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viernes, 25 de octubre de 2024

Apuntes isleños III

 



El pasado miércoles quedé con mi amiga Maite en la cafetería del Parque García Sanabria de Santa Cruz de Tenerife. El primer reto fue desplazarme en coche hasta Santa Cruz desde la Laguna. Y digo que fue un reto porque el GPS de mi cerebro vino averiado de serie. Alguna otra pieza debo tener estropeada, porque a veces ni con la ayuda del navegador externo consigo llegar a los sitios a la primera. Esta vez lo conseguí, aunque solamente a la ida. De regreso salí antes de tiempo de la autopista del norte (TF-5; “teléfono cinco”, me dice la señorita que me habla para que no me pierda desde el interior del panel de mandos) y tuve que rectificar, recorriendo solamente unos pocos metros de más gracias a las benditas rotondas.

Llegué a Santa Cruz tras descender por esa carretera-tobogán cuya pendiente es tan exagerada que parece que te vas a precipitar al Atlántico (en diez kilómetros se salva una diferencia de altitud de 500 metros), aunque habiendo disfrutado antes de una espectacular panorámica de la ciudad y del macizo de Anaga. Aparqué en la parte posterior del Edificio Jonathan, donde vivimos aquellos tres lejanos y estupendos años. Lo hice por dos motivos: porque suponía que sería complicado aparcar cerca del parque, y sobre todo porque quería llegar a la cita caminando y respirando el ambiente de la Rambla, con sus frondosos jacarandás cuya floración azul malva me fascinó cuando la vi por primera vez en abril de 1992.

Maite y yo estuvimos casi tres horas charlando y riéndonos, como si no hubieran pasado treinta años. Estoy convencida de que la amistad consiste en una larga conversación que puede tener intervalos incluso de décadas entre párrafos, pero que se retoma con naturalidad en el último punto y seguido. Durante todo el regreso caminando hacia el coche sonreí sin contención, una sonrisa alelada de más de un kilómetro.

En otro momento podría intentar describir el parque García Sanabria. Difícil. Lo puedo intentar. Pero creo que hoy quiero escribir sobre los desplazamientos: caminar, conducir, nadar.

Hoy he estado en la playa de las Teresitas con Macu, Tomás y Merche, tres expertos nadadores. He hecho un tramo con ellos, hasta la escollera y un poco más a lo largo de ella mirando peces y piedras tapizadas de algas. Después he regresado. Mi vuelta en solitario hasta la playa ha sido un viaje emocionante. La visión de las casitas-cuevas incrustadas en la montaña, las barcas de la orilla y la nueva tonalidad de azul que me rodeaba y a la que no he sabido ponerle adjetivo han acompañado a las voces interiores que me animaban a seguir nadando a buen ritmo, como si fueran un pequeño club de animadoras o un coro griego de ir por casa.

Igual de emocionante me resultó irme yo sola, hace ya unos días, a pasear toda una mañana por La Laguna. El objetivo era el mismo: llegar a la orilla —la casa— sin perderme ni distraerme demasiado. Lo primero, trazar en mi cabeza un primer boceto que se fuera pareciendo al mapa que pedí en la oficina de turismo. El problema fue que en mi intento de seguir la cuadrícula me dejé llevar por el canto de una sirena muy seductora: una librería. Ahí sí que he de reconocer que me perdí un poco,  salí con cuatro libros (Los límites de la ciencia, de Javier Arguello; Sin relato, de Lola López Mondéjar; Madres, hijos y rabinos, de Delphine Horvilleur, y Fricciones, de Pablo Martín Sánchez). En esto me parezco a uno que yo me sé, que se embarcó con un grupo de amigos y , por no atreverse a preguntar y distraerse, estuvo diez años dando vueltas en un bucle de lo más tonto, y tardando en llegar a casa. En mi camino de vuelta a casa yo iba mirando, pensando y fotografiando. Quique me esperaba, sorprendido con mi tardanza, pero por suerte no llegó a destejer nada. Solo recalentó la comida.

