Publicaciones

miércoles, 27 de febrero de 2019

Intemperie


Mark Rothko

Decía:” Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío”. Le daba un beso y salía a la calle. Cada mañana. Por la noche recogía los papelitos doblados que sus hijas dejaban bajo la imagen. Sin leerlos, los rompía en pedazos y los tiraba a la caldera de la calefacción. Preocupaciones, deseos y ansiedades desmenuzados crepitaban en un fuego azul y ocre. Depositando allí el peso de sus vidas, se sobreponían a los trances, apuros económicos, penas y malos sentimientos.
Mi abuela cimentó su vida y la de los suyos sobre una confianza indolente y serena en el corazón sangrante de un Jesús que les miraba con ternura desde el pedestal de terciopelo granate que presidía el recibidor.
Todos los nietos llegamos a tiempo para ser bendecidos con el liviano manto de protección que proporcionaba esa imagen. Después de eso ya nada podría hacernos daño.
La casa de la abuela ya no existe. Se desintegró en alguna esquina del pasado, y nos dejó solos con la formidable  misión de encontrar un nuevo manto que nos proteja de la intemperie a nosotros y a nuestros desamparados hijos.

domingo, 17 de febrero de 2019

Las casas de los otros

Vivian Maier


Esta noche he tenido un sueño que podría titularse “Las casas de los otros”.  Un sueño muy vívido, lleno de imágenes concretas de interiores de casas a las que era invitada a acceder, pero a la vez casi filosófico, ensayístico.
Entrar en la casa de alguien es una manera de entrar en su cabeza, en su vida. La disposición de los muebles el reflejo de sus laberintos neuronales, los olores que emanan de la cocina la destilación de sus emociones y sentimientos, el color de la pared la textura de su ánimo. La casa como un mapa nítido y detallado de la biografía personal, de los aspectos más luminosos y también los más oscuros de la personalidad que la habita. Que te inviten a una casa denota una generosidad extrema, la capacidad de exponer la propia vulnerabilidad de molusco blando al escrutinio ajeno. 
Mi teoría y mi experiencia es que eso se está perdiendo. O lo estoy perdiendo yo. Durante los dos periodos en los que me trasladé a vivir a otras ciudades ( casi tres años a Tenerife y otros dos a Alicante) iba a casa de mis vecinas y de las amigas que hice allí con toda naturalidad. Las casas de Macu, Maite,  Bea,  Tere, Pilar, Rosi… eran territorios comunes y espontáneos de conversación, de lectura, de juegos de niños, de comidas y de cotilleos. Igual que mi piso. Quizás tuviera que ver con la provisionalidad, con que eran pisos de alquiler. Después, a la vuelta, ya no. No tanto. Sólo con los íntimos. No como algo fluido, cotidiano.
Cada vez exponemos más nuestra vida a la mirada del otro, en estos patios de vecinos virtuales y desangelados, pero antes le hacemos un lifting, la sometemos a filtros favorecedores para que no salgan los lamparones de la papilla ni los olores del patio interior, satinamos el papel y solo  mostramos la fotografía si cumple los requisitos para ser publicada en una revista de interiorismo.
Reservado el derecho de admisión de forma cada vez más restrictiva y con las fronteras bien vigiladas, la casa es un caparazón exclusivo y tan impermeable que se convierte en un sistema cerrado, casi irreal.  Lo único que queda es la imagen de la casa, la foto retocada de uno, el reportaje de revista del corazón. En mis paseos siempre miro a través de ventanas y balcones por si puedo vislumbrar o imaginar cómo son las vidas ahí adentro, en el interior de las casas, de la gente.
Ha sido un sueño  bien extraño, y no sé a qué conclusión me lleva. Maquillarlo y fotografiarlo es lo único que de momento  se me ocurre. Estáis todos  invitados a mi casa de mentira.