Los de revista penúltiMa me han
publicado un relato titulado Ruedas de molino. El tema es duro y poco
complaciente, por lo que todavía estoy más agradecida de su publicación. Enlazo
aquí al texto en la web de la revista. La fotografía con el que lo acompañan no
tiene nada que ver con el texto pero me parece muy bella.
domingo, 5 de noviembre de 2017
sábado, 21 de octubre de 2017
Autorretrato en la sala de espejos deformantes
Fanny Nushka Moreaux |
Yo soy…
Compinche esporádica con Pili
crítica literaria con Maite
comadre del colegio con
Merche
artista inadaptada con Pilar
ex madre numerosa solidaria
con Mercè
Confidente esotérica con
Silvia
enemiga de la infancia con
Cinta
científica inquieta con Julià
colega de risas con Laureano
no existe etiqueta con Javier
Amiga del alma con Espe
mami viajera con Sara
compañera de una vida con
Quique
caminante melancólica con
Yolanda
hermana mayor con Susana y con
Belén
Madre con huecos en el nido
Hija que no se acostumbra a
que ya no puede ser
vecina insociable con mis
vecinos
cazadora de fantasmas familiares
profesora enrollada con
segundo B
…¿Quién soy yo?
sábado, 30 de septiembre de 2017
La isla centrífuga
Cada
vez que viajo a una isla me entretengo observando las cosas que regurgita el mar.
Hace
un año, en el Puerto de la Cruz, me topé con Neptuno. Estaba triste y azul como
un gato.
Esta vez, en Mahón, he sido testigo del brinco absurdo que tío Gilito daba desde su yate hasta una terraza frente al puerto.
También he visto una sirena, un barco pirata y un atardecer rosado y dulce como el algodón de azúcar de la feria.
Irse
de una isla se parece demasiado a hacerse
mayor y dejar atrás -una vez más- la infancia.
mayor y dejar atrás -una vez más- la infancia.
Regreso a la península con la misma melancólica resignación, la piel quemada y el ánimo lleno de acné.
miércoles, 13 de septiembre de 2017
Mantequilla y mermelada
Duane Keiser |
A ellas les daban un chusco de pan. Una tarde con membrillo, la siguiente con chocolate. Se repetía el ciclo, y las que se quedaban el viernes podían disfrutar de aquella mortadela rosada con lunares blancos sobresaliendo por los bordes del panecillo.
Nosotras y las mediopensionistas nos íbamos a casa mientras formaban las filas frente a la puerta de la cocina. Pasábamos de largo y las mirábamos de reojo. Nuestra merienda era distinta. Solíamos parar en la churrería del parque para comprar patatas fritas translúcidas, un polo de hielo o media bolsa de churros. A veces, con el dinero de las internas, comprábamos chuches que al día siguiente recogerían en alguna esquina fugaz y clandestina del patio.
A mí me gustaba ser externa. Comer macarrones con bechamel al mediodía, y carne tierna. O torrijas de postre, con esa mezcla exacta de azúcar y canela que mi madre acabó personalizando para mi paladar. Y dormir en mi aseada cama de hija única. Me daba pena el encierro de mis compañeras. Pero envidiaba sus meriendas colectivas, la mantequilla y mermelada de esos desayunos cómplices, aquella fraternidad de estofados, uniformes y filas. Me imaginaba formando parte de esa comunidad de niñas intercambiables que se relacionaban y se movían como en una coreografía, una especie de sociedad de insectos regida por una inteligencia colectiva y superior que se nutría de chocolate, mermelada y membrillo.
Un día le comuniqué a mi madre mis absurdas fantasías. Le pedí que me pusiera interna en el colegio. No lo hizo, claro. En su lugar, empezó a cocinar para mí cosas cada vez más ricas y sofisticadas.
Ahora viajo mucho por mi trabajo. Apenas tengo recuerdos de esa época. No he vuelto a ver a mis compañeras, y mi madre ya no está. Soy otra. Muy diferente. Pero cada vez que veo las tarrinas de mantequilla y mermelada en el buffet de un hotel no puedo evitar que me embargue una honda sensación de orfandad.
martes, 5 de septiembre de 2017
La mujer del tiempo
Consigo escaquearme de acompañarla
en coche hasta el aeropuerto. Odio conducir por los Scalextrics de las afueras.
Ella lo sabe. Siempre acabo perdiéndome. Me dice que no me preocupe, que irá en tren. Lánguidamente
le propongo llevarla hasta la estación, pero mi pijama y las zapatillas hablan
por mí de manera menos hipócrita. Abrazo. Que te lo pases súper bien. A ver si
hay suerte y hace buena mar para surfear. Sale por la puerta cargando la mochila y una bolsa de plástico con los
bocadillos que se ha preparado esta mañana.
