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sábado, 8 de julio de 2023

Vida mamífera


                            Gala relamiéndose ante este gigantesco recipiente de agua


En nuestra recién estrenada jubilación, hemos inaugurado un entretenimiento que consiste en jugar a las casitas. Los días previos a cada una de las escapadas de este primer año “no productivo” me dedico a hacer un estudio inmobiliario de la zona: busco casas con jardín, comparo precios, elijo una y concierto una cita con el agente inmobiliario de turno. Mi marido acepta mi delirio con resignación, y de esta manera incorporamos esta visita como una actividad turística más del viaje. Así, de forma gratuita y juguetona, imaginamos nuestras vidas en ese entorno y fantaseamos con una manera alternativa de convertirse en seniors. No es lo mismo ejercer de jubilado en una zona montañosa, que en un pueblo rural o en una urbanización de playa. Esperamos, con ingenuidad de niños, que en uno de estos intentos una detonación efervescente acompañada de música celestial nos confirme que estamos ante la casa en la que desarrollaremos nuestra nueva identidad. Lo peor es que no estoy segura de querer comprar otra casa.

En este último viaje, tras sufrir varios malentendidos con el GPS, llegamos a la casa que la pareja que nos recibe construyó a partir de un granero. Está en el límite de un pueblo que parece sacado de una infancia ajena. Al entrar a la casa desde el jardín les preguntamos si dejamos a la perra fuera o la podemos entrar. Ella nos dice que la entremos. Mientras le saca  un recipiente con agua  apostilla que a ella no le gustan los perros ni los niños. Y añade que si pudiera decidir ahora no hubiera tenido hijos.

-Decir eso es muy valiente por su parte-le digo

- ¿Por qué?

-Por que habrá mucha gente que lo piense, pero no se atreva a decirlo.

Entramos. Nos enseña la casa. Se percibe que la han construido con mucho cariño. Bajo la supervisión y los planos que diseñó ella, nos comentan. El marido nos saluda, hace bromas. Resulta que ellos vivían cerca de donde vivimos nosotros. Se establece una cordialidad fluida y extraña. Se vinieron a trabajar aquí cuando él estaba por jubilarse. Al principio, de alquiler. Nos cuentan que tuvieron la taberna del pueblo durante unos años. Que ella cocinaba, aunque solamente lo que le gustaba. Los callos y las anchoas en aceite se convirtieron en una leyenda en toda la comarca.

La última habitación tiene vistas a un paisaje inacabable, pero en primer plano vemos y olemos una granja de cerdos. Nos gusta la casa para el precio que tiene, pero no acuden a cantar los arcángeles, solo los pájaros. Al subir a la buhardilla revestida de madera, con muchas posibilidades, se me ocurre preguntar cómo es que la quieren vender. Y entonces nos dicen que hace seis meses se les murió un hijo. A continuación nos sacan una foto del chico con sus dos hermanas. Todos los ojos se anegan y un temblor sísmico recorre la conversación de arriba abajo. Los nietos les necesitan. La situación reclama que regresen. Tienen que vender la casa.

Nos vamos hacia la casa rural donde nos alojamos. Durante el trayecto no me quito de la cabeza a esta mujer desolada y risueña a quien no le gustan los perros ni los niños, pero los trata como seres sagrados. Pongo mentalmente en fila a mis hijos y paso lista. Todos contestan: ¡presente!  Las dificultades que puedan tener en la vida son todas reversibles e insignificantes, me digo. No quiero seguir por ahí. Es fácil que las cosas se desmoronen por dentro si no se apuntalan bien. De repente siento frío.

Al día siguiente, mientras leo un libro en el jardín, oigo a los niños de la casa que arman jaleo. Están fuera de la jaula de los conejos. Un niño y una niña casi albinos. Sus padres son belgas. El niño es muy expresivo y tiene acento maño cuando habla con nosotros, supongo que flamenco cuando habla con sus padres. Me acerco a ver qué ocurre.

Acaban de darse cuenta de que la coneja ha tenido hijitos. Hay dos criaturas oscuras y diminutas forcejeando por acercarse a la madre. “Haciendo la croqueta”, dice el niño. La madre de los niños rubios entra en el recinto y mira dentro de la casita-nido.  Hay seis crías más ahí dentro. Un amasijo de vida palpitante. Encontramos otra arrinconada entre la casa y la malla metálica. La coneja está nerviosa y se mueve de un lado a otro. Ignora a la cría que hace la croqueta intentando enderezarse.

La propietaria está sorprendida y desolada porque dice que pidió que le aseguraran que le vendían dos hembras. No quería más conejos. Solo estas dos para sustituir a la coneja que tenían antes como mascota, que también estaba preñada pero que la mataron unos perros cazadores que aparecieron una noche desquiciados. Los intentaron espantar durante toda la noche, pero a las cuatro de la mañana entraron en la jaula. El niño me dice: yo lloré durante dos días enteros. El cazador vino a pedir disculpas al día siguiente. Solo disculpas trajo, y no eran muy convincentes. Se desplazaron doscientos quilómetros para comprar estas dos hembras. Otro huésped dice que seguramente ya vendría preñada.

A la mañana siguiente, antes de empezar a recoger todo, me acerco a la jaula y veo que una de las conejas está metida en una jaula más pequeña, separada de la coneja-mamá y comiendo una zanahoria. Robin, el padre de los niños rubios, me dice que resulta que es un macho porque esta mañana estaba intentando montar a la hembra. Se oye movimiento dentro de la casita. A ver cuántos sobreviven, me dice con una sonrisa mansa y resignada.

Nos vamos. Dentro de mi cabeza se enreda todo en un abrumador nudo de vida expectante y mamífera.