Una vez se sabe algo, poco se
puede hacer para dejar de saberlo. Cuando por fin entiendes la letra en inglés de una canción, ya eres incapaz de oír esos sonidos que parecían tan
misteriosos y que podían abrir tantos caminos en tu interior. Algo así ocurrió
cuando mi hermana me transmitió el diagnóstico más probable de esa lesión que
habían encontrado en la resonancia: metástasis cerebral. Desde ese momento, el
destino me situaba en el tramo final del camino de mi madre. No dudé ni un
segundo en acompañarla.
Cuando lo supe, no me conformé
con eso. Quise saberlo todo de ella. Me
propuse acercarme, tocarla, vivir a su paso, deslizarme bajo su piel, volver a
su útero. Conocerla, saber quién era
ella antes de estar yo en este mundo, cómo era de adolescente. Dar sentido a
todas sus fotografías. Abarcar el misterio
de su vida única, de su vitalidad y su belleza, de su dolor y de la firmeza de
su cariño. Sin preguntar, solo fundiéndome con ella. Era una cuestión de
epidermis, de fluidos y de vibraciones, nada que pudiera caber del todo en
palabras.
Acababa el mes de mayo. Me
pedí un permiso en el trabajo para estar con ella. En unos días la iban a
ingresar en el hospital para confirmar el diagnóstico e intentar localizar el
cáncer original.
1
de junio de 2013
A
las siete y media de la mañana está sentada delante de la tele, que vomita
anuncios. La nevera se ha quedado abierta y varias luces de la casa también. Me
explica que ha estado pensando en los éxitos de mis hijos. Nos hemos
especializado en darle buenas noticias a la abuela sobre sus nietos para poder
observar así esa felicidad tan
contundente en su rostro. Esta vez es el trofeo “al jugador más carismático”
que le han dado a Víctor y el premio extraordinario del Máster de Carlos. Me
dice que está esperando a que salga lo de Carlos en la tele. Yo le intento
convencer de que no va a salir. Le sugiero que se vuelva a la cama. Ronronea que
se está muy bien en la cama. Reconoce que no sabe qué hora es, pero cuando le
digo que voy a ir al lavabo se acuerda de que ayer me tomé un kiwi.
En abril habían empezado los
síntomas. Se olvidaba de cómo se hacían
cosas en las que ella era experta, como cocinar o coser. Una vez se levantó de dormir la siesta y le
dijo a mi padre que iba a la cocina a hacerse el desayuno. Otro día no
conseguía acordarse de cómo se hacía una tortilla de patatas. Pidió que la
lleváramos al neurólogo, que se olvidaba de las cosas, que debía tener Alzheimer.
Le dijimos que las personas que tienen alzheimer no se autodiagnostican, pero la
llevamos. Contestó a las preguntas de
memoria inmediata mucho mejor de lo que lo hubiera hecho yo. Le hicieron una
resonancia. La corteza cerebral estaba perfecta. Pero había un par de lesiones
que parecían antiguas y enquistadas. Los "soldaditos", como los bautizó mi madre
cuando vio la imagen en tonalidades de gris azulado de la placa. Había que averiguar qué eran, la ingresarían
unos días para hacerle más pruebas.
Mi madre se debatía entre un
realismo desarmante y la convicción irracional de que ella y su familia eran
especiales y estaban a salvo de muchas de las incomodidades que afectan al
resto de la humanidad. Cuando algo ( una enfermedad, un fracaso…) desmentía ese principio, sobre todo si se
trataba de algún contratiempo que afectase a sus hijas o a sus nietos, se ponía
a rezar como una posesa y manejaba argumentos en los que trataban de compatibilizar nuestra condición de inmunes con la de personas “como
todo el mundo”. Si la afectada era ella, era mucho menos aprensiva que si se
trataba de uno de sus seres queridos. En ese caso le quitaba hierro al asunto y
conseguía reírse de sí misma en voz alta para que los demás no nos
preocupáramos, o lo comentaba como de
refilón, al hilo de otra cosa. Sus quejas nunca eran directas, había que saber
leer entre líneas. Un día, ya enferma, hablando con mi hija Ana sobre la
especialidad que iba a elegir para la especialización de sus estudios de
fisioterapia, le soltó:
-Para especializarse en
geriatría tiene que gustarte tratar con
gente llena de pellejos, como yo-dijo tocándose los brazos secos como
pergaminos. Mejor haz lo de los deportes- le recomendó. Y luego añadió, con una sonrisa pícara,
haciendo referencia a los verdaderos
problemas relacionados con su enfermedad:
-Pero esto de la sequedad en
la piel es “pecata minuta”.
En cambio, no podía soportar
el sufrimiento de los suyos, lo pasaba realmente mal. ¿Qué trataba de
transmitir mi madre con su preocupación por las dificultades que afectaban a su
familia? ¿Que éramos diferentes? ¿Especiales? ¿Que no nos podíamos salir del
esquema de éxitos y bienestar que ella
había previsto para nosotros? Contarle ciertas cosas podría ser demasiado
perturbador para ella. No podíamos hacerle eso. Tuvimos que aprender a
protegerla de algunos hechos. Otros los sufrió y los rezó con ahínco. En
cambio, nos encargábamos de acentuar cualquier éxito de sus hijas o de sus
nietos. Era normal llamarla para informarle de las buenas notas de nuestros
hijos, de los éxitos y los premios. De esta manera alimentábamos su intuición
de que estábamos hechos de otra pasta. Siempre pensé que en medio de la
fortaleza del carácter de mi madre, ésta era una veta de vulnerabilidad a tener
en cuenta, su talón de Aquiles. Probablemente eran restos que arrastraba de su
desamparo por quedarse sin madre de forma tan prematura, al final siempre salía
la huérfana de cuatro años que fue.
Y por otro lado, ¿por qué ella
no se quejaba jamás, ni nos pedía ayuda?
Su determinación por ser autónoma nos
dio alas, nos relevó del deber de preocuparnos por ella, pero a la vez nos acostumbró a no pensar en
ella como en alguien necesitada de nuestro apoyo, de nuestra atención. Eso no
era obligatorio, nunca lo exigió. Lo dejaba a nuestra voluntad. Sin quererlo
hizo que nuestro comportamiento fuera, algunas veces, algo desconsiderado.
Éramos capaces de volver a casa, siendo ya unas madres de familia hechas y
derechas, con la misma actitud de cuando nos fuimos de allí con dieciocho años.
Íbamos a que nos cuidará mamá, sin darnos cuenta de que los años habían pasado,
sin percatarnos de que quizás fuera ella quien necesitara ser cuidada. Ahora, a sus 85 años, había llegado el momento.
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