De repente no sé a qué habitación tengo que ir, ni para qué. Cuando -al rato- me oriento, oigo el golpeteo de unas gotas furiosas en el
balcón. Cierro todas las ventanas. Le escribo un mensaje. Por dónde vas. Te recojo
en coche. Pero ya es tarde. Está a punto de llegar a la estación. Y yo la
imagino empapada, lentos goterones deslizándose desde sus larguísimas pestañas
hasta el suelo, plop, plop, formando un pequeño océano con sus olas y sus vientos. La visualizo pillando al bies la ola más alta, que la deposita en el tren. Y pensando en la mala madre que le ha tocado en suerte, que
ni siquiera es capaz de controlar la meteorología.
miércoles, 9 de agosto de 2017
Páginas en blanco
Duane Keiser |
Esta tarde me he sentado un
buen rato en el sofá donde pasaba las horas mi padre estos últimos años. Al
lado, en la mesilla, las gafas y su agenda marrón. La he abierto. Escribía a
diario con su letra de médico. Notas encabalgadas unas sobre otras que días
después, cuando conseguía hacer los recados,
tachaba. Sus hijas, sus cuidadores, sus obsesiones y sus visitas médicas
se amontonan en esas páginas minúsculas encajadas sobre cuatro anillas antipáticas y pellizconas.
Todo repleto, en un caos que
sólo él controlaba, justo hasta el día del ingreso. Después, de repente, ya no hay nada. Probablemente uno de los disfraces de la muerte
sea el de las páginas en blanco. Sólo una nota en ese páramo vacío: la inyección que tenía programada para
hoy.
He estado a punto de tachar
esa nota. De romper esa página. De aullar. De acercarme al ambulatorio y reñir
al médico por haber programado esta visita imposible.
Pero al final no me he
atrevido a mancillar un futuro de su pasado que nunca llegará, aunque coincida
con este preciso instante. He vuelto a dejar la agenda sobre la mesilla, como
quien abandona el mapa de un territorio ignoto y peligroso. Y he regresado a la
tranquilizante línea del tiempo. He apuntado en mi agenda que mañana tengo que
seguir vaciando los armarios del piso de mis padres.
domingo, 16 de julio de 2017
Flores que viajan en el tiempo
Marianne North fue una viajera
victoriana que recorrió todo el planeta pintando el universo vegetal. Admirada y animada por Charles Darwin y por
otros intelectuales de la época, como Francis Galton, Marianne se puso en marcha
una y otra vez -pinceles y caballete en ristre- en busca de la diversidad y la
rareza que le brindaba la naturaleza estática de esos seres vivos tan discretos pero
tan primordiales.
En el Real Jardín Botánico de Kew (Inglaterra)
hay una galería que expone la mayoría de
sus pinturas, que ella misma donó a la entidad con la condición de que el lugar
se destinara a servir como lugar de descanso para visitantes y viajeros.
La vida y su representación. El viaje y el
regreso a lo institucional. La aventura y el coleccionismo. Las relaciones intrincadísimas
entre las plantas en una selva y el lienzo plano enmarcado en dorado. El olor a
tierra mojada y el olor a humedad rancia de la moqueta del museo. La flor real y la mancha de pintura. La contemplación de estas pinturas naturalistas me evoca toda esta serie de parejas de ideas que tensan mi sensibilidad en sentidos opuestos.
La concentración de estímulos
visuales en esas paredes del Marianne North Gallery repletas de flores exóticas parece excesiva, pero creo
que merece la pena sufrir esa sobredosis alguna vez, cuando se haya
instalado el color gris en nuestra vida.
La contemplación de estos cuadros hace que me traslade mentalmente al jardín de aclimatación que hay en el Puerto de
la Cruz, con sus especies exóticas apabullantes que tantas veces visité mientras viví en Tenerife, donde también pintó la trotamundos inglesa en
su viaje a esa isla, donde inició su apasionante vida viajera mi hija Ana, a la que felicito su cumpleaños desde este vergel .
Lianas, flores, semillas y frutos que nos invitan a viajar. Viajes que se enredan como lianas, viajes que explotan desde una semilla minúscula, viajes que ya han empezado a brotar en mi cabeza.
domingo, 11 de junio de 2017
Realidad versus ficción
Los más contrastados artículos
de Ripperologist Magazine afirman que el destripador no era un energúmeno con
capa y chistera, sino un joven solitario y tímido. Su aspecto de apocado
oficinista le evitó las sospechas de la policía, que buscaba a un depredador de
apariencia feroz.
Sir Arthur Conan Doyle
recorrió los escenarios de Whitechapel y tuvo acceso a toda la documentación de
Scotland Yard sobre el caso. Cuando fue preguntado por la hipotética deducción
de su detective, aseguró que Sherlock Holmes habría trabajado con la premisa de
que el asesino abordaba a sus víctimas disfrazado de mujer para no despertar
sospechas. Propuso que los agentes -con
el fin de actuar como cebo- también se disfrazaran de prostitutas, imaginando
así un escenario en el que las auténticas busconas lucirían desvaídas frente a
policías y asesinos ataviados con extravagantes pelucas y frondosas
faldas.
Y mientras semejante desfile
parecía tan real en la mente del escritor, en las gélidas calles de Londres la
silueta del destripador se sumergía en la bruma con paso inalcanzable hasta
fundirse en negro, como tragado por las arenas movedizas de una espeluznante
ficción.
domingo, 4 de junio de 2017
Sin techo
Max Ernst |
Como cada noche, el
prestigioso oftalmólogo Delclós -ahora ya retirado- se dirige a la misma esquina del parque.
