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sábado, 18 de mayo de 2013

De lo vulgar y lo exótico





¿Alguien podría considerar a un funcionario de correos como un especimen exótico? Probablemente la respuesta sería positiva si ese alguien fuera un zíngaro trotamundos o la trapecista de un circo ambulante, aunque no estoy muy segura de que estos personajes existan en la actualidad. 
¿Puede un perro ser en algún caso un animal exótico? A nosotros no nos lo parece,  pero seguramente  para el último Dodo sí lo fue, y quizás la fascinación que le provocó ese exotismo fue su perdición.
Lo único que queda en la actualidad del Dodo es un esqueleto completo y unos pocos huesos repartidos por diferentes museos de Historia Natural del mundo. Estos restos, algunos dibujos que hicieron los navegantes que llegaron a la isla Mauricio antes de 1662, y las descripciones escritas en los diarios de los naturalistas que consiguieron verlo son las fuentes que han servido para hacer unas cuantas reconstrucciones en plastelina de cómo debía ser ese pájaro tan especial. Lewis Carrol lo “resucitó” en un entrañable personaje que le da  consejos a Alicia de cómo secarse, y los hemos podido ver en la delirante Ice Age, depeñándose en masa por un acantilado.
El Dodo era un pájaro  de unos 20 Kg, supuestamente torpe y calmoso, al que la selección natural no creyó oportuno dotarle de una habilidad tan común entre sus congéneres: volar. En la remota isla donde habitaba nadie le perseguía.
El problema surgió a partir de 1638. La isla fue colonizada por  primera vez por europeos. Las colonizaciones rara vez auguran nada bueno para la tranquilidad de los lugareños. Tampoco para los habitantes de esta isla del océano Índico. Los navegantes que iban llegando a la isla encontraron en ese ave, tan extravagante y  que se mostraba tan confiada ante la presencia humana, motivo de diversión y un alimento fácil y abundante. Pero además de su insaciable apetito, los europeos llevaron consigo a sus mascotas y otros acompañantes: gatos, perros y ratas. Estas especies, voraces y con una enorme tasa reproductiva, irrumpieron en el ecosistema en el que había reinado el Dodo anteriormente, para apartarlo a codazos y situarse ellos en la cima de la pirámide trófica.
Atacaron los nidos de estos cándidos pájaros y los exterminaron sin piedad.
En la biografía de la extinción existe un caso aun más espectacular: un paseriforme incapaz de volar, el chochín de la isla de Stephen, en Nueva Zelanda, fue exterminado por Tibbles, el gato del farero que se instaló en la isla en 1895. La nueva especie se describió (a partir de muestras en formol de los pájaros  que el gato le llevaba al farero) y se extinguió al mismo tiempo.
Quizás los perros y los gatos que habitan ahora la Isla Mauricio y la isla de Stephen, unos tristes carroñeros descendientes de aquellos predadores europeos, tengan la pesadilla recurrente de que persiguen  a una paloma gigante y absurda, pero siempre justo en el momento en que están a punto de cazarla se despiertan.
Si a su aspecto de pájaro rarísimo se le añade el plus romántico de su extinción, el Dodo  podría erigirse como el símbolo de lo exótico, por lejano en el espacio y ya inalcanzable en el tiempo. Pero no quiero ni pensar en lo exóticos que le debieron parecer a éste pacífico animal  el desembarco de un desfile de seres sin plumas y armados con colmillos, trabucos, sables, garras y bigotes, que destruyeron su confortable y exótico universo para instaurar otro grotesco, desequilibrado y  vulgar.


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