Publicaciones

martes, 16 de enero de 2024

Apocalípsis cotidianos ( Reseña de "2 horas, 15 minutos para el fin del mundo", de Ernesto Ortega)

 

La conciencia de un final dota de sentido a cada acto ante la posibilidad de ser el último. Esto es lo que parece sugerirnos Borges en su relato El inmortal.  La inmortalidad se convierte así en la más terrible de las condenas, convirtiendo a la muerte en algo deseable. La muerte como fin del mundo individual. Pero sabemos que hay otros mundos, aunque estén en este. Alguien tenía que encargarse de detallar sus finales.

Ernesto Ortega nos entrega dieciséis finales de mundo de la mano de la Editorial Talentura. Dieciséis escenarios que se podrían leer en dos horas y quince minutos y que nos dirigen, cronometrados a pie de página, hacia el inevitable final del libro. Mientras los leemos, con la apremiante sensación de que esa experiencia también va a terminar, nos deleitamos en el contenido y en la forma de cada uno de ellos.

Ubicados en espacios abiertos (isla, desierto, plaza…) o en lugares claustrofóbicos (zulo, sala de espera, avioneta, oficina…) los personajes de estos relatos experimentan un límite añadido a los parámetros físicos habituales: la densidad que adquiere el tiempo cuando éste se convierte en un recurso escaso. Podríamos decir que todos los habitantes de este universo viven al límite porque el tiempo se contrae y como consecuencia la vida se hace más intensa y las emociones más contrastadas. Y me atrevo a afirmar que en este experimento literario hay mucha vida, voces diversas y emociones muy bien perfiladas.

En los relatos de “2 horas, 15 minutos para el fin del mundo” hay gente que se sueña mutuamente hasta la duda vital, otros que prefieren perderse en el desierto a aceptarse como vulgares turistas; ciudades que observan, como si fueran un gran ojo, el final de un amor; un atleta intentando recorrer lentamente el pasillo más largo mientras rememora la persecución que le llevó allí; cábalas-también persecutorias-a la espera de un diagnóstico, la prosaica jubilación de Pretty Woman, un síndrome de Estocolmo a la inversa, alguien que rellena su vacío lanzándose al mismísimo vacío, un monólogo que se convierte en diálogo tras un pestañeo, perversiones frigoríficas, la memoria de los objetos…todo cosido con puntadas firmes que bordan el fin de una relación, del pasado, de la inocencia, de la vida o de una isla.

Y aunque entre cada relato y el siguiente haya que dar un salto en el vacío, una vez superado ese abismo nos queda una grata sensación de fiesta.  Una fiesta parecida a la que describía Roberto Juarroz en uno de sus poemas verticales:

A veces me parece
que estamos en el centro
de la fiesta
sin embargo
en el centro de la fiesta
no hay nadie.

En el centro de la fiesta
está el vacío.

Pero en el centro del vacío
hay otra fiesta.

 

No hay apocalipsis que no se deje atrapar por la delicada y precisa prosa de Ernesto Ortega. Recomiendo la lectura de estos cuentos tersos y redondos antes de que la cuenta atrás nos sorprenda al final de alguno de los numerosos mundos que habitamos.  


Reseña publicada en la revista Quimera de este mes. Gracias a la revista y a Ernesto por confiar en mi lectura de esta joyita. 



jueves, 11 de enero de 2024

Habitación de hotel

 


Hotel room, de Edward Hopper

Diez niños sentados en el suelo, miran alternativamente a Marta y al cuadro que inaugura la exposición temporal. En él se ve a una mujer en ropa interior. Está sentada en el borde de una cama, en lo que parece una habitación de hotel. Un vestido estampado reposa, indolente, sobre los brazos de un sillón tapizado de color verde. La mujer sujeta entre sus manos un papel. Su actitud ensimismada no sugiere nada demasiado luminoso. La habitación, en cambio, posee una luz excesiva. Una luz que parece estallar tras las cortinas del fondo, derramarse sobre los tonos pastel de la pared, y reverberar alrededor de la espalda de la mujer. Su cuerpo, ligeramente inclinado, produce una zona de penumbra que difumina su rostro. Los únicos objetos que consiguen evitar esa luz lacerante son dos maletas pensativas y unos zapatos de tacón depositados sobre la moqueta.