Rebecca Solnit dice en su ensayo Wanderlust, una historia del caminar:

El ritmo del caminar genera un ritmo del pensar y el paso a través de un paisaje resuena o estimula el paso a través de una serie de pensamientos. Ello crea una curiosa consonancia entre el paisaje interno y el externo, sugiriendo que la mente es también una especie de paisaje y que caminar es un modo de atravesarlo. En muchas ocasiones, un nuevo pensamiento parece un aspecto del paisaje que estaba siempre ahí, como si pensar fuera recorrer más que hacer (…) Las sorpresas, las liberaciones y los esclarecimientos propios de un viaje pueden alcanzarse tanto dando una vuelta a la manzana como dando una alrededor del mundo, y caminar es viajar cerca y lejos a la vez.

Para llegar al centro de la Laguna, al gimnasio o al mercado hay que caminar un cuarto de hora desde donde estamos. Paseamos cada día con Gala en un radio algo mayor.  Casi nunca vamos en coche. Hay mucho espacio para pensar. Y mucho tiempo para usarlo caminando.

En el centro municipal en el que nos hemos apuntado hay un gimnasio con una sala de máquinas (de tortura, sigo pensando, aunque a veces las use) y piscina. El primer ejercicio que me propuso el monitor al que le pregunté fue correr en la cinta. Le miré y le contesté con un NO rotundo. Luego, volviendo a casa, me pregunté la razón de esta negativa tan drástica. Me monté una hipótesis-coartada cuya premisa sería: al caminar existe el tiempo, pero sobre todo el espacio. Y además, según Rebeca Solnit y mi experiencia, el pensamiento. Caminar en la cinta sin desplazarse es una aberración espacio-temporal tan grave que me produce un cortocircuito mental y me hace decir NO. Desde esta última semana no he vuelto al gimnasio, solamente hago largos en la piscina. Allí sí que puedo pensar con claridad.

 













  
                                                              Algunas fotografías de mis paseos

domingo, 20 de octubre de 2024

Doble o nada

 


Llego media hora antes de la cita, con la intención de hablar con la enfermera.

Espero parapetada tras un libro muy grueso, haciendo como si leyera, bajo una luz fluorescente que parpadea. En las paredes verdosas hay varios carteles mal pegados que sirven como recordatorio —a quien los quiera leer— de que hay que estar siempre alerta, ser precavido, avisar al primer síntoma, no tomar antibióticos en un resfriado y dar de mamar a los bebés. En definitiva, que nadie es especial, que todos somos iguales e igual de frágiles.

Finalmente aparece la enfermera y la abordo con la sumisión con la que nos dirigimos a los que tienen en sus manos nuestra salud y nuestra paciencia. Como si le contara un secreto, le susurro:

—Mire, perdone, soy Paz Monserrat—me inclino, como si la quisiera proteger— tengo cita con el endocrino a las 9.30, pero resulta que tengo que ir al entierro de mi tío, a las 10, y si espero a mi hora no llegaría. En realidad, el doctor solo tiene que darme el alta de mi tiroiditis ¿le parece que sería posible hacerme pasar antes de mi turno?

—Espere un momento, voy a pasar lista a ver si están los primeros—me dice, y después lee el primer nombre de listado que lleva sobre un soporte rígido—: ¿Montserrat Paz?

Cuando estoy a punto de decirle que se ha equivocado, que es al revés, que Monserrat es el apellido y que ésa soy yo, una mujer de mediana edad con obesidad mórbida levanta la mano y dice «servidora».

   La miro, asombrada, y le explico que yo me llamo Paz Monserrat. Intercambiamos unas cuantas frases, algo manido sobre las coincidencias y los apellidos que también son nombres y viceversa.

—¿Le importaría dejarla pasar? —le pregunta la enfermera, señalándome— Es que tiene que ir a un entierro.

   La mujer observa en silencio a la enfermera, luego me mira fijamente a mí, y a continuación dice que ella también tiene sus obligaciones, que siempre pagan los mismos.

 Nombra a los justos y también a los pecadores, y suelta algún otro lugar común adaptado a la ocasión. Se levanta con los brazos en jarras y continúa quejándose mientras por su boca sale un alegato digno de un mitin. Suena parecido a un trueno, o a un rugido. Sus carnes vibran como si estuviera subida a un simulador de potro salvaje. Y entre los espacios que separan las letras de ese aluvión de palabras con el que me está sepultando, asoma su único pensamiento: que me estoy inventando lo del entierro y simplemente me quiero colar.

