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sábado, 30 de noviembre de 2013

De otro mundo


                                                                                                         Foto de Elías Ruiz Monserrat
Siempre constituye una sorpresa ver la diversidad de comportamientos de los grupos que nos llegan  a nuestra aula de la naturaleza. Dependiendo de la zona donde esté ubicada la escuela y de los profesores acompañantes, los comportamientos varían. Al final de la estancia ponemos etiquetas, clasificamos a los grupos como pijos, multirraciales, aburridos, insoportables, encantadores… y otras categorías innombrables. Es una forma muy simplificada de verlo, la mayoría de las veces se comportan con una mezcla equilibrada de todos estos adjetivos, pero entre los monitores tenemos la costumbre de catalogar el comportamiento mayoritario del grupo en cuanto se van. También apuntamos las anécdotas que nos hacen más gracia. Tenemos una auténtica antología de los mejores momentos, un catálogo de las ocurrencias más sorprendentes de estos seres tan imprevisibles que son los niños. De vez en cuando las releemos y nos reímos juntos. Una vez una niña urbanita dijo: “Anda, pero si la vaca es más grande que la gallina”. Nunca supimos cual era la referencia, pero nos vino a la cabeza uno de esos pesebres con figuras desproporcionadas que todos hemos visto alguna vez. Otro, al preguntarle cómo se llamaban los habitantes de su ciudad, Granollers , refiriéndonos al gentilicio, nos contestó , con mirada sorprendida:”¿Todos?¿El nombre de todos?”. Siempre recordamos a aquel chaval gordito que levantó la mano después de una explicación detalladísima de mi compañero  sobre la vegetación mediterránea y dijo muy serio: “Y aquí ¿cuándo se merienda?”
Pero para lo que ha pasado hoy va a ser difícil encontrar una etiqueta. El grupo era peculiar. Procedentes de una zona muy desfavorecida, de un barrio donde abundan los asentamientos de etnia gitana, la situación de antemano prometía dificultades. Los maestros nos habían pedido que reforzáramos las habilidades para el trabajo en grupo. La primera actividad de la  mañana ha sido la construcción de una maqueta. Era fundamental que trabajasen de manera cooperativa para que todo encajara y tuviesen la sensación de haber conseguido un logro en equipo.
           Los niños, de tercero de primaria, eran bastante movidos, pero con la ayuda de unos maestros muy concienciados han conseguido terminar la tarea con éxito y en un tiempo record.
           Yo me sentía tan emocionada cuando han acabado que me he puesto a aplaudirles. Ha sido un gesto espontáneo. Unas cuantas palmaditas, que se han prolongado al añadirse mis dos compañeros y los profesores a la felicitación. Sin darnos cuenta hemos sincronizado la cadencia de los aplausos, hasta conseguir una ovación con un ritmo común. En un instante todos los niños estaban dando palmas, y la situación ha derivado en un taca-taca-taca-tá de lo más flamenco. A continuación, unas diez gitanillas se han lanzado al centro de la pista a taconear al son de las palmas que tocaban sus compañeros, y uno de ellos se ha soltado a cantar por bulerías. Los maestros sonreían. Nosotros nos hemos quedado rígidos, sin saber qué hacer con las manos. Por lo que sé, la mayor parte de esas niñas cuando tengan trece o catorce años ya no estarán escolarizadas. El taca-taca-tá se ha prolongado un buen rato, como si el tiempo se hubiese dilatado mientras los niños, concentrados, se entregaban en cuerpo y alma a su misión tan cohesionados como si fueran una sola criatura.
Al fondo, la maqueta terminada parecía proceder de otro mundo.