− ¿Qué os parece que puede estar leyendo en ese papel? −les pregunta Marta, mientras se arrepiente de haber incluido ese cuadro, precisamente ese, en el itinerario guiado.

Siempre le han resultado un desafío las visitas con niños. Intensas, a veces emocionantes, invariablemente agotadoras. En esta ocasión existe una dificultad añadida, un reto inalcanzable de antemano: introducir a criaturas de once años en el universo de Hopper. Cómo transmitir la percepción de esa luz inefable y a la vez la atmósfera de tristeza que destila cada uno de los lienzos del pintor estadounidense. Mientras preparaba la visita su única certeza era la poderosa capacidad narrativa de esos cuadros. Cada pintura es un relato. Uno de esos relatos de realismo sucio americano. No apto para niños. Imposible contarles lo que ve un adulto sin mancillar de alguna manera su inocencia. Decidió solucionarlo dándoles a ellos la palabra. Se preparó una batería de preguntas. ¿Qué veis? ¿Qué le pasa a esta mujer sentada al borde de la cama? ¿Dónde está? Ellos relatarían las historias y Marta introduciría algunas ideas sobre arte. Al planificarlo se sintió satisfecha con la idea, pero ahora flota en esa niebla lechosa que se ha instaurado en su vida desde hace dos días y que le impide estar del todo presente. Esta mañana se ha acercado al museo con el vértigo de un acróbata inexperto.

A mí me parece que está leyendo una carta con un aviso de que la van a desahuciar, por eso está tan triste y no tiene fuerzas ni para vestirse. −Es el comentario espontáneo de una niña pecosa y con trenzas pelirrojas que le recuerda a Pipi Långstrump.

Creía haber previsto todas las respuestas, pero ésta la ha descolocado. Los compañeros de la niña reaccionan. Zumban como un enjambre de avispas. Ella percibe la escena como si estuviera grabada a cámara lenta. Dos niñas se dan un codazo, un par de ellos cambian de postura. Un niño, que no ha parado de moverse en todo el rato, le da una palmada sonora a otro en la espalda, y éste se remueve ciento ochenta grados y suelta:

− ¡Déjame en paz, idiota!

 Marta mira de reojo a la profesora. Posee ese aire entre maternal y estricto que deben repartir en píldoras en las escuelas de Magisterio. Una mirada severa, seguida de una ligera caída de ojos, es suficiente para que el niño se calme por un momento.

 El cuadro es una de las variantes que usa Hopper para representar el vacío, la incomunicación. La respuesta de Pipi, tan conmovedora y contemporánea a la vez, la pilla desprevenida.

 

Tampoco se esperaba la demanda de su marido.

 Él insistió en que lo hiciera por los otros dos hijos que ya tenían. Le quiso convencer de que así ellos disfrutarían de más oportunidades. Que ya le había dejado tener dos. Eso dijo: que ya le había dejado. Como si ella fuera una criatura caprichosa y él un magnánimo tutor que ahora se tenía que poner serio para disciplinarla. Marta supo desde el principio que la excusa económica tapaba su ego de prestigioso abogado al que le molestaban los niños, sus propios hijos. Era un engorro cuando, después de la cena, le pedían que jugase con ellos o que les contara un cuento. Él los esquivaba con una actitud que rozaba el menosprecio. Incapaz de reconocer su rechazo, hablaba de oportunidades y de favores con una voz que, de tan suave y condescendiente, a Marta le daba dentera.

 

─ ¿Qué es lo que estaba leyendo en realidad? ¿Era eso? −pregunta una chiquita con gafas redondas color melocotón.

   El cuadro continúa ahí, contundente y completo en su desolación. Los niños, con las bocas ligeramente abiertas y los ojos brillantes, esperan su respuesta.

