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miércoles, 13 de marzo de 2013

El niño hámster ( o el problema de la extinción de las Nancys )



Cada vez que saco una bolsa de guisantes del congelador, recuerdo con nostalgia mi adolescencia, y a ese monje meticuloso que se dedicaba a contar guisantes en el huerto de su monasterio y los clasificaba en verdes o amarillos (¿alguien  ha visto alguna vez un guisante amarillo?).
El final de mi infancia estuvo marcado por dos hechos consecutivos muy concretos. Lo primero fue la sustitución progresiva de las Nancys a favor de las Barbies en los escaparates de las jugueterías. Y un par de años después, cuando yo ya me había resignado a la miniaturización de la belleza y sus complementos, el descubrimiento de la genética y sus leyes. Para entonces mi Nancy ya descansaba lánguida en una caja rodeada de los chalecos y las faldas escocesas que mi madre le confeccionó.
Recuerdo la explicación de las leyes de Mendel por parte de la profesora de biología como una revelación. Un antes y un después en mi formación científica. Unas leyes que pudieran  predecir si yo podría tener un hijo con los ojos azules y con qué probabilidad, era algo de un calibre diferente a todo lo que yo había estudiado con anterioridad. Eran tres leyes perfectas, redondas, prácticas y comprensibles. La culminación positiva  de una serie de principios que regían la naturaleza y que iban adheridos al nombre de su descubridor,  como el principio de Arquímedes, las leyes de Newton o la fuerza de Coriolis. Leyes, éstas, confusas y poco aprovechables para mi vida diaria.
Pero, una ley que dijera que si mi madre tenía los ojos azules, aunque yo los tuviera marrones podría tener un hijo con ojos azules, siempre y cuando me casara con un marido de ojos azules o tuviera una suegra con ese color de ojos (o un suegro, creo recordar), era una ley que me servía muchísimo en aquellos años de tanta zozobra platónico-sentimental. Una ley hecha a la medida de mi fantasía.
Soñar con una  suegra de  ojos azules me excitaba y me transportaba a países nórdicos con lenguas extrañas e interminables bosques de abetos. Quizás en ese país nevado de donde procedería mi futuro marido existían los guisantes amarillos, por simpatía con el pelo rubio de la mayoría de sus habitantes. Imaginaba un largo problema de genética en el que se planteaba mi propio cruzamiento con ese pedazo de vikingo. Mi pelo moreno,  rizado y dominante cruzándose con su cabello lacio y rubísimo, pongamos que albino. Recuerdo que fantaseaba con que tenía cuatro hijos, igualmente probables: uno con el pelo moreno y liso, una niña morena y con el pelo rizado (como yo, esa heredaría , además, mi nombre ),  otra niña albina con el pelo liso ,y lo más fascinante: un niño con el pelo blanco y rizado. Ese era mi favorito. Sería un niño muy delicado, que no podría salir de casa. Una criatura sensible que jugaría al ajedrez y escribiría poemas. Además, al ser albino, tendría los ojos rojos como los hámsters. Eso era lo sorprendente de la genética: que incluso teniendo una suegra con los ojos azules y alces en el jardín, mis hijos podrían tener los ojos rojos.
Las clases de biología transcurrían llenas de magia  y de posibilidades. Repletas de reyes cuyos vástagos se desangraban  por una maldición que resultaba ser un gen, o se volvían cada vez más feos y larguiruchos. Caídas de imperios porque se casaban entre los primos, y bastardos fuertes y resistentes como juncos. Abuelos que no parecían estar enfermos pero transmitían enfermedades muy molestas y  pruebas de paternidad demandadas por madres despechadas. Era mi asignatura preferida. Yo quería ser bióloga para comprender la naturaleza humana y la historia de las civilizaciones. 
Al final el destino se cumplió, aunque  con un cierto desencanto,  propio,  por otra parte, de eso tan raro que llamamos realidad.  Estudié biología y al hacerlo me enteré de que Mendel había hecho trampa con los resultados de sus experimentos. Tuve un marido con el pelo lacio y una suegra con los ojos azules, pero ninguno de mis cuatro hijos  tiene los ojos rojos, y por suerte no hay alces en el jardín de mis parientes, solo unos gatos silvestres. Lo peor es que aunque mis dos hijas tienen muchas barbies, nunca podrán conocer el placer de poder vestir y desnudar a una Nancy con un vestido de hippie o una falda escocesa. 

2 comentarios:

  1. ¡Cómo me gusta, Paz! ¡Con qué facilidad nos llevas por el texto y consigues una actitud lectora tan cómplice, tan próxima.

    Un abrazo,

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  2. ¡Me gusta que hasta un chico entienda lo que significaron las nancys para toda una generación!Con mis hijas me resistía a comprarles barbies , pero al final tuvieron un baul lleno, aighhh. Besos

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