Una vez más me admiro del poderío que exhiben algunas personas, especialmente las robustas. Yo jamás hubiera reaccionado de esa manera. Me pregunto cómo debe ser ver el mundo desde ese nivel de energía. Cómo será tener esa potencia, ese desparpajo. Por un momento me veo a través de sus ojos: una gatita escuálida, miedosa y tímida.

Sigo sorprendida por la casualidad de nuestros nombres capicúas. Siempre he fantaseado con encontrarme con mi doble, o con algún fantasma, pero jamás me imaginé topándome con una persona complementaria a mí en todos los sentidos, nombre incluido.

La sigo oyendo de fondo y siento mi vulnerabilidad de flacucha convaleciente. Me rindo sin luchar. Me resigno a esperar mi turno, aunque llegue tarde al entierro.

Pero como colofón a su discurso, suelta: “¡Venga, va, que pase!”

Entro. Me dan los resultados. Como ya me había adelantado por teléfono, la analítica está bien. Me va a dar el alta. Podría haberse complicado. He tenido mucha suerte de que no me haya quedado una tiroiditis crónica. Muchas gracias. Que alivio. Que no me olvide de dárselo al médico de cabecera. Gracias otra vez.

—Y gracias por dejarme pasar—le digo a la enfermera, mirando el reloj—. Me voy, que ya ando justa de tiempo.

Y con una inclinación de cabeza cómplice añado:

— Espero que no siga enfadada mi «complementaria».

—Sí. ¡Menuda mala leche tiene la tía! —me contesta la enfermera mientras me acompaña.

Al salir me topo de bruces con Montserrat Paz, que está esperando tras la puerta y seguramente ha oído todo lo que decíamos.

 Me observa con la autoridad que da perdonar la vida a un mosquito cuando alguien tiene diez veces más envergadura y fuerza vital. Perdonar la vida a una piltrafilla de mujer que ahora, con el alta recién estrenada, sufre una taquicardia digna del peor brote de su tiroiditis, y se precipita hacia las escaleras como si hubiera visto un fantasma.



                                                          


viernes, 18 de octubre de 2024

Apuntes isleños II

En el interior de la casita que hemos alquilado en la Laguna todo es pequeño pero suficiente. Los armarios tienen la capacidad exacta para todos los bártulos que trajimos apretujados en nuestra Berlingo (en mi caso más ropa de la necesaria, por supuesto, por más que me propuse ser minimalista), la cocina solo tiene dos fogones, pero nos sirve, y la mesa grande está en la terraza.  Por otro lado, el suelo es de madera noble, existe la posibilidad de acoger a un invitado gracias a una cama en forma de sofá, y las paredes están adornadas con tapices y cuadros hechos por la propietaria, que es una artista plástica con una obra muy interesante.

Pero al salir al exterior los espacios se multiplican.

En un segundo compartimento, que incluye al primero, tenemos nuestra parcela. La exuberante parra virgen que se desmaya en una melena de colores otoñales sobre la terraza, el vallado rodeado de bambús, la leñera, el espacio para tender ropa y al fondo la mesa de ping pong bajo un techado que sirve de base a una colonia de plantas rarísimas (tengo que preguntar qué son estas plantas crasas que forman un curioso bosque estratificado en miniatura). 