lunes, 11 de noviembre de 2013

El ratoncito


Todos los profesores que ya habían estado en la Castaña querían repetir con él. Se podría decir que era el paradigma de lo que debe ser un buen educador ambiental. Ricard lo sabía y retroalimentaba sus expectativas en toda ocasión.
Esa tarde tocaba la actividad estrella: colocar trampas para capturar ratones vivos. La edad también era ideal: un grupo de primero. Le conmovía el entusiasmo y el grado de implicación que muestran los niños de entre seis y siete años. Ya nunca más estarán concentrados en la tarea de forma tan intensa y con tanta seriedad. Cuando crecen- alrededor de los nueve años- es como si esa concentración sólida y contundente que tenían a los seis se hubiera ido diluyendo hasta llegar más tarde, en la adolescencia, a desaparecer por completo y dar lugar a un escepticismo desesperante.
Los ratones, les explicaba, tienen hábitos nocturnos y una serie de preferencias para esconderse y moverse de manera que se convierten en “casi invisibles” para los humanos y para sus presas. Así que para poder observarlos de cerca hay que conocer  sus costumbres, su hábitat y el tipo de alimentación. Los niños escuchaban absortos las claves que les llevarían hacia esos animales tan escurridizos. Ya habían observado el entorno, sabían distinguir un pino de una encina, una piña comida por una ardilla de otra roída por un ratón. Incluso algunos sacaban los dientecitos de leche  y arrugaban la nariz como si comieran un fruto seco mientras les explicaban la razón por la cual los incisivos de los ratones no dejaban nunca de crecer.
La actividad consistía en que al atardecer los niños colocaran una serie de trampas con un trocito de queso o simplemente con un mendrugo untado en aceite dentro. Si había suerte y alguno picaba, en cuanto el ratón entraba en la jaula se accionaba un mecanismo que cerraba la puerta y dejaba al animal encerrado pero ileso. Así al día siguiente podrían observarlo en vivo y a continuación soltarlo muy respetuosamente para que volviera a su entorno natural. Por supuesto, lo más interesante era disfrutar del  despliegue de niños decidiendo dónde colocar las trampas, poniéndose en la piel del ratoncito para elegir la mejor orientación, haciendo un caminito de migas de pan en dirección a la entrada o camuflando el  artilugio con hojarasca y piedras.Se iban a dormir deseando que se hiciera de día rápidamente y así poder ver si su estrategia había tenido éxito y por fin veían un ratón de cerca.
Lo que más costaba al principio, era contener el nerviosismo de los niños por la mañana y evitar que algún grupito se abalanzase a buscar las trampas por su cuenta. Yo era una monitora eventual en esa escuela de la naturaleza y a mi no me hacían demasiado caso, pero Ricard había perfeccionado una técnica depurada de mentalización y conseguía que los niños entrasen en una especie de trance de contención y se convirtieran en animales sigilosos y obedientes desde que se levantaban hasta que había terminado la actividad. No se cómo lo hacía pero les convencía de que no podían hacer ningún ruido que estresara a los ratoncitos, no podían gritar ni salir corriendo. Ellos apenas parpadeaban. Su poder de persuasión era tal que una vez, cuando por fin soltamos al ratón en medio del círculo de niños expectantes, el roedor, antes de correr hacia el bosque, tuvo a bien subirse por la pierna de una niña y ésta contuvo la respiración de tal manera que el ratón debió creer que trepaba por una extraña roca blanda, o una estatua de sal, pero jamás sobre otro ser vivo.
Se estaban portando de maravilla. A mi casi se me saltaban las lagrimas de ver tanta emoción en esas caritas que aun conservaban mofletes de lactante.
Se levantaron, desayunaron y esperaron las órdenes del monitor estrella, que les guió en una fila india silenciosa hacia el objetivo. Como los niños que seguían al flautista de Hamelin, se hubieran tirado al río si él se lo hubiera sugerido.
Allí estaba. En una de las jaulas había un ratón. El grupo de niños que lo descubrieron no pudieron evitar gritar de alegría. Todos los demás acudieron a mirar al animal aterrorizado que se acurrucaba contra una de las esquinas, todo bigotes y temblores. La procesión devota volvió hacia la casa encabezada por Ricard, que portaba la jaula como si llevara una pieza de caza mayor.
En el mismo hall sentamos a los niños en un círculo y justo en el medio depositamos al ratoncito metido en su prisión como un tótem. Apenas podían contener su histeria con el fin de no estresar más al objeto de su veneración.
Transcurrió media hora mágica en la que todos dibujaban al ratón, contaban dedos, interpretaban movimientos y observaban bigotes y dientes en medio de un silencio casi sagrado, solo interrumpido por los comentarios en voz baja del monitor.
Lo siguiente era lo más difícil: mantener ese silencio cuando la puerta dejara al roedor en libertad en medio del círculo delimitado por ellos mismos. ¿Se cumplirían sus predicciones sobre cuanto tiempo aguantaría antes de escaparse, sobre cómo se movería?
   Nosotros sabíamos que normalmente aparecían aturdidos caminaban a tientas dando unos cuantos quiebros nerviosos y en cuanto vislumbraban un hueco entre dos cuerpos huían para siempre hacia el bosque. Pero esta vez corrió como una flecha en línea recta hacia la salida y lo único que todos pudieron ver fue cómo se escurría debajo de un pedrusco de unos 40 quilos que había en el patio.
Toda la contención previa derivó en un amasijo de piernas descontroladas que se dirigían hacia la roca y se agachaban para ver por qué recoveco podría haberse colado. Si todos empujaban en una dirección podrían inclinar el bloque lo suficiente para que el ratón saliera y así podrían ver cómo se movía, les sugirió Ricard. Una , dos y tres. Todos los niños tiraron con él esforzadamente desde atrás .Yo me quedé en la parte de delante. Cuando la roca cedió y se levantó unos centímetros por delante, nadie se resignó a que yo les describiera lo que no podían ver: todos soltaron la roca y se vinieron delante a ver cómo salía “su ratoncito”, dejando al pobre Ricard soportando todo el peso él solo. Inexplicablemente el ratón no se movió. Se quedó paralizado exactamente los seis largos segundos que tardo el monitor estrella en quedarse sin fuerzas, antes de que el bloque se desplomara como una bofetada.
Silencio total. Caras desencajadas. Miradas fulminantes. Y después una única voz colectiva gritando ¡¡¡Asesino!!!.
La cara de Ricard era un poema. Toda su reputación perdida en un instante. Para siempre. Yo reaccioné a la desesperada diciendo que tal vez se hubiera quedado encajado en algún hueco de esa roca tan irregular. Expectación máxima antes de volver a levantar el bloque calcáreo. Pero de nada sirvió decirles que no se marcharan ofendidos cuando, al inclinar de nuevo el pedrusco, apareció una diminuta alfombra de ratón con las patitas apuntando a los cuatro puntos cardinales, un bacalao seco con cabeza de roedor, una silueta en dos dimensiones del animal que hacían un momento corría milagrosamente vivo y al que no se debía estresar.

