Últimamente me ha dado por mirar la casa. La miro con atención, como si se tratara de una casa ajena que veo por primera vez. Me paseo por las habitaciones husmeando, abriendo armarios, calibrando la disposición de los muebles. Todo me parece espantoso. Áspero, rancio y lleno de óxido. Hasta mi marido, sentado en su sillón, huele como si estuviera caducado, como si las polillas estuvieran haciendo galerías en su interior.
La semana pasada, un buen día me levanté dispuesta a tirar todo lo
que le sobraba a ese horror en el que se había convertido mi hogar. Empecé por los libros del comedor. Los
interrogaba uno por uno: ¿Cuánto tiempo hace que nadie te lee? ¿Cuánto polvo
eres capaz de acumular? ¿Por qué estás tan
amarillo? Si no se sabían defender, directos a la basura. Cinco carros llenos
de literatura universal que se fueron hacia la planta de reciclaje. Luego
seguí, sorteando al del sillón, que levantaba los ojos del periódico y miraba
resignado por encima de las gafas. Una mesita, unas cortinas, los angelitos de
porcelana de mi boda. Cuando acabé me fui a las habitaciones: ropa de mis
hijos, la mitad de la mía, zapatos llenos de moho y todos los souvenirs de las
estanterías.
Tiré y tiré. Con cada bolsa de tamaño industrial que bajaba a los
contenedores me sentía más ligera, más eufórica. Una de las veces que pasé
trajinando por el comedor pensé que mi esposo tenía un aspecto mineral,
apenas humano. Como un gran ídolo de bronce. Más denso que antes pero también
más pequeño, como si hubiera menguado. Me hizo gracia la idea.
Después de vaciar mi hogar de todo lo superfluo, limpié a
fondo armarios y estanterías, y pinté dos habitaciones mientras
tarareaba remotas canciones de juventud. A esas alturas él era
ya un personaje tan insignificante en mi cruzada particular contra el desorden
que me pareció que podría caberme en la palma de la mano. Compré un sillón
cómodo para leer, copas y tazas de café sencillas, agradables; tres pares de
pantalones y un chaquetón. Después paré. Yo, en realidad, no soy
nada consumista.
Todavía hoy tengo la costumbre de observar la casa con atención,
con una mirada diferente. Con mi ojo entrenado ya no se me escapa ni un detalle
que no armonice con mi nuevo hogar funcional y diáfano. Desde que los del
Ayuntamiento me hicieron el favor de llevarse el sillón de skay donde solía
leer mi marido, todo está en orden y una brisa fresca recorre las
estancias. En cuanto salieron por la puerta recogí las gafas del
suelo, barrí la montañita de serrín de debajo del sofá y fregué a fondo
el terrazo, que desde entonces brilla como un espejo.
No hay que tener piedad con los muebles viejos, y menos si están infestados de carcoma.
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