El tercer compartimento es la finca con la casa principal, que se divide en dos viviendas: la parte alta la ocupa Cristina, la casera, y en la planta baja viven Alessia, Luca y su hija Zoe. En cada vivienda un perro: Pepe y Luca (el segundo Luca), que han acogido a Gala en su manada con toda naturalidad, y con los que salimos a pasear por las tardes. Hay una sala común con trastos varios y lavandería. El jardín está a medio camino entre lo asilvestrado y lo doméstico, como una pequeña selva vigilada pero libertina y sensual. Una palmera altísima arroja dátiles a traición a intervalos aleatorios, un drago de casi cien años que parece un anciano con la tensión alta de lo hinchado que tiene el tronco, un árbol rebosante de aguacates, otro de caquis y varios naranjos y mandarinos. Además, en un rincón, tenemos un parterre con hierbas aromáticas (cilandro, apio, lavanda, menta, tomillo y romero). Un vergel, un pequeño jardín del edén con frutos al alcance de la mano. Pero quería hablar del sauce que hay en el patio del fondo, que ha causado problemas en el sistema de desagüe. Los operarios han estado realizando una cirugía radical en esa zona durante estos días. Radical por lo definitivo, pero sobre todo porque son las raíces del sauce las que han obturado el tubo. La enfermedad: una obstrucción intestinal en este organismo en el que nosotros somos unos vulgares parásitos. Cada mañana los perros saludan a los operarios y ellos trabajan, comen y vuelven a trabajar. Habrá que talar el sauce en algún momento. Ha crecido a expensas de un aporte extra de materia orgánica, y por mucho que ahora encofren bien las nuevas tuberías, él sabe lo que tiene que hacer, me dice Cristina cuando le propongo que amnistíe al llorón porque me da pena. Por ahora Naturaleza 1, Humanidad 0, pero lo piensa revertir. Lo curioso de todo esto, desde un punto de vista mágico y egocéntrico, es que yo llegué con un ligero problema intestinal y ahora mismo estoy como nueva, como si me hubieran cambiado las cañerías a mí también. Humanidad y naturaleza a veces se hacen colegas gracias a la imaginación. En este tercer compartimento los perros, los habitantes, las visitas y los operarios conviven sin problemas. Entran y salen, y con frecuencia la zona común se convierte en un ágora que acoge comentarios, cotilleos, reflexiones o emotivas canciones que se cantan mientras se cargan sacos de cemento.

Unas cuantas veces por semana traspasamos los límites de este recinto, vamos al gimnasio, a pasear perros, a comprar o a imaginar cómo sería vivir en las diferentes propiedades que vemos en las cercanías de la casa en la que realmente vivimos. Salimos entonces al cuarto círculo concéntrico: una urbanización digna de Suburbia, la exposición que vi hace poco en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Una cuadrícula de calles paralelas y perpendiculares con sus parcelas, sus chalets, sus coches y sus perros, como cualquier urbanización. Algunas casas son antiguas y dignas, otras tienen esas columnitas blancas coloniales tan horteras, y también están las casas-cubo minimalistas. Pero no nos dejemos engañar por una primera impresión, en realidad esto no se parece en nada a lo que habíamos visto hasta ahora. En esta urbanización los árboles son marcianos para una bióloga que solo estudió la botánica del ecosistema mediterráneo, reptilianos y desmesuradamente frondosos. Las flores tienen colores que siempre desconciertan y algunos frutos parecen mutantes. Lo que llamamos “mango” en la península aquí es una “manga”. El mango es otra cosa, todavía más dulce. La atmósfera tiene una textura distinta y el sol se muestra más contundente cuando esquiva las nubes. Algunas tardes un edredón de niebla lo cubre todo y te transporta a un tiempo arcaico, donde esta vegetación fósil que vemos aquí seguramente ocupaba todo el planeta. 

 



Para armonizar con esta sensación de viajar a aquel tiempo donde los únicos animales eran pequeños insectos coriáceos, en nuestra habitación hay una obra de Cristina titulada “Apuntes para la creación de un exoesqueleto”. Una obra contemporánea que trata un asunto muy antiguo y muy serio: cómo protegerse y separarse del entorno a la vez que te relacionas con él.

 

                                    En el cabezal, la obra de  Cristina Gámez "Apuntes para la creación de un exoesqueleto"


Si seguimos con nuestro movimiento centrífugo y salimos de este compartimento llegamos a la Laguna, con sus casas color pastel y sus coquetos comercios locales, o podemos ir más lejos, hasta el océano Atlántico, pletórico de furia y de espuma azul turquesa. Por ejemplo, podemos acercarnos a Garachico, o a Punta del Hidalgo. También podemos ir a pasear por la laurisilva del macizo de Anaga, por citar algunos de los sitios que hemos visitado. 