Mientras hablamos de la anécdota, diez años después, Ricard todavía no puede soportar recordar las miradas de decepción de todas esas cabecitas que aun hoy se le aparecen en sueños con la misma ferocidad que cuando ocurrió, y que dando un respingo indignado se  dirigen, en una fila silenciosa , hacia la entrada de la casa haciéndole sentir abandonado y absurdo. El peor educador ambiental del mundo. 


martes, 5 de noviembre de 2013

Amenaza

                                                                                                                    Ilustración: Tyrus 88
                                                                                                             
  
Por fin lo he hecho. Me costó encontrar el producto adecuado, pero ayer, al encontrar el cadáver de la rata descarnada delante de mi puerta, me levanté con la determinación de no dejar pasar ni un día más de este suplicio. Hacía dos noches que soñaba con pequeños colmillos.
Llevaba mucho tiempo quejándome a la comunidad de vecinos del olor a orines que impregnaba el patio comunitario, de los restos de comida en bandejas de forespán, de los recipientes con agua turbia y verdosa abandonados por todas las esquinas, de los rasguños y los pelos en mi silla de mimbre.
Hacía tiempo que tenía la sensación de que la vida carnívora se desbordaba de su molde, que una reproducción cancerígena y sarnosa iba a acabar con la limpieza y el orden que tantos esfuerzos nos cuesta a las amas de casa, que ni las lavadoras  ni el jabón ni la lejía iban a poder con esa epidemia de pulgas, colas y miradas huidizas que se amontonaban en una única masa animal cuando cada tarde Elvira sacaba la comida a los gatos del vecindario.
Era una sensación pringosa y alérgica. Me quejaba y no me respondían. Advertía y amenazaba. Los vecinos le quitaban hierro al asunto diciéndome que era una exagerada. Los de la sociedad protectora de animales se comprometieron a realizar  una esterilización colectiva hace seis meses. No les he visto el pelo hasta hoy.
Les había pedido  soluciones y han tardado medio año en llegar con sus jaulas para llevarse a los gatos y castrarlos,  con sus pastillas antibaby para las gatas. Hubieran tenido que avisarme de que venían hoy. Lo siento, han llegado tarde. La paciencia tiene un límite.
El veneno ha sido un remedio más rápido y eficaz.
Los cuerpos de los gatos  esparcidos por todo el  patio esta mañana  recordaban escenas del telediario, la representación del paisaje después de una guerra con actores pequeños, como de mentira. Parecía que se iba a reanudar la pausa del vídeo,  que se iban a levantar y a estrenar otra de sus siete vidas. Pero no.
Los de la protectora han llegado a las nueve  y al ver la escena han soltado las jaulas atónitos y se han ido en busca de los formularios para denunciarme. Los vecinos han cambiado sus buenos días por entrecejos indignados y Elvira gritaba. Lo siento, alguien tiene que hacer el trabajo sucio.
     Llevaba mucho tiempo avisando, advirtiendo  y  amenazando.                                                                         
  


