Polisello, 1997 |
Las casullas, bordadas con oro
y sedas policromas, lucían ligeramente herrumbrosas. Los rostros de los ángeles
estaban carcomidos por una viruela irreverente. La lápida de alabastro con
inscripciones en hebreo, latín y griego, en cambio, resistía el paso de los
siglos con dignidad.
Dejo constancia de cómo
encontré todo al llegar, para que la historia no atribuya solamente al paso del
tiempo el deterioro que han sufrido las piezas del museo catedralicio desde que
mi enemigo logró acceder al antiguo dormitorio de los canónigos, donde se
guardan los más preciados tesoros.
Digerir el arte e interiorizar
sus motivos a veces cuesta una vida.
Con él desaparecerán secretos
de obispo, tapices góticos y la geografía de las diócesis más antiguas. Su
principal objetivo han sido los códices y los manuscritos medievales. El bocado
más sabroso: un pergamino que olvidé una
noche en el taller de restauración. Con el retablo de la transfiguración ha
conseguido mantener sus incisivos bien afilados. La lápida trilingüe siempre se
le resistió.
Por fin ha sucumbido. Tan
saciado estaba que he tenido que recurrir al Emmental. Atrapado entre los
hierros, me mira con ojos desorbitados.
Y no sé qué hacer con ese
compendio vivo de Historia del Arte.
Este relato ha recibido una mención en la propuesta dedicada a los "monstruos" de Esta noche te cuento, aquí.
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