Lleva la bolsa de cuero en la mano izquierda y el botiquín en la derecha.
Camina con determinación.
A esas horas algunos ya se están
acomodando en sus improvisados refugios para dormir, pero cuando llega es recibido con
muestras de entusiasmo por esas criaturas esquivas y castigadas que tanta vida
están dando al doctor en su jubilación. Tras comprobar que nadie le ve, se acerca al
grupo. Les saluda por sus nombres y a continuación les entrega la comida que les ha preparado.
Una vez saciada el hambre, el
Dr Delclós se sienta en el banco bajo la farola. Se pone las gafas. Abre su botiquín. Saca
el colirio para la preocupante conjuntivitis que detectó ayer a Lady Mary. La cura con
esmero. Cuando termina, le da unos golpecitos cariñosos entre los omoplatos.
El agradecido ronroneo de la
gata rubia le produce una alegría que jamás experimentó con sus pacientes humanos.
domingo, 28 de mayo de 2017
Peor el remedio
Escher |
A
la familia no le hace ninguna gracia ese resfriado. Más vale prevenir, subirlo
al coche y directos al hospital. Dos
horas en Urgencias. Lo suben a planta. En observación, les dicen. Pero la noche
es larga y el viejito está agitado: unas barandillas y un tranquilizante nunca
están de más.
Por
la mañana desayuna todavía adormecido, sin reflejos, y algo se le desliza por
el tubo de al lado. La broncoaspiración convierte el constipado en neumonía. A perro
flaco…Hay que tratarla con un antibiótico especial para infecciones
hospitalarias. Cinco días más. Ahora está desorientado y apenas puede moverse. Aunque
mala hierba, ya se sabe.
Al
salir del hospital sus familiares se sienten razonablemente satisfechos con el servicio médico, aunque algo confundidos. Y con la vaga sensación de no haber administrado correcta y completamente todas las frases hechas que se suelen recetar
en estas ocasiones.
viernes, 19 de mayo de 2017
La vía láctea
Blanca trata de
imaginar cómo debe de ser la cosa por dentro: microgotas de suero amarillento
que van resbalando por las paredes, decantándose hacia el fondo de una esfera
vacía. Gota tras gota, plip, plip, igual que un grifo mal cerrado,
rellenando la burbuja. Burbuja tras burbuja, miles de ellas, llenándose hasta
quedar tersas como globos. Y de repente, cuando todas ellas están a punto de
estallar, provocándole una plenitud
insoportable, se moviliza una red de diminutas tuberías interconectadas en
perfecta coreografía y se acoplan a cada una de las burbujas. Aliviadas, éstas
vierten el líquido en un entramado de tubos que convergen en un gran río blanco
que se desborda a través de cien orificios hacia el vidrio grueso y frío.
Para que ocurra todo esto sólo hay que apretar
con decisión la goma rosada del sacaleches.
Blanca
está encerrada en uno de los baños del aeropuerto de Madrid. Se aplica el
artilugio a cada una de sus mamas hinchadas y cuando el receptáculo inferior se
llena vierte el líquido blanco en un vaso de
plástico que ha robado del avión. Mientras lo hace puede oír el vaciado de
varias cisternas y el ruido discreto, pero
inconfundible, que hacen las mujeres cuando
esperan, se arreglan, se retocan o se lavan las manos. Por suerte, ella se ha
metido en el baño de minusválidos y supone que no habrá nadie esperando ante su
puerta. No puede darse más prisa. Hay que vaciar bien los dos pechos, pues si se queda leche retenida se le podría
producir una mastitis como le ocurrió con su primer hijo. Y no recuerda una sensación más desagradable.
Por fin consigue
acabar. Es un tipo de molestia llevadera pero un tanto agotadora, como cuando
la depilan, pues requiere poner en práctica unas buenas técnicas de relajación,
aprender a verse a sí misma desde lejos y
pensar en otra cosa.
Ella siempre visualiza
lo que le está pasando a través de imágenes científicas, frías y a veces bastante
psicodélicas. Cuando se depila piensa en folículos pilosos, colágenos y epidermis
formados por capas de diferentes colores. Ahora en burbujas blancas, pezones que parecen duchas
y conductos bailarines.
Casi ha conseguido
llenar el vaso. Cuando lo va a vaciar en el lavabo se sorprende a sí misma
sonriéndole al espejo y bebiéndose de un trago su propia leche. No ha
desayunado nada y no puede entretenerse en comprar un bocadillo, tiene que
llegar a tiempo al centro de Madrid. Antes de salir del baño se lava las manos,
limpia el sacaleches con una servilleta y deposita el vaso vacío en la
papelera. Después enciende el secador de
aire, tira de la cadena como avisando de que va a salir, y sale con gesto de
orgullo minusválido.
Aliviados sus
pechos de la enorme tensión que ha sufrido durante el vuelo y reforzada gracias
al reciclado de los nutrientes destinados a sus mellizos, emprende su camino
hacia el autobús que la llevará al examen, convencida de que lo va a aprobar
con nota. Ya son las nueve de la mañana. La prueba empieza a las diez.
