El pasado
miércoles quedé con mi amiga Maite en la cafetería del Parque García Sanabria
de Santa Cruz de Tenerife. El primer reto fue desplazarme en coche hasta Santa
Cruz desde la Laguna. Y digo que fue un reto porque el GPS de mi cerebro vino
averiado de serie. Alguna otra pieza debo tener estropeada, porque a veces ni con
la ayuda del navegador externo consigo llegar a los sitios a la primera. Esta
vez lo conseguí, aunque solamente a la ida. De regreso salí antes de tiempo de
la autopista del norte (TF-5; “teléfono cinco”, me dice la señorita que me
habla para que no me pierda desde el interior del panel de mandos) y tuve que rectificar,
recorriendo solamente unos pocos metros de más gracias a las benditas rotondas.
Llegué a
Santa Cruz tras descender por esa carretera-tobogán cuya pendiente es tan
exagerada que parece que te vas a precipitar al Atlántico (en diez kilómetros
se salva una diferencia de altitud de 500 metros), aunque habiendo disfrutado
antes de una espectacular panorámica de la ciudad y del macizo de Anaga. Aparqué
en la parte posterior del Edificio Jonathan, donde vivimos aquellos tres lejanos
y estupendos años. Lo hice por dos motivos: porque suponía que sería complicado
aparcar cerca del parque, y sobre todo porque quería llegar a la cita caminando
y respirando el ambiente de la Rambla, con sus frondosos jacarandás cuya
floración azul malva me fascinó cuando la vi por primera vez en abril de 1992.
Maite y yo
estuvimos casi tres horas charlando y riéndonos, como si no hubieran pasado
treinta años. Estoy convencida de que la amistad consiste en una larga
conversación que puede tener intervalos incluso de décadas entre párrafos, pero
que se retoma con naturalidad en el último punto y seguido. Durante todo el
regreso caminando hacia el coche sonreí sin contención, una sonrisa alelada de
más de un kilómetro.
En otro
momento podría intentar describir el parque García Sanabria. Difícil. Lo puedo
intentar. Pero creo que hoy quiero escribir sobre los desplazamientos: caminar,
conducir, nadar.
Hoy he estado
en la playa de las Teresitas con Macu, Tomás y Merche, tres expertos nadadores.
He hecho un tramo con ellos, hasta la escollera y un poco más a lo largo de
ella mirando peces y piedras tapizadas de algas. Después he regresado. Mi vuelta
en solitario hasta la playa ha sido un viaje emocionante. La visión de las casitas-cuevas
incrustadas en la montaña, las barcas de la orilla y la nueva tonalidad de azul
que me rodeaba y a la que no he sabido ponerle adjetivo han acompañado a las
voces interiores que me animaban a seguir nadando a buen ritmo, como si fueran un
pequeño club de animadoras o un coro griego de ir por casa.
Igual de
emocionante me resultó irme yo sola, hace ya unos días, a pasear toda una
mañana por La Laguna. El objetivo era el mismo: llegar a la orilla —la casa—
sin perderme ni distraerme demasiado. Lo primero, trazar en mi cabeza un primer
boceto que se fuera pareciendo al mapa que pedí en la oficina de turismo. El problema
fue que en mi intento de seguir la cuadrícula me dejé llevar por el canto de
una sirena muy seductora: una librería. Ahí sí que he de reconocer que me perdí
un poco, salí con cuatro libros (Los límites de la ciencia, de Javier
Arguello; Sin relato, de Lola López Mondéjar; Madres, hijos y rabinos,
de Delphine Horvilleur, y Fricciones, de Pablo Martín Sánchez). En esto
me parezco a uno que yo me sé, que se embarcó con un grupo de amigos y , por no
atreverse a preguntar y distraerse, estuvo diez años dando vueltas en un bucle de
lo más tonto, y tardando en llegar a casa. En mi camino de vuelta a casa yo iba
mirando, pensando y fotografiando. Quique me esperaba, sorprendido con mi
tardanza, pero por suerte no llegó a destejer nada. Solo recalentó la comida.
Rebecca
Solnit dice en su ensayo Wanderlust, una historia del caminar:
El ritmo del
caminar genera un ritmo del pensar y el paso a través de un paisaje resuena o
estimula el paso a través de una serie de pensamientos. Ello crea una curiosa
consonancia entre el paisaje interno y el externo, sugiriendo que la mente es
también una especie de paisaje y que caminar es un modo de atravesarlo. En
muchas ocasiones, un nuevo pensamiento parece un aspecto del paisaje que estaba
siempre ahí, como si pensar fuera recorrer más que hacer (…) Las sorpresas, las
liberaciones y los esclarecimientos propios de un viaje pueden alcanzarse tanto
dando una vuelta a la manzana como dando una alrededor del mundo, y caminar es
viajar cerca y lejos a la vez.
Para llegar
al centro de la Laguna, al gimnasio o al mercado hay que caminar un cuarto de
hora desde donde estamos. Paseamos cada día con Gala en un radio algo mayor. Casi nunca vamos en coche. Hay mucho espacio
para pensar. Y mucho tiempo para usarlo caminando.
En el centro municipal
en el que nos hemos apuntado hay un gimnasio con una sala de máquinas (de
tortura, sigo pensando, aunque a veces las use) y piscina. El primer ejercicio
que me propuso el monitor al que le pregunté fue correr en la cinta. Le miré y
le contesté con un NO rotundo. Luego, volviendo a casa, me pregunté la razón de
esta negativa tan drástica. Me monté una hipótesis-coartada cuya premisa sería:
al caminar existe el tiempo, pero sobre todo el espacio. Y además, según Rebeca
Solnit y mi experiencia, el pensamiento. Caminar en la cinta sin desplazarse es
una aberración espacio-temporal tan grave que me produce un cortocircuito
mental y me hace decir NO. Desde esta última semana no he vuelto al gimnasio,
solamente hago largos en la piscina. Allí sí que puedo pensar con claridad.