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sábado, 25 de enero de 2014

Invasión









       Están por todas partes: en las urbanizaciones, en el centro y en la estación de tren. Aparecen por las esquinas acarreando sus carritos de la compra o en bicicleta. Empujan sus andadores, conducen sillas eléctricas o simplemente van caminando. En la cola del cine, en el mercadillo, en las tiendas de viejo. Comprando, pero también vendiendo. Ayudando en los colegios y ordenando libros en las bibliotecas. No hay metro cuadrado sin alguna de ellas en su interior       
   Lejos del clásico sombrerito y el bolso rígido, visten anoraks y pantalones, botas, boinas. Y en primavera se ponen unos adorables pañuelitos de flores, para sentirse como reinas que arreglan su jardín.  No lo mencionan, pero algunas tienen más de 113 años.
    Audaces, conducen sin preocuparse de sus cataratas y se ríen con ostentosas risotadas cuando se reconocen en la cola del autobús. Se las ve felices de ser tan mayores y poder por fin trabajar de voluntarias en una organización, bailar o viajar con pocos dientes pero arrastrando tres maletas. No le dan demasiada importancia a su apariencia, son capaces de descubrir innovadoras y revolucionarias combinaciones entre cuadros y flores gracias a que tienen una envidiable sordera a lo que se diga de ellas. Tampoco les importa ser la versión fea de sus actrices favoritas: algunas tienen un remoto aire a Vanessa Redgrave, levemente embrutecido por un rostro demasiado huesudo o un mentón excesivamente prominente.  Otras, en cambio, recuerdan a un robusto y bien alimentado pequinés.
     Una estirpe de mujeres que en su juventud fueron pioneras en reclamar el voto, el coche y el trabajo. Entonces tomaron las calles y las siguen ocupando con la energía inusitada de un tsunami, dejando pálidos por el contraste a sus alcohólicos maridos que en paz descansen, a las mantequillosas quinceañeras y a las escuálidas turistas como yo, que observan a este ejército de antiguas sufragistas desplegarse por toda la isla. Durante todo el día emiten luz  como si llevaran una dinamo en su interior.
    Solamente se resignan a convertirse en old ladies cuando a las cinco de la tarde,  sharp, de repente desaparecen con pasos sigilosos. Entonces las calles se quedan a oscuras y la campiña se llena de bruma y de fantasmas. Hasta la mañana siguiente, en que vuelven a invadir la isla blandiendo sus bastones y sus papadas centenarias.

     Este texto ha sido publicado en el blog de Fernando Valls , La nave de los locos




                                        Fotografías de Elías Ruiz Monserrat 



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