Mientras tanto, en
su casa de Barcelona, su madre y su suegra intentan dar por primera vez un
biberón a los mellizos. Ambas mujeres,
expertas criadoras de hijos y de nietos, se miran asombradas ante el lío en el
que les han metido. En realidad les parece un disparate destetar a unos
lactantes de dos meses de estas maneras, de repente y sin previo aviso. Pero
ambas son mujeres prácticas, sensatas, con sentido del humor y acostumbradas
por la vida al “más difícil todavía”. Lo último que querrían es crear rencillas
familiares diciendo lo que piensan de las madres modernas que hacen Masters a distancia mientras están
embarazadas. Así que proceden, entre divertidas y nerviosas, con la misión que
se les ha encomendado. Mientras Juanita
calma a los bebés poniéndoles los chupetes, Carmen acaba de hervir los
biberones recién comprados, mezcla el agua caliente con los polvos de leche
maternizada y los agita a fondo. Los niños se han despertado con hambre, sobre
todo la niña que no para de berrear.
—Ya va, ya va. En
un momento estarán a punto –los tranquiliza Carmen desde la cocina mientras
coloca los dos biberones bajo el chorro de agua fría.
Apretando la
tetina, se echa un chorrito de leche sobre el dorso de la mano para comprobar
la temperatura y se dirige a la habitación donde se encuentran las cunas. Dos
sillones orejeros esperan ansiosos. Juanita sujeta al niño con un solo brazo y
lo acuna moviéndose de atrás a delante mientras sube y baja el brazo suave pero
rítmicamente.
Se sienta en el
sillón, coloca el niño reclinado en su regazo, le quita el chupete, agarra el
biberón e intenta sustituir una tetina por la
otra. El niño chupa con fruición. Al momento está estornudando leche por
la nariz, llorando y moviendo desacompasadamente brazos y piernas. Carmen lo
intenta con la niña, convencida de que lo tienen que conseguir como sea, pero
por otro lado arrepintiéndose de haberle inculcado tanto a su hija lo
importante que eran los estudios. A ellas, que conocen todos los secretos de la
crianza en tiempos mucho más duros, no se les van a resistir dos mocosos que le
hacen ascos a un biberón.
Después de una
hora y media, los mellizos se han tragado los 150 ml de leche y ahora retozan abotargados en sus cunas,
mientras las dos abuelas sonríen triunfantes, salen sigilosamente de la
habitación y se sientan en la cocina a tomar una copita de anís para celebrar
que han ganado la primera batalla. Todavía les quedan cuatro tomas más hasta que la flamante “Máster en gestión de
energías renovables” regrese con el
último puente aéreo del día.
—Por favor, dejen
sus bolsas en la entrada y enseñen su
DNI a mi compañero, él les dará las hojas del examen. Como ya saben, disponen de dos horas para realizar esta primera
parte. Después habrá un descanso de media hora y a continuación tendrán una
hora y media para el ejercicio práctico.
Blanca entra en el
aula casi sin aliento. Ha tenido que lidiar con una máquina de bebidas que ha
dejado colgando, en equilibrio inestable, el envase del zumo. Después de
propinarle dos buenos empujones, el zumo ha caído al compartimento inferior. Al
intentar recogerlo, la tapa le ha pillado
la mano como si se tratara de una trampa para alimañas. Ha empezado a
beber el zumo multifrutas haciendo equilibrios con la bolsa, la carpeta y el monedero, y lo ha acabado justo a tiempo
para entrar en el aula junto a los últimos
estudiantes. El hemiciclo está lleno. No imaginaba que hubiera tanta gente
matriculada en ese postgrado. Todos esos también habrán pasado todo un año
estudiando los temas en sus casas, participando en los foros sobre reciclaje,
placas solares y aerogeneradores. Como ella, habrán hecho un proyecto, y, a la
vez que trabajaban en sus empresas, le han robado tiempo al sueño para preparar
el temido examen presencial, pensando ser los únicos con la suficiente fuerza
de voluntad para conseguirlo. El aula está llena de treintañeros demasiado
parecidos a ella: coleccionistas de títulos, eternos estudiantes nostálgicos de
los años de universidad, que necesitan ser
examinados constantemente para demostrarse lo que valen. Cuando se dirige con
el examen a su sitio, no puede evitar sentirse como una oveja que es llevada al
matadero cuando ella creía que era conducida a comer jugosos pastos.
Domina el tema, la
primera hora y media no para de escribir. Las respuestas fluyen sin problema.
Se lo va a sacar. Pero cuando se encuentra a punto de contestar a una pregunta
sobre desarrollo sostenible, una oleada de calor le brota de la cintura, recorre
todo su cuerpo y desemboca en un doloroso pellizco en lo más interno de sus
mamas, como si le hicieran un nudo por dentro. En un minuto tiene todo el
cuerpo empapado en sudor frío, y los protectores
de su sujetador saturados de leche. No ha debido
de sacarse la suficiente en el aeropuerto y ya casi han transcurrido las tres
horas fisiológicas para la segunda toma. Todavía queda media hora. Cinco
preguntas. Nunca había tenido tanto calor, tanta sed y tanta hambre. Odia el
puto paraíso de la universidad, y a ese funcionario calvo que pasea por los
pasillos cual carroñero saciado y
aburrido. Y no hay ni una maldita profesora vigilando.