Pero en esta crónica solamente hablaremos de los compartimentos más cercanos a la casita. De cómo habitar un nuevo caparazón por una temporada. De cómo inventarnos, por un rato, una nueva vida en un lugar lejano. De cómo esta tarea se nos está haciendo sorprendentemente fácil y emocionante sin necesidad de hacer nada especial. De cómo entender estas vacaciones no como descanso del trabajo sino de nuestras identidades previas. Unas deliciosas vacaciones de nosotros mismos, aunque sepamos que es un espejismo. Acercándonos al centro de donde surge esta crónica me vuelvo a preguntar cómo es que cada vez que he vivido “fuera” algo en mi interior se ha abierto para dejar paso a una visión más nítida de lo que me rodea y a una imposible sensación de pertenencia que nunca he tenido en mi lugar propio, si es que tal cosa existe. 


jueves, 10 de octubre de 2024

Apuntes isleños I


Cuatro días después de llegar a nuestro nuevo hogar provisional en la isla, leo en el muro de Carlos Frontera el siguiente fragmento de Pablo d’Ors: «No es posible escuchar bien la propia voz en casa, hay que partir al extranjero si realmente queremos escucharla. Debo salir de lo mío para empezar a oír la voz que me dice que con lo mío no basta. El texto que somos y que espera ser escuchado no puede resonar sin un contexto de éxodo y de riesgo»

Ayer me preguntaba una amiga qué sensaciones me iba suscitando este viaje en el que nos proponemos vivir dos meses en Tenerife (donde ya vivimos tres años a mediados de los noventa) Yo le contestaba lo siguiente: «Una mezcla de vértigo y alegría. Los dos primeros días hemos estado jugando a las casitas, montando el nido. Fuimos a comprar, a dar una vuelta por el vecindario, un paseo nocturno por la Laguna, Quique limpió el jardín y la mesa de ping pong que tenemos en nuestra parcela...Ayer por la tarde ya bajamos a Santa Cruz a ver a mi amiga Macu, y hoy hemos pasado la mañana visitando el Puerto de la Cruz. La casa es pequeñita pero agradable. Forma parte de una finca más grande (con jardines comunes, a los que tenemos acceso) en la que está la propietaria (una artista plástica) y otra pareja de inquilinos. Todos parecen muy majos, produce el efecto de pertenecer a una pequeña comunidad. En la convivencia con Quique hay una especie de simbiosis muy curiosa que de momento resulta agradable. Y, sobre todo, una sensación de vacaciones extendidas, de libertad, de no tener ninguna prisa y de disfrute...que me encanta. Ya veremos cómo evoluciona»  

Paz y Gala en el Puerto de la Cruz

El viaje ha sido largo, y eso le ha dado todavía más emoción y sentido a la llegada. No es casualidad que me haya traído en la maleta la maravillosa versión liberada de La odisea de Blackie Books. No pude evitar que se me escapara alguna lagrimilla cuando empecé a vislumbrar el macizo de Anaga tras dos noches en el ferry y más de mil kilómetros en coche desde Barcelona hasta Huelva.

A lo largo del trayecto por tierra escuchamos podcasts, noticias y música de Rock FM a medida que aumentaba la frecuencia de toros de Osborne indultados, como jalones de que nos recordaban nuestro destino andaluz. Las áreas de servicio en las que parábamos para estirar las piernas y picar algo estaban repletas de basura en el perímetro del terreno de la gasolinera. Son los camiones, me dijo un vecino del aparcamiento cuando me vio luchando por expulsar al ejército de moscas que entraron en nuestro coche después de abrir la puerta unos segundos. En una de las áreas de descanso, mientras paseaba a Gala para que hiciera un pis por el escaso terreno con hierbas requemadas, cascotes de botellas y plásticos, sorprendí a dos hombres haciendo lo mismo que ella —mear en el suelo—, creyéndose a salvo detrás de sus coches y camiones. Cuando se percataron de que habían sido vistos, se encogieron en un movimiento rápido y contorsionado y se dirigieron con decisión a sus vehículos.  A la vuelta, Gala olió uno de los charcos, pero no lo marcó con su orina como suele hacer con la de otros perros.

