Cada vez que saco una bolsa de guisantes del
congelador, recuerdo con nostalgia mi adolescencia, y a ese monje meticuloso
que se dedicaba a contar guisantes en el huerto de su monasterio y los
clasificaba en verdes o amarillos (¿alguien ha visto alguna vez un
guisante amarillo?).
El final de mi infancia estuvo marcado por dos
hechos consecutivos muy concretos. Lo primero fue la sustitución progresiva de
las Nancys a favor de las Barbies en los escaparates de las jugueterías. Y
un par de años después, cuando yo ya me había resignado a la miniaturización de
la belleza y sus complementos, el descubrimiento de la genética y sus leyes. Para
entonces mi Nancy ya descansaba lánguida en una caja rodeada de los chalecos y
las faldas escocesas que mi madre le confeccionó.
Recuerdo la explicación de las leyes de Mendel por
parte de la profesora de biología como una revelación. Un antes y un después en
mi formación científica. Unas leyes que pudieran predecir si yo podría tener un hijo con los
ojos azules y con qué probabilidad, era algo de un calibre diferente a todo lo
que yo había estudiado con anterioridad. Eran tres leyes perfectas, redondas,
prácticas y comprensibles. La culminación positiva de una serie de principios que regían la
naturaleza y que iban adheridos al nombre de su descubridor, como el principio de Arquímedes, las leyes de
Newton o la fuerza de Coriolis. Leyes, éstas, confusas y poco aprovechables
para mi vida diaria.
Pero, una ley que dijera que si mi madre tenía los
ojos azules, aunque yo los tuviera marrones podría tener un hijo con ojos
azules, siempre y cuando me casara con un marido de ojos azules o tuviera una
suegra con ese color de ojos (o un suegro, creo recordar), era una ley que me
servía muchísimo en aquellos años de tanta zozobra platónico-sentimental. Una
ley hecha a la medida de mi fantasía.
Soñar con una
suegra de ojos azules me excitaba
y me transportaba a países nórdicos con lenguas extrañas e interminables
bosques de abetos. Quizás en ese país nevado de donde procedería mi futuro
marido existían los guisantes amarillos, por simpatía con el pelo rubio de la
mayoría de sus habitantes. Imaginaba un largo problema de genética en el que se
planteaba mi propio cruzamiento con ese pedazo de vikingo. Mi pelo moreno, rizado y dominante cruzándose con su cabello
lacio y rubísimo, pongamos que albino. Recuerdo que fantaseaba con que tenía
cuatro hijos, igualmente probables: uno con el pelo moreno y liso, una niña
morena y con el pelo rizado (como yo, esa heredaría , además, mi nombre ), otra niña albina con el pelo liso ,y lo más
fascinante: un niño con el pelo blanco y rizado. Ese era mi favorito. Sería un
niño muy delicado, que no podría salir de casa. Una criatura sensible que
jugaría al ajedrez y escribiría poemas. Además, al ser albino, tendría los ojos
rojos como los hámsters. Eso era lo sorprendente de la genética: que incluso
teniendo una suegra con los ojos azules y alces en el jardín, mis hijos podrían
tener los ojos rojos.
Las clases de biología transcurrían llenas de
magia y de posibilidades. Repletas de
reyes cuyos vástagos se desangraban por
una maldición que resultaba ser un gen, o se volvían cada vez más feos y
larguiruchos. Caídas de imperios porque se casaban entre los primos, y bastardos
fuertes y resistentes como juncos. Abuelos que no parecían estar enfermos pero
transmitían enfermedades muy molestas y
pruebas de paternidad demandadas por madres despechadas. Era mi
asignatura preferida. Yo quería ser bióloga para comprender la naturaleza
humana y la historia de las civilizaciones.
Al final el destino se cumplió, aunque con un cierto desencanto, propio,
por otra parte, de eso tan raro que llamamos realidad. Estudié biología y al hacerlo me enteré de
que Mendel había hecho trampa con los resultados de sus experimentos. Tuve un
marido con el pelo lacio y una suegra con los ojos azules, pero ninguno de mis
cuatro hijos tiene los ojos rojos, y por
suerte no hay alces en el jardín de mis parientes, solo unos gatos silvestres.
Lo peor es que aunque mis dos hijas tienen muchas barbies, nunca podrán conocer
el placer de poder vestir y desnudar a una Nancy con un vestido de hippie o una
falda escocesa.
¡Cómo me gusta, Paz! ¡Con qué facilidad nos llevas por el texto y consigues una actitud lectora tan cómplice, tan próxima.
ResponderEliminarUn abrazo,
¡Me gusta que hasta un chico entienda lo que significaron las nancys para toda una generación!Con mis hijas me resistía a comprarles barbies , pero al final tuvieron un baul lleno, aighhh. Besos
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