Qué estarán haciendo los bebés, necesita más que nunca sus boquitas
chupópteras, las manitas apoyadas en sus pechos, uno en cada teta, aliviándole,
dando y absorbiendo calor.
—Ahora me toca a
mí Víctor ¿verdad?
—Sí, yo cojo a
Laura. Creo que están algo estreñidos. No han hecho cacas en toda la mañana —dice
Juanita metiendo un dedo entre los pliegues del pañal— No sé si tendríamos que
darles un poco de agua.
Las camas ya están
hechas, la ropa planchada, han remendado los calcetines que tenían agujeros, y
Juanita ha frotado con un trapo húmedo las hojas del ficus de la terraza
mientras Carmen tendía la ropita lavada a mano de los mellizos. Una sana
competencia impulsa la acción de estas dos especialistas en dar resplandor a hogares propios y ajenos, y dos horas dan
para mucho.
—Fíjate cómo
duermen, se conoce que la leche de biberón les ha llenado más.
—¿Tú crees que los
tendríamos que despertar? Digo, para estar sincronizadas con los horarios que
Blanca ha dicho que se sacaría la leche, no vaya a ser que luego…
—No, chica.
Déjalos dormir, angelitos -dice Juanita, mientras une parejas de calcetines.
A Blanca se la
llevan los demonios. Ha conseguido acabar la primera parte. Se ha vaciado otra
vez con el sacaleches en el baño. Esta vez ha echado la leche al retrete, y —enfadada consigo misma por ese absurdo acto
de desperdicio que rompe con todas sus ideas previas sobre lo que debería ser
el reciclaje y el gasto energético— se ha dirigido al bar y ha exigido un
bocata de queso. Le han mirado raro cuando ha pedido tomate en el pan. Se han
llevado el bocadillo a la cocina y por fin se lo han devuelto untado con tomate
frito. Se lo ha tragado en tres bocados. El queso ha bajado a trompicones por
su esófago y ha aterrizado rabioso en su
estómago.
Mientras escribe
el ejercicio práctico, sus jugos gástricos trabajan a destajo. El intestino
ruge, se queja. Un reflujo de acidez le asciende a la boca. No le salen los
números. Se rasca la cabeza. Mira al de al lado. Cómo narices se simulaba esta
función en la calculadora, si lo ha hecho mil veces.
Al final, lo entiende. Pasan las dos horas. Quiere irse a
su casa.
Las abuelas se
ríen con el nieto mayor, que ya ha regresado del cole.
El baño del avión es muy incómodo para una madre lactante. La bañerita de los
niños rebosa espuma azul y dulce. Blanca respira hondo cuando le traen la
comida. Los mellizos se toman sus biberones como si nada. La lechuga que le
sirven en esa bandeja de plástico está como amarga. Las abuelas aguantan a
los niños sin el último biberón con el fin de que a las nueve tengan hambre.
Las azafatas se hacen las simpáticas. Las consuegras se toman unas judías verdes
para cenar y hablan de cosas pequeñas y
reales. El taxi ya ha salido del aeropuerto.
Llaman por teléfono a sus maridos y tratan de imaginar cómo estarán
arreglándoselas sin ellas. Dan los pitidos de las nueve en la radio del taxi.
La niña empieza a quejarse y despierta al niño. Dos biberones de agua les
calman momentáneamente. Paga al taxista. Los niños lloran hambrientos. Suena el
timbre y acuden las dos corriendo a abrir llevando
a un niño en el brazo. La bolsa y la carpeta se caen en el recibidor. La leche
desborda las burbujas. Las tuberías se colocan en sus sitios. El pellizco
avisa, los protectores se humedecen. Las boquitas de vampiro se acoplan, y una reconfortante ducha de mil chorros alivia a la
vez la sed de la madre y la de los hijos, mientras todos en esa casa saben a
ciencia cierta que han superado el examen.
Este relato pertenece a mi libro Hormonautas ( Editorial Nazarí). Va asociado a la hormona Prolactina: *Liberada desde la hipófisis anterior al torrente sanguíneo, en las hembras de los mamíferos regula la producción de leche desde el momento del parto hasta la finalización de la lactancia. Se rige por un sistema de retroalimentación capaz de producir leche a demanda.
viernes, 28 de abril de 2017
Alguien voló sobre el nido
Cuando
regresé con la compra, los trillizos no estaban en la cuna. En su lugar, un
bebé del mismo volumen que mis tres niños juntos me miraba fijamente con su
rostro abotargado. Había oído hablar de estos sucesos, pero siempre creí que se
trataba de una leyenda urbana. Miré con furia a ese parásito inaudito. Me
imaginé una nube de plumas saliendo del almohadón tras ejercer la presión
necesaria.