Repetimos itinerario turístico en las dos ciudades en las que paramos (Ciudad Real para dormir y Huelva para embarcarnos en el Ferry): un paseo largo por el parque de la ciudad, visita a un pipican y breve recorrido por el centro histórico para comer algo en una terraza con la perra echada a nuestros pies. «Conozca la ciudad a través de sus parques» podría ser un buen reclamo  turístico.

El paisaje a lo largo de los dos tramos terrestres se podría resumir como una alternancia de superficies infinitas de cereales, olivos, vides o pinos. Mares de colores terrosos y suaves que precedieron al azul imposible del auténtico océano ante el que me quedaría en estado de trance varias veces durante el trayecto. Yo jamás había experimentado que el horizonte visto desde el medio del océano Atlántico es un semicírculo perfecto y obsesivo, como un abrazo del que no puedes escapar. Durante el primer día en la isla seguí sintiendo un ligero balanceo que me sugirió la idea de haber pasado de un barco grande a otro inmenso, que surcaba el Atlántico con nosotros a bordo. 


                                                               ¡Tierra a la vista!

      


martes, 8 de octubre de 2024

La nazarena

 

 


 

 

Cada año, desde que cumplió dieciséis, Cristina participa en la procesión del Domingo de Ramos de su ciudad. El primer domingo de Semana Santa —poco más o menos a la misma hora—, se viste con la túnica blanca, se ajusta a la cabeza el capirote de color morado que dejó atrás su padre cuando se fue, y sale a la calle a reunirse con el resto de miembros de la Hermandad de las Cinco Llagas.

No sabe por qué lo hace. Piadosa no es. Tal vez sea un acercamiento desafiante a algo con lo que no comulga, pero que no quiere evitar. Una forma bizarra de rebeldía que comparte con sus amigas, sobre todo con Clara. El único vínculo que mantiene con la ausencia de su padre, que desapareció una Semana Santa muchos años atrás. No participa en ninguna otra procesión, pero el redoble de los tambores le atrae como un vórtice que no puede eludir. Durante el desfile, esos golpes tozudos y poderosos reverberan contra sus vísceras como un tsunami interno. Luego, por unos días, permanece el eco de un diapasón que le insufla la energía imprescindible para inaugurar un nuevo ciclo.

Camina, se detiene, vuelve a avanzar. El aire huele a cera quemada y a naranjos en flor. Le fascinan los pasos de la Pasión, que avanzan con una cadencia obsesiva sobre espaldas y piernas humanas y exhiben esas figuras lívidas y terribles. Ella se transforma en un radar móvil que capta, a través de las dos rendijas que rodean sus ojos, toda la información de los que se han apostado a ambos lados de las calles creyendo que son ellos los que miran. Una cámara oscura que concentra y enfoca la realidad. Todo el pueblo se introduce en su cabeza como una explosión de droga dura.

 Disfruta de ese paseo triunfal por las calles vacías de coches. Mirar a los que la miran, sin ser vista. Sólo con Clara comparte esta sensación de poder. Al terminar, comentan a quién han visto, cómo iba vestida Fulanita, qué parejas ya no están juntas o quién ha faltado esta vez. Siempre se burlan de algún miembro de otra cofradía que, según ellas, hace bien en darse golpes de pecho ese día para purgar los pecados del resto del año. Tampoco se libran los del ayuntamiento, que se pavonean como próceres de la ciudad embutidos en sus chaqués desgastados y rancios. Los costaleros son los únicos a quienes respetan y no son objeto de sus cotilleos.  

Año tras año, la gente envejece. También ellas, aunque por un día el tiempo se detiene para que las dos amigas puedan dar fe del envejecimiento ajeno. La ciudad cambia de forma como una ameba lenta y sinuosa, y ellas la acompañan. Se inauguran comercios en locales que enseguida plantan sus carteles de Se Alquila. Los edificios rechinan con sus bisagras fatigadas y después suspiran. Y los tambores vuelven a tronar, acompasados al paso del tiempo como un latido desbocado. 

