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Duane Keiser |
Ayer visité a un amigo de
adolescencia.
Me enseñó su biblioteca.
Intercambiamos títulos, acariciamos
lomos, encadenamos autores. Me mostró sus flamantes adquisiciones, tersas, listas
para ser catalogadas.
Cubríamos nuestros ojos
alternativamente con las gafas de cerca y las de lejos, en un baile sincopado y
torpe. Diminutas pirotecnias se reflejaban en las lunas de las lentes. Avanzábamos
a tientas. Deja que piense,
¿cómo se llamaba ese libro? Entonces se encendía una luz y salían cuatro
autores canadienses derechitos de mi boca a su oído. Otros cinco europeos en un
prodigioso viaje de vuelta. Después nos sobrevenía un silencio denso, casi
sagrado.
Me pasó las ediciones más
preciadas como quien entrega un diamante. Yo adivinaba destellos entre las
letras que avanzaban elegantes y pulcras hacia el final. Él asentía con gesto experto.
Que a los dos nos hubiera gustado aquel novelón nos inundó de un extraño
agradecimiento.
Una hora después salimos de la
habitación con los ojos brillantes y un cansancio oxigenado. Hambrientos y algo
despeinados, volvimos a nuestras vidas. Esas vidas vulgares y melancólicas, en donde
nadie conoce nuestra desaforada pasión.
¡Plas!¡Plas!
ResponderEliminarUn "demí plié y relevé" agradecido, Javier.
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