Este relato está basado en algo que ocurrió realmente. Me resultó muy difícil meterme en la piel de la protagonista.

domingo, 20 de octubre de 2013

Raíces


Fotografía de mi ex alumno David Nuñez Cárdaba

   Todas las noches, miles de insectos son atraídos con la fuerza de un imán hacia la chimenea de la central. Tras varias horas de festín luminoso, agotan su metabolismo y caen al suelo, formando una gruesa costra de cadáveres crujientes que cada mañana ha de ser eliminada por la brigada de limpieza.
   También encuentran pájaros desorientados que se han quedado atrapados en los hierros de las estructuras de la construcción, reptiles verdes y antiguos que respiran desacompasadamente sobre un muro de cemento , y murciélagos que aprovechan las esquinas de las barracas donde duermen los trabajadores para colgarse boca abajo en racimos palpitantes.
   Atraídos por la luz y por el calor, montones de animales acuden alucinados desde la selva que rodea el círculo calvo donde  se está construyendo la central térmica  en turnos que cubren las 24 horas. Una inevitable fuerza centrípeta los atrae sin remedio. La energía telúrica que pretende cicatrizar la herida impulsa a semillas, raíces y animales a recuperar el territorio que les pertenece con la inconsciencia de los mártires.
     Al ingeniero Vila no le molesta levantarse dos horas antes de que comience su turno para barrer caparazones de coleópteros y para registrar cada rincón de los barracones y así asegurarse de que no hay escorpiones ni serpientes. A veces  ayuda a la brigada que limpia periódicamente de nuevos brotes vegetales el contorno interior del área robada a la jungla.
    Soporta, con flema de soltero meticuloso, todas las incomodidades que su trabajo le proporciona: temperaturas extremas,  turnos de doce horas, aislamiento social y cambios constantes de destino. Ha vivido  situaciones límite en lugares peores: recibió dosis extremas de radiación mientras montaba una central nuclear, ha sentido la fuerza del mar como una vibración constante en su cuerpo durante los meses que estuvo destinado en la plataforma petrolífera del mar del Norte, y no hay nada que se pueda comparar a la impronta que deja en el alma la aridez del desierto en Libia. La puesta en funcionamiento de esta central no supone un reto especialmente difícil para él.Pero la dimensión exagerada con la que se maneja la vida en esa tierra  sí que ha supuesto una auténtica lección. Todos los procesos vitales amplificados: los olores en las calles de Bombay, la putrefacción del manto vegetal, la suciedad como condición de lo humano, las piras funerarias  pintando el cielo de gris, la humedad irrespirable, las moscas….La hermandad humilde de la vida con la muerte, la resignación a lo imperfecto y a lo grotesco. La alegría en medio de la descomposición.
     Él mismo, en los dieciséis meses que lleva en la India, ha incorporado a su vida ese entramado entre austeridad y exuberancia, y ya no le preocupa comer solamente una vez al día, ni le duele como al principio ver morir a la gente en la calle.
Contribuye a contrarrestar la fuerza de la naturaleza con la resignación del quien sabe que tiene la guerra perdida  de antemano, pero con la estrategia del que pretende engañar al enemigo durante unas cuantas batallas más. Como los otros trabajadores, barre insectos y corta raíces,  pero además se ha adjudicado una tarea personal: deshacerse de los ratones que pretenden hacer su guarida entre los víveres de la despensa. Uno de los nativos le ha explicado que ese tipo de ratones, llamados de cola de lápiz, construyen sus nidos en el interior de los tallos del bambú. A veces se pregunta por qué se implica tanto en estas labores que no le corresponden.
       Hombre de rutinas, cada día, antes de empezar el turno, se dirige a la cocina y comprueba si su artilugio ha funcionado. La jaula con trampa que él mismo construyó es un ingenio eficiente: los ratones, atraídos por el cebo, entran en ella y ya no pueden salir. Un amasijo de ojos y rabos nerviosos se amontonan cada madrugada tras las rejillas de la jaula. El ritual es sencillo pero debe ser realizado con pericia: después de  comprobar el número de ratones que han caído en la trampa, cuelga la jaula de un garfio y  sin hacer ruido la saca de la despensa. Suele cruzarse con los trabajadores del turno de noche que terminan su jornada.
       Se dirige a la cuba de agua de refrigeración y sumerge la jaula-trampa en ella durante cinco minutos. El tiempo necesario para que los pequeños mamíferos emerjan con los pulmones anegados. Mira a los sorprendidos cadáveres y, contagiado por el animismo