Este año Clara no acompaña a Cristina. Ha tenido que viajar a otra ciudad para atender a su madre. Últimamente vivir se parece a intentar avanzar nadando en una piscina llena de melaza, piensa Cristina. Todo resulta difícil y desproporcionado. Los hijos son demasiado adolescentes. Los maridos demasiado inconstantes. Los padres demasiado mayores. Su propia madre también está ya muy mayor. Y muy frágil. Una fragilidad que inauguró cuando fue abandonada aquel otro Domingo de Ramos, y que la ha convertido en una muñeca de porcelana llena de desconchados.

 No puede olvidar la reacción de su madre cuando supo, por una supuesta amiga, que su marido estaba con otra y que todos conocían la existencia de aquella amante. Todos menos ella. Se recluyó en su cuarto a oscuras y dejó de ocuparse de las tareas de la casa. La ropa del tendedero permaneció reseca al sol, esperando a que se reanudara la vida doméstica. Se acuerda de aquellos días largos y mudos. Únicamente el último día, con el sonido de los tambores de fondo, se rompió el silencio. Cuando él regresó de la procesión dejó el capirote en el recibidor y entró a la habitación en penumbra para cambiarse. Ella se sintió con fuerzas para insinuar que se le debía una explicación. Entonces él se marchó, dejándola con la palabra en la boca y la túnica derramada sobre el suelo de damero. Después de aquello, su mundo se astilló como madera antigua, y no ha habido manera de restaurarlo.

Pero ahora no es el momento de enredarse en esa maraña de recuerdos, se dice a sí misma. Cristina trata de ahuyentar estos pensamientos para centrarse en lo que ve. Se propone hacer un barrido mejor enfocado, sin fugas ni puntos muertos. Tiene que captar la realidad por las dos, para así poder contarle todo a Clara cuando regrese. Quién estaba, cómo vestía la tonta de Marian, si los chicos la han reconocido o si el viejo Fermín iba borracho otra vez.

En algunos lugares del recorrido se superpone brevemente la memoria de otras procesiones, presencias de quienes ya nunca volverán a ocupar esas calles. Los ausentes.  Su padre, sus abuelos y la amiga del instituto que murió de un aneurisma. Si estuvieran allí, piensa, ellos sí la reconocerían. Se estremece con estos fogonazos de su imaginación, y se fuerza para volver a enfocar su mirada en lo real.

Y así, mientras que vivos y muertos se disputan el derecho a entrar a través de los orificios en la tela, Cristina continúa avanzando sumida en la cadencia obsesiva de la percusión. Al girar hacia la Calle Mayor ve al marido de Clara. Hace el amago de acercarse para mostrarle un gesto de reconocimiento, pero antes de dar un paso descubre que lleva de la mano a una chica joven y forastera. Parece que los tambores retumban más fuerte, pero es su corazón. Achina los ojos para cerciorarse. En ese momento él arrastra a su acompañante fuera de la aglomeración, y se esfuman por un callejón envueltos en un remolino de confidencias y risas. Una tela de niebla empaña sus ojos, pero juraría que sí.    Aunque ella sabe que los callejones pueden ser espejismos tan traicioneros como los recuerdos.

De repente no atina qué hacer con ese cucurucho obsceno que por momentos se desequilibra sobre su cabeza, con el peligroso deseo de mirar sin ser vista, con su silueta siniestra y absurda que ahora ve reflejada en un escaparate, con el cristal quebradizo de la amistad.

 No sabe qué le tiene que contar a Clara cuando regrese rebosante de inocencia y expectación.

Lo que sí sabe con seguridad es que jamás volverá a acompañar a los tambores del Domingo de Ramos, porque intuye que de ahora en adelante serán ellos los que siempre la acompañen.

 


 




Con este relato he ganado el primer premio en el concurso El coloquio de los perros, con el tema Typical spanish. Muy agradecida al jurado y también a Margarita Borrero y a los compañeros del curso Las formas de la historia, donde hice la primera versión de este cuento. Y también a Maricín, que me contó lo que se siente observando la cuidad mientras se procesiona. 

Aquí se puede ver y descargar el libro en PDF

 

martes, 24 de septiembre de 2024

Efectos personales



 

                                                               fotografía propia

Leo el listado y firmo el formulario. Mientras espero a que me traigan los objetos, vuelvo a repasarlo con la apremiante sensación de que falta algo y no puedo recordar qué es. 

