Malo en Los trigos tan azules, pero quiero pensar que éste es el único
objetivo exigible a la literatura.
Miguel Ángel Malo, a quien no conocía, me escribió pidiéndome si podría escribirle un prólogo a su libro Los trigos tan azules, publicado por la Editorial Nazarí. Como la ignorancia es muy atrevida le dije que sí. Me leí el libro. Me impresionaron sus relatos. Y le escribí este prólogo en el que además me lancé a hacer un paralelismo con las sensaciones que me producen algunos cuadros. Lo dicho, la ignorancia es muy atrevida. Sirva este texto -en el que una bióloga se atreve con la pintura y la literatura- como recomendación del libro de este economista que escribe las etapas de la vida como los mejores pintores pintan sus cuadros.
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