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Leonardo da Vinci |
La cosa empieza como un
encargo en la carnicería del mercado. Una bolsa con cuatro piezas sonrosadas y
frescas, que me llevo casi en secreto.
Al llegar a casa, la señora de
la limpieza me dice que en su pueblo los hacían encebollados y estaban
riquísimos
Ya en el laboratorio se nos
muestran en todo su esplendor. Despliegan sus lóbulos, mucosidades y alvéolos ante las miradas y las manos atónitas de una población de adolescentes que
trabaja en grupos y se divide a partes iguales entre aprensivos y gores.
Hay que seguir el protocolo.
Describir, observar, deducir, manipular. El guión no lo contempla, pero también
gritar un poco. Al final, una vez abiertas las tráqueas, observados sus
cartílagos, descubiertos los bronquios, penetrado en las bifurcaciones y
sumergida una parte de ese tejido esponjoso en agua, los utensilios de
disección adquieren vida propia. Agujas enmangadas, tijeras y bisturís parecen
tomar la iniciativa y se clavan con saña en esas vísceras que no hace tanto estaban
proporcionando oxígeno a cuatro corderitos.
La práctica ha terminado. Un
chico comenta que es raro, que no se parece en nada lo que han visto a lo que
sale en los libros. Se van a la clase de inglés con algunas manchas de sangre
salpicando sus camisetas, y los ojos brillantes.
Cuando le señalo la bolsa
sanguinolenta a la señora de la limpieza del instituto me observa con esa mirada
que me tiene reservada para cuando le doy más trabajo de la cuenta.