Los pendientes de perlas que guardaba para las ocasiones. Quiso que se los llevara, junto con el reloj. La última vez que se los puso —cuando vinieron a verla sus amigas— vi el nácar amarillento y pensé en llevarlos a la joyería para que los limpiaran. No me ha dado tiempo.

El reloj de oro. De pequeña me chiflaba mirar las circonitas de la esfera, convencida de que eran diamantes. Los días de mercadillo, al volver del colegio, me la encontraba trabajando en la Singer con sus nuevos retales. Se la veía concentrada y contenta. Se levantaba para ofrecerme un beso y un trozo de pan con chocolate, y regresaba a la máquina de coser. Movía los dos pies adelante y atrás en el pedal y estiraba la tela para que la aguja dibujase caminos tersos sobre fundas, vestidos o cortinas. Entonces yo me escurría hacia la habitación de matrimonio, abría el segundo cajón de la cómoda caoba, sacaba el joyero de cuero y desplegaba las dos bandejas escalonadas. Allí estaba todo. El broche Art Nouveau de la abuela, camafeos de parientes lejanas que me daban miedo, la pulsera de jade, el reloj con cadena del abuelo y los aritos de los bautizos. Dejaba para el final el reloj pequeño, preciso y coqueto que medía el tiempo de mi madre en los días de fiesta. Lo movía ante la lamparita para contemplar los destellos de los «diamantes» mientras sonaba aquella música que al principio hacía cosquillas y luego desaparecía como un hechizo al cerrar el joyero.

Las zapatillas de rizo.  

La bata de boatiné con ribetes color perla que se había confeccionado ella misma. Cuando la recogí en su casa tenía dos lamparones con el color y la textura de la yema de huevo. Solo me dio tiempo a frotarlos superficialmente con el mismo trapo de cocina con el que después me sequé unas lágrimas inesperadas.  

Las gafas bifocales que ya no iba a necesitar cuando la operasen de cataratas.

El teléfono móvil con números grandes que usaba para llamar a sus hijas en días alternos y preguntarnos cuando la iríamos a ver. La última vez nos habló de un dolor muy raro en el brazo izquierdo y corrimos a verla tras avisar a la ambulancia.

Las dos alianzas, con idénticas iniciales y fecha, que le quitaron —para hacerle una prueba— justo antes de que comenzara a hincharse.

Un paquete de kleenex y las llaves de la casa.

El bolso vacío como un gran útero y la cartera preñada de tarjetas, recibos y monedas.

Al fondo de la bolsa que me entrega la enfermera con todos estos objetos hay —junto al certificado médico de fallecimiento— una revista del corazón. La que le compré ayer, cuando insistió en me fuera a dormir a casa tranquila porque se encontraba mejor. La visión de esas mujeres horriblemente guapas y sonrientes me produce una tremenda arcada. En este momento soy un animal marino que regurgita los intestinos ante el ataque de un depredador. 


Miro fijamente la bolsa. Todavía no sé nombrarlo, pero siento que falta algo muy importante.

 


martes, 17 de septiembre de 2024

Una familia normal

 

                                                          Fotografía propia 

En nuestra familia ha habido de todo. Suicidas, pederastas, psicópatas, cazadores, falangistas, ludópatas y adoradores del líder. Matrimonios concertados, herencias envenenadas, rebeldías con causa y algunas malas elecciones legendarias. Gente de fiar y arteros embaucadores. Sentimiento de pertenencia y profundo extrañamiento. Vehemencia y abulia. Astucia y bondad. Grandes sacrificios, desarraigos de novela y otra vez la misma piedra. Los muertos prematuros—uno de ellos contagiado de SIDA— asoman desdibujados como ramas livianas y desconocidas del árbol genealógico, junto a otros personajes muy longevos calificados como decentes o como inaguantables. O como ambas cosas a la vez. 

No consigo entender por qué siempre se nos ha inculcado que somos una familia especial, impoluta y ejemplar, cuando simplemente somos una familia corriente, normal, incluso vulgar.