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Alexandre Yersin |
Alexander Yersin fue uno de los
grandes.
Tan grande era que bajo su piel convivían
dos personas distintas: un aventurero cosmopolita y un científico suizo. El instituto Pasteur de París era un sueño casi inalcanzable para cualquier investigador. El científico trabajó allí. Nadie entendió que en 1894 solicitara el traslado a la Indochina francesa. El explorador lo hizo.
Durante tres años atravesó junglas,
remontó ríos y dibujó nuevas líneas sobre el territorio. Al ser reclamado para
estudiar una epidemia de peste que se derramaba de Manchuria a Hong Kong, mudó su
piel, cargó con su microscopio y viajó hacia el norte. Hurgó en los cuerpos de
los apestados. Bajo la lente vio algo minúsculo, sospechoso para su mitad
cartesiana. Inoculado en sus ratones de laboratorio, morían. De peste. En su grandeza
dejó que otros averiguaran que eran las pulgas, esas acróbatas diminutas que
saltan doscientas veces su tamaño, las que trasladan el bacilo bautizado con su
nombre.
Toda la humanidad se postra ante
el gran Yersin ¿Toda? No. Los cien millones de muertos por Peste Negra, asomados
sobre el mismo borde de la eternidad, lo miran con dureza y le recriminan haberse demorado cinco siglos en nacer.