Ilustración de Vladimir Fedotko
De niña, mi madre
tuvo un cachorrito -Teddy- que se metía en el bolsillo de la bata mientras
practicaba sus lecciones de piano. Cuando creció (aunque siempre fue pequeño de
tamaño) la tata Dora le preparaba tortillas y café, y las niñas lo bajaban a
pasear. Murió con 16 años, gordo y feliz como cualquier perro de apartamento.
También tuvo un
gallo que se llamaba Federico. Mientras fue un pollito amarillo y suave como
una madeja de lana, mi madre y sus hermanas lo paseaban por el pasillo metido
en un cochecito de muñecas, tapado y con el embozo de la sábana doblado. Lo
entraban en sus dormitorios jugando a que eran mamás que se hacían visitas con
un bebé. Cuando el pollito se convirtió en un gallo enérgico y rutilante fue
relegado a la galería que daba al patio interior del edificio. Desde allí
cumplía con su obligación y cada madrugada despertaba a todos los vecinos en
cuanto vislumbraba el primer rayo de luz. Un día se precipitó desde el tercer
piso y el portero lo subió, con su larguísimo cuello desmayado, para que se le
diera un entierro digno.
En la familia de mi
padre la relación con los animales era de muy distinta naturaleza. Ninguno
tenía nombre. Los perros que tenían en la finca trabajaban -cazando- y se les
daba las sobras y los despojos, si los había. A los niños no se les ocurría
encariñarse con los conejitos o los pollitos, que eran percibidos como futuros
guisados de domingo. Mi abuela paterna despellejaba animales con habilidad
proverbial. Cuando mi madre fue, desde la gran ciudad, al pueblo para conocer a
sus futuros suegros, le dieron una vuelta por la granja. Quedó prendada de un
corderito que acababa de destetar su madre.¿Le gusta?-le dijo el capataz. Esa
misma tarde lo mataron en su honor y se lo prepararon para la cena, para
espanto de la cándida novia.
Nunca he podido
comprender cómo se pudieron llevar bien mis padres procediendo de tan distintas
maneras de entender el mundo.
Yo no sé a quién
habré salido, pero algunas noches, contemplando las estrellas, me asalta algo
semejante a la melancolía al pensar que el fantasma de la perrita Laika -la que
enviaron los rusos al espacio- sigue orbitando incansable sobre nuestras
cabezas, y desde allí nos observa con decepcionada tristeza.
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarYo diría que has salido a tu madre, Paz. Humanizar a los animales es un despropósito, pero parece la única forma de que empaticemos con ellos. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarHay un libro de Jenny Diski que se llama "What I don't know about animals" que me encantó cuando lo leí y que explica muy bien esa mezcla de fascinación y de pragmatismo que usamos al relacionarnos con el resto de los animales.Yo siempre quería tener un perrito de pequeña,ahora tengo dos perrazos y estoy feliz pero sigo dándole vueltas al asunto. Un abrazo, Araceli.
Eliminar