Fui volando hacia la ventana y comprobé que mis hijos yacían
temblorosos al fondo del patio de luces. Mis piernas se convirtieron en
musculosas garras, mi boca se transformó en una potente prensa cornea,
negrísimas plumas de cuervo crecieron sobre mis brazos. Me lancé en picado
hacia las tres criaturas que abrían sus bocas suplicando mi protección. Y
mientras las acunaba en mi regazo, la vi de reojo asomando por una
esquina. Cómo se me había ocurrido dejarle a ella las llaves de repuesto. Cómo
era posible que no hubiera entendido mi negativa a quedarme con su niño mientras ella
se iba de viaje. Aunque no lo hice, la promesa de sangre invitaba a agarrarla
con mis garras, dejarla caer sobre una roca y picotear su cuerpo hasta saciar
mis vísceras de ave de rapiña. Y así contribuir a la extinción de esa especie
tan dañina: la insaciable vecina gorrona, conocida también como la hembra del
cuco.
sábado, 22 de abril de 2017
Instinto maternal
Metamorfosis , Escher |
La
última vez Linda adoptó una zapatilla. Eligió una azul marino, de fieltro, con un
ramo de flores bordado en el empeine. Aunque la zapatilla era suya, en esa
ocasión a Elena no le importó perderla. Era capaz de comprender perfectamente
lo que sentía la perrita. A ella también le hubiera apetecido cuidar de algo
cálido y suave y, como Linda, aislarse en la esquina de alguna habitación aferrada
a ese objeto blando. Un peluche relleno con semillas de alpiste podría servir.
Compartía
con el animal un completo desinterés por cualquier cosa que no fuera la
observación minuciosa de todo lo que ocurriese bajo su piel: la cadencia lenta
que duplicaba su corazón en el vientre y en las sienes, el tránsito sinuoso de
sus fluidos por los meandros azules que la recorrían, los crujidos con los que
sus vísceras confirmaban su existencia y los nuevos volúmenes que cada mañana
sorprendía en los lugares más insospechados de su cuerpo.
En
los anteriores embarazos psicológicos, la perra había tenido todo tipo de
conductas maternales mal encauzadas, como excavar un agujero en el jardín para
refugiarse y esconder a los futuros cachorros (que luego inexplicablemente se
desvanecían como el humo), permanecer junto a un cojín del mismo color ocre
que su pelaje, o mostrarse inapetente y agresiva si su retiro y sus manías no
eran respetados.
Elena
hizo lo posible para aliviar las mastitis de Linda con paños húmedos y para
satisfacer sus antojos de perrita desorientada, dándole la razón en todo y
mimándola como si en realidad fuera a parir una enorme camada de pastores
afganos.
Tras
muchos intentos, en los que Elena intervenía personalmente eligiendo a los
pastores afganos de más pedigrí y alcurnia, el veterinario confirmó que la
perra no se dejaba montar de ninguna manera, y la insistencia inicial de Elena
para que le hicieran una fecundación in vitro se vio interrumpida por el éxito
de su propia gestación.
Por
eso, cuando se dio la coincidencia de que iba a compartir todas las vivencias
de su primer y deseadísimo embarazo con el enésimo falso embarazo de su
mascota, no pudo evitar sentir por ella un afecto y una cercanía más propia de
una relación entre hermanas o amigas íntimas.
Las
semanas transcurrían, las venillas se ramificaban bajo la superficie traslúcida
de sus pieles, la indiferencia hacia el mundo exterior aumentaba, ambas sufrían
pequeñas pérdidas de leche, y una oleada de lánguido sopor recorría sus
cuerpos cada vez con más frecuencia, proporcionándoles una inaudita sensación
de sosiego y de poder. Los ojos amarillos de Linda contemplando con ternura a
su ama confirmaban la feliz compenetración.
El
idilio continuó hasta el día que Elena tuvo que acudir a que le hicieran la
primera ecografía.
Ella
estaba convencida de que llevaba una niña. La llamaría Clara. Ya había visitado
cunas y ropitas en estimulante rosa. Ya había visualizado toda su trayectoria
con ese bultito que le crecía dentro: cantándole nanas, llevándola al parque,
su primer día de cole, acompañándola a los cumpleaños de sus amigas, siendo su
confidente de amores despechados en la adolescencia, y hasta se había visto
soltando unas lagrimitas el día de su boda con ese arquitecto tan bien
plantado.
Al
principio todo fue bien, aparte de un ligero nerviosismo tras la noche de
insomnio. La camilla blanca, el trapo de color verde aséptico con el que se
cubrió el pubis, el sobresalto de su terso vientre ante el frío gel, la sonrisa
de la ginecóloga al escuchar los latidos del corazón, y esa mezcla de
cansancio y emoción que había invadido su cuerpo desde la primera falta. Pero
la sonrisa de la doctora se detuvo en una mueca difícil de catalogar en cuanto
la terminal que recorría su vientre mostró la primera imagen en el monitor. La
doctora se disculpó y fue a buscar al jefe de su servicio, que acudió con otros
dos ayudantes curiosos.
Elena
supo enseguida que algo no andaba bien y en un minuto se mentalizó para asumir
un embarazo múltiple, al fin y al cabo era un riesgo del que ya le habían
avisado cuando le inyectaron los embriones. Pero lo que le dijeron, tras
deliberar en un lenguaje médico incomprensible y después de muchos paseos con
la espátula electrónica alrededor de su ombligo, no estaba al alcance de su
imaginación. Nadie está preparado para escuchar según qué cosas y para ella fue
muy difícil aceptar que en el interior de su cuerpo estuviera creciendo algo
diferente a su preciosa bebita sonrosada y pelona. Algo así como contra natura,
le pareció oír.