─ No, no era una carta de desahucio −le contesta entornando los ojos−. Era otra cosa.

Tras varios intentos ingeniosos por parte de los chavales, les cuenta que la mujer que posó para el cuadro titulado Hotel Room era la esposa del pintor. Y que, aunque en el cuadro el papel parece estar en blanco, en realidad la modelo estuvo leyendo un horario de trenes mientras posaba.

−Desenfocando el papel, dejándolo en blanco en la pintura, Hopper permitió que las generaciones futuras interpretasen lo que quisieran de ese cuadro, de esa historia, como habéis hecho vosotros −dice con una sonrisa cómplice, mirando a la niña de las gafas─ ¿Y qué otras cosas se pueden destacar de esta habitación? ¿Qué os parece que podría ser ese rectángulo negro que hay al fondo, detrás de las maletas y el sillón verde?

Una tele de pantalla plana, o un ordenador −contesta el niño hiperactivo.

Marta no puede sino sonreír. Y esa sonrisa ─junto con la explicación de que cuando se pintó el cuadro no había televisores, y, menos aún, ordenadores ─ por un momento desvía la atención del peligro. De la constatación de que esos niños conocen la palabra, y quizás el significado, del término “desahucio”. De la amenaza de sus propios pensamientos, que insisten en aflorar como si no dependieran de ella.

 

Porque al final cedió.

Nunca se lo perdonaría a sí misma, pero cedió.

Y después, aquella anestesia que desdibujó los contornos de su cuerpo durante varias horas. Un efecto que se prolongó en su ánimo. Regresó al hospital cinco días después, para que le extrajeran el enorme coágulo que le había crecido en el útero durante el posoperatorio. Le repitieron exactamente el mismo procedimiento, aunque esta vez sin anestesia general. Un segundo desahucio, de una casa ya vacía. Y entonces, aunque la vida se empeñó en continuar, apareció un hueco en el entramado de la realidad, como un descascarillado de pintura que hacía que ya nada le pareciera completo.

Alguna vez, durante el mes de hemorragias tras el vaciado, fantaseó con la idea delirante de volver a la clínica y preguntar si por casualidad habían congelado el embrión y se lo podían volver a implantar. Algunos días sentía como si un pequeño espectro la siguiera a una cierta distancia. Desempeñaba mecánicamente −aunque con eficiencia− las tareas de su trabajo como guía en el museo de arte. Y a pesar de que seguía siendo una madre cariñosa, a veces sus hijos la notaban ausente. Para no incomodarla, se esforzaban en portarse bien.

 

Los alumnos de hoy también se están comportando estupendamente. Incluso el travieso – ya sabe que se llama Gabriel− está ahora totalmente concentrado, tratando de imaginar cómo sería un mundo sin televisiones ni ordenadores. Otros comentarios dibujan la visión colectiva de esos niños sobre el cuadro de la mujer triste del hotel. Los niños son más sabios de lo que los adultos creen, piensa Marta. Que la visita se esté desarrollando de forma tan fluida le parece un prodigio.

Les conduce hacia el siguiente cuadro. La maestra controlando a su rebaño como un pastor afgano. Una coreografía de miradas, piernecitas y palabras.

─ ¿Veis algo raro en esta gasolinera? ¿Por las sombras podríais deducir más o menos qué hora es? ¿Qué tipos de animales os parece que pueden vivir en el bosque que hay detrás? −Las preguntas surgen livianas, perseguidas por las respuestas.

Los niños se ponen de pie y se dirigen hacia la siguiente obra. Acompaña al grupo, mientras una parte de ella se orienta hacia el cuadro de la mujer triste del hotel que les espera al final del recorrido circular.

─ ¿Os gustan los faros? A Edward Hopper le encantaban. Vamos a ver uno de los que pintó.

