Johannes Vermeer |
Berkeley,
Gloucestershire, 3 de febrero de 1823
Me
llamo Sarah Nelmes, vivo en Berkeley y desde que dejé la escuela he trabajado
ordeñando vacas blossom. Nunca he sido muy guapa, pero tengo mejor aspecto que
la mayoría de mis contemporáneos. Y no se debe precisamente a haber llevado una
vida holgada, he bregado muy duro toda mi vida. Después de casi cuarenta años
en la granja de los Pearce, ahora que por fin llegó el momento de retirarme,
echo la vista atrás y veo mi vida como una fila de tareas sin interrupción.
Pero todo el mundo sabe que las lecheras hemos sido siempre un modelo de
belleza que ha inspirado a pintores y poetas. Una vez, hace muchos años, un
pintor que vino desde Dursley quiso que posara para él. No pudo ser, mi marido
no lo permitió. Ahora me arrepiento de no atesorar ese recuerdo de mi lejana
juventud. La tersura de nuestro cutis era la envidia de las mujeres ricas que a
veces visitaban nuestro condado viajando desde Bath, Cambridge o incluso desde
Londres. Ninguna de nosotras muestra esas espantosas marcas que deforman el
rostro de los que han sobrevivido a la viruela. Pero todo esto no es lo
importante. Es solo un pretexto, una introducción para lo que realmente quiero
explicar.
Quiero
dejar constancia de que gracias al mejor hombre que ha dado esta tierra, al
mejor médico de Inglaterra, el poder de esta terrible maldición es cada vez
menor. Veintisiete años después de que yo le consultara sobre mis pupas de
viruela vacuna, muchos habitantes de este pueblo y del resto del país han
podido evitar esta atroz enfermedad. Y los protagonistas de semejante hazaña
eran mis vecinos. James Phipps, que acaba de pronunciar un sentido parlamento
en St. Mary’s Church, era en aquel entonces el hijo del jardinero del doctor
Jenner. Tenía ocho años. Yo lo conocía porque a veces lo enviaban a buscar leche.
Un chico pelirrojo y vivaracho. Fue inoculado, con el consentimiento de su
padre, con el líquido de una pústula de mi mano derecha. Afortunadamente todo
salió bien y cuando al cabo de unos días el doctor le inyectó la viruela no
falleció, como algunos pronosticaban. Recuerdo cómo sonreía cuando vino a
nuestra casa a anunciarnos el éxito de su tratamiento. Me confesó que todo
había sido gracias a mí. A mi comentario. La seguridad que mostré al decirle
que no padecía la viruela por haber pasado la enfermedad de las vacas
previamente fue lo que le llevó a atar cabos, a relacionar la protección que
proporcionaba la viruela vacuna sobre la terrible viruela humana. Lo que le
animó a arriesgarse con el niño de los Phipps, y más tarde a comprometerse a
inocular a todo el que quisiera.
Acabo
de regresar del entierro del doctor Jenner. Todo el mundo honra hoy al hombre
que yo conocí desde pequeña. Es un héroe, un benefactor mundial, hasta el punto
que Napoleón accedió a liberar a los prisioneros de nuestro país ante su
demanda, según cuentan.
Nadie me ha pedido que
participara en el funeral. Es lógico: una mujer, una campesina como yo no posee
ni la presencia ni el reconocimiento que requiere un acto tan solemne. Aunque
pocos saben que gracias a los libros que él me dejó no soy tan inculta. No
podía dejar de asistir a la ceremonia. La iglesia estaba llena. He permanecido
de pie cerca de la puerta durante el servicio. He llorado la pérdida de mi
querido médico con todo mi corazón. Y mientras observaba a los miembros de la
comunidad y a las personalidades que han viajado hasta nuestra parroquia para
despedir al ahora famosísimo doctor, en secreto me he felicitado por haber
acudido a su consulta esa lejana mañana de 1796. Y me he alegrado de que
gracias a aquella visita ya no se vean caras mordidas por la viruela entre las
jóvenes de por aquí. Ahora todas tienen el cutis de una lechera.
También
he decidido dejar por escrito mi testimonio, para que mis nietos lo lean cuando
ya no esté. Y se sientan orgullosos de tener la misma sangre que Sarah Nelmes,
la humilde ordeñadora que inspiró su mejor idea al más grande de los nuestros.
Este cuento está inspirado en el hallazgo crucial ( y arriesgado) del doctor Edward Jenner: la vacunación. Uno de los tres pilares de la medicina, juntamente con la potabilización del agua y el descubrimiento de los antibióticos. Lo he presentado en la actual edición de Inspiraciencia y no ha pasado la primera selección, así que le hago un sitio a esta lechera tan especial en mi blog, que también está para eso.
Este cuento está inspirado en el hallazgo crucial ( y arriesgado) del doctor Edward Jenner: la vacunación. Uno de los tres pilares de la medicina, juntamente con la potabilización del agua y el descubrimiento de los antibióticos. Lo he presentado en la actual edición de Inspiraciencia y no ha pasado la primera selección, así que le hago un sitio a esta lechera tan especial en mi blog, que también está para eso.
Pues me parece de lo más inspirador. Hoy día, que damos tantas cosas por supuestas, no apreciamos probablemente una observación tan brillante como la de esta lechera, y la mente privilegiada y valiente del médico, que ha salvado desde entonces millones de vidas.
ResponderEliminarGracias Mar, por tu comentario.Tú conoces de primera mano los beneficios de las vacunas. Me quise meter en la piel de la lechera, que no ha pasado a la historia más que como un personaje muy secundario.
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