Las
reuniones se multiplicaron, los especialistas en consejo genético le explicaban
las posibilidades, aunque confesaron no entender la causa. Una aguja larguísima
perforó su blanca barriga para intentar obtener algo tan íntimo como unos
cuantos cromosomas… La palabra “aborto” se repetía con demasiada frecuencia en
las charlas con los doctores.
Tras
un momento de vértigo, y sabiendo que arriesgaba su tranquilidad y su salud,
Elena decidió seguir hasta el final. Tan grande había sido su deseo de ser madre
que no iba ahora a mostrarse remilgada y rechazar lo que el destino parecía
tener reservado para ella. Los médicos no se hacían cargo de lo que pudiera
ocurrir.
Elena
volvió a casa. Continuó con su rutina y con su ensimismada contemplación de
varices y fluidos durante unos meses más. Linda le hacía compañía y le confortaba
como nadie.
El parto se
desencadenó tan rápidamente que no le dio tiempo ni de salir hacia el hospital.
Se tendió en el sofá ante la mirada cómplice de Linda, y acomodó almohadas y
toallas blancas bajo sus caderas y entre las piernas abiertas. Seis tremendas
contracciones. Dos por cada uno de los seres que expulsó envueltos en los
restos de una telilla sanguinolenta y gris.
Linda
acudió a lamerle. Primero la cara, y a continuación se acercó a la zona donde
estaban las toallas y se encargó de retirar, agarrándolos por la piel posterior
del cuello, los tres cuerpos diminutos y peludos que su ama había parido. Cortó
los cordones umbilicales, se comió la placenta, los lamió de arriba abajo y se
los acercó feliz y cansada a sus dos filas de mamas que ya empezaban a gotear
leche con renovado entusiasmo.
Este relato es uno de los incluidos en mi libro Hormonautas ( Editorial Nazarí). Corresponde a la hormona Progesterona: "Hormona femenina producida por los ovarios. Presente durante todo el embarazo y predominante hasta el momento en que se restablecen los ciclos menstruales tras el parto".
Este relato es uno de los incluidos en mi libro Hormonautas ( Editorial Nazarí). Corresponde a la hormona Progesterona: "Hormona femenina producida por los ovarios. Presente durante todo el embarazo y predominante hasta el momento en que se restablecen los ciclos menstruales tras el parto".
domingo, 16 de abril de 2017
La guarida
Duane Keiser |
Ayer visité a un amigo de
adolescencia.
Me enseñó su biblioteca.
Intercambiamos títulos, acariciamos
lomos, encadenamos autores. Me mostró sus flamantes adquisiciones, tersas, listas
para ser catalogadas.
Cubríamos nuestros ojos
alternativamente con las gafas de cerca y las de lejos, en un baile sincopado y
torpe. Diminutas pirotecnias se reflejaban en las lunas de las lentes. Avanzábamos
a tientas. Deja que piense,
¿cómo se llamaba ese libro? Entonces se encendía una luz y salían cuatro
autores canadienses derechitos de mi boca a su oído. Otros cinco europeos en un
prodigioso viaje de vuelta. Después nos sobrevenía un silencio denso, casi
sagrado.
Me pasó las ediciones más
preciadas como quien entrega un diamante. Yo adivinaba destellos entre las
letras que avanzaban elegantes y pulcras hacia el final. Él asentía con gesto experto.
Que a los dos nos hubiera gustado aquel novelón nos inundó de un extraño
agradecimiento.
Una hora después salimos de la
habitación con los ojos brillantes y un cansancio oxigenado. Hambrientos y algo
despeinados, volvimos a nuestras vidas. Esas vidas vulgares y melancólicas, en donde
nadie conoce nuestra desaforada pasión.
sábado, 15 de abril de 2017
Diario de una despedida ( VI )
16 de junio de 2013
Salimos
de casa para ir al médico a recoger los
resultados. Se ha arreglado para la ocasión (un collar y los pendientes de perlas). Al subir al
ascensor me hace notar que se ha puesto sandalias porque ya hace calor. Me doy
cuenta de que se ha dejado los calcetines debajo. Se lo digo, y me contesta:
“Bueno, los enfermos somos así”, con su sorna habitual.
La
oncóloga le da el diagnóstico, suavizado pero firme. Parece que hay una
metástasis en el cerebro, pero no saben cuál es el cáncer original, en el pecho
no han encontrado nada. Justamente cuando le iban a dar el alta del cáncer de
mama que tuvo hace diez años, le sale esto. Le darán unas sesiones de radioterapia para
intentar reducir las lesiones. Mi madre la mira a los ojos, serena, y le suelta:
“Pues llegados a este punto, te voy a cantar una canción”. Y empieza a cantar una
canción de misa que dice así: “La muerte, ¿dónde está la muerte, dónde está mi
muerte, dónde su victoria?”. Creo que la oncóloga no había oído nada semejante
en su larga carrera profesional. Sonríe emocionada y le dice qué ojalá ella
tuviera la respuesta.
A
la salida del hospital, nos cruzamos con la doctora y ésta hace como que no la
ve. Le tiene demasiado cariño como para poder soportar un encuentro cara a cara
informal. A mi madre no le sienta bien que no la haya saludado.