Continúa indagando. Lanza preguntas como pequeños anzuelos. Se interesa por saber qué ven, y a dónde les puede llevar su visión. Los chavales inventan un par de historias preciosas acerca de fareros solitarios. Para su sorpresa, disfruta con lo que está pasando. Consigue acallar por un momento esa otra voz, evitar que reflote esa congoja que la inunda.

 

Quiere posponer el recuerdo vívido de lo que ocurrió dos días atrás en la revisión ginecológica anual, aunque sabe que en cuanto los niños se vayan del museo habrá un nuevo pase de la película en su cabeza. En bucle y desde el principio. El momento en que su doctora saca la carpeta con su historia clínica. La abre, y la imagen de la ecografía se desliza lánguidamente hacia la mesa. Marta la recoge con delicadeza haciendo pinza con sus dedos en los extremos superiores de la lámina. Antes de devolverla puede distinguir el embrión, todavía aferrado a su útero en aquel momento, sobre la superficie oscura y brillante de la fotografía. El resto de la visita transcurre en sordina, pero en cuanto pisa la calle siente como si una capa de hielo hubiera estallado en mil fragmentos punzantes, y los llevara clavados por toda la superficie de su piel.

Al llegar a casa le parece aterrizar en otra vida. Contempla la escena desde lejos, como si hubiera una cámara en el techo. Y no le gusta en absoluto lo que ve. Sus niños suplantados por dos criaturas casi adolescentes. Su marido tan idéntico a sí mismo, aunque algo desenfocado. Esa noche no permite que la toque. Le resulta insoportable su presencia. Él no admite su rechazo. Se burla. Incluso le acusa de tener un amante. Marta ni siquiera trata de desmentirlo.

A la mañana siguiente, en la ducha, se restriega la piel hasta el dolor. Como si eso pudiera eliminar la costra de una culpa remota. Ahora ve con claridad las ramificaciones de su aflicción. Constata que ella ya había asumido a ese hijo. También que él se impuso con una autoridad que la deslumbró y la paralizó, como a esos animales silvestres que se dejan atropellar en la noche frente a los focos de los coches.

Tras dejar a sus hijos en el colegio, llama al trabajo para decir que se encuentra mal. Se dirige a un hotel del centro y se recluye en una habitación que ha reservado de camino. No se fía de sí misma. Necesita tejer una envoltura de hilos livianos y sedosos a su alrededor, un refugio de plumas y brotes como aquellos nidos abandonados que encontraba de pequeña.  

La habitación tiene esa luz especial, casi metafísica, que solo existe durante las primeras horas de la mañana y después se marchita. La luz de los cuadros de Hopper. Marta siente el impulso de quitarse la ropa. Se sienta en el borde la cama y escribe una nota. La sujeta con las dos manos para que no caiga sobre el piso tapizado con esa horrible moqueta gris.

 

Los chavales se sientan en el suelo de madera noble dibujando un semicírculo. Se acerca el fin de la visita y les ha invitado a volver al cuadro Hotel Room para despedir la exposición donde la han iniciado.

−Y, ahora que ya habéis visto todas las pinturas de Hopper, ¿qué le diríais a esa mujer? −les pregunta a los niños.

 Con las respuestas que le dan, Marta se reafirma en la idea de que los niños poseen un acercamiento natural a la verdad, un conocimiento genuino sobre la vida que por desgracia desaparece cuando crecen. Esta vez consigue impregnarse de esa sabiduría antes de que se esfume. A esas alturas se alegra de haberse atrevido a elegir ese cuadro como inicio y final de la visita.

Se despide del grupo en la puerta de la sala. Felicita a la profesora por el comportamiento de sus alumnos. Desordena el pelo de Gabriel, le guiña el ojo a Pipi y les dice adiós a todos, moviendo la mano derecha como una paloma que batiera solamente un ala.

Regresa a su despacho a buscar el bolso y el abrigo. Coge un sobre de su secreter. Abre el bolso y recupera la nota. La introduce en el sobre, y sale a la calle.

 

Me han publicado este relato en la revista de literatura 142 revista cultural, en el número de este trimestre. Muy contenta y agradecida.