Desde el momento en que le dan
el diagnóstico, en su conversación surge
muy a menudo el tema de la vejez, de lo que significa envejecer. No tanto de la
muerte -aunque no lo esquiva- como de la “senilidad”. Una tarde, mientras
volvíamos cogidas del brazo de dar un paseo para ir a echar la basura a los containers de la urbanización, me dijo:
-Al final, hay un momento en
el que llega la senilidad -como reflexionando en voz alta- Yo he aguantado mucho tiempo autónoma y vital, pero ahora
en muy poco tiempo me he convertido en una ancianita -suspiró, sin ningún atisbo
de amargura.
Una mujer que era capaz de
elaborar ella sola la comida de navidad para toda la familia -hijas nietos y
yernos hasta sumar quince comensales- y que lo había hecho hacía unos meses por
última vez, no comprende por qué ahora tiene que andar agarrada del brazo de su
hija, cosa que por otro lado le encanta. Una señora que tiene la agilidad de una
joven y que ,según ella, hasta entonces no conocía lo que era la sensación de
cansancio, de repente está constantemente deseando meterse en la cama. Es la
misma que me dice, en otro momento, con su característica sorna naïf:
Yo nunca pensé que tendría
que depender de que me cuidaran los demás. Claro que ya sé que a la gente de 86
años le suelen ocurrir estas cosas. Pero no a mí. O eso creía, hasta hace poco.
No tendríamos que sorprendernos tanto, la muerte forma parte de la vida. Es el
final por el que todos hemos de pasar. Si no fuera por esto sería por otra
cosa. Da igual.
Si vivir bien me parece una
tarea dificilísima, morir bien -acercarse a la muerte con semejante naturalidad- es la lección más impresionante que me da mi madre en su recta
final. Yo la acompaño y me resisto con idéntica voluntad.
viernes, 31 de marzo de 2017
Ámbar
Se trata de dos hembras con
sendos cargamentos. Una de ellas fue atrapada con 150 granos encima y la otra
con 137. Supongamos que los necesitaban para criar a su prole. Supongamos.
La historia no parece un
cuento de hadas.
Pero tratemos de imaginar la
escena en su contexto real. Ahora: el tiempo detenido en el interior de una
gota traslúcida y rubia como un caramelo. Entonces: gimnospermas y frondes de
helechos bajo un cielo magenta. Al fondo un braquiosaurio señorea el pantano.
Dos ejemplares de
Gymnopollisthrips minor cargadas con granos dorados de polen están a punto de
llegar a su nido con el botín. Justo en la frontera entre el bosque y el
lodazal una gota de resina pende indecisa del borde de una rama. Al paso de la
comitiva se precipita sobre la prueba más antigua de polinización por insectos,
que ahora mismo -cien millones de años después- está siendo examinada por ojos
asombrados y expertos en el sincrotrón de Grenoble.
Sigue sin parecer un cuento de
hadas. Pero si nos paramos a pensar en toda la tradición de huerfanitos que nos
ha brindado el género, no podemos dejar de sentir una cretácica compasión por
las pobres larvas que esperaban a sus mamás en ese remoto nido.
El azar puede ser un ogro, y
ya sabemos que la selección natural siempre ha sido una madrastra implacable y
cruel.
Este es el segundo microrrelato publicado en en número 9 de la revista Plesiosaurio. Muy agradecida de que mis insectos hayan ido a parar al sistema digestivo de semejante dinosaurio literario.
lunes, 27 de marzo de 2017
Elegía
Un piojo
sobre la hoja en blanco. Humilde máquina de destrucción. Perfectamente
artrópodo, con todas sus piezas articuladas y el vientre geométrico repleto de
sangre.
Se debate
patas arriba luchando contra el aire que lo aplasta, contra mi mirada curiosa,
contra el huracán de mi respiración.
Mueve las patitas como si el mundo fuera una gran pelota y él tuviera que hacer
acrobacias con ella. Consigue desplazarse un milímetro a la derecha. Se detiene
para recuperar fuerzas. Parece que el peine metálico le ha perforado
ligeramente el abdomen.
Mi mano
escribiendo este texto pasa por encima de su cuerpo simétrico, el párrafo se
acerca a su vientre agotado. Ahora ya solo mueve una pata y sus dos quelíceros
minúsculos tantean el papel en busca de sangre, de mucosas, de grasa… Los caminos
de la tinta lo alcanzan y le ceden el escenario de dos líneas en blanco.
Levanta el vientre en un último gesto de orgullo parásito y se desploma rodeado
de las palabras que yo escribo y que hablan de su muerte inocente y digna. Su
cadáver viaja hacia la papelera envuelto en un sudario doméstico: un pañuelo
blanco de celulosa.
Ha muerto el
piojo. Nadie lo reclama, pero sus parientes no se resignan a perder esta
batalla, intermitente pero feroz, que se libra en la sedosa melena de mi hija pequeña.
Este microrrelato ha sido seleccionado para el número 9 de la revista Plesiosaurio, primera revista de ficción breve peruana. Aquí
Este microrrelato ha sido seleccionado para el número 9 de la revista Plesiosaurio, primera revista de ficción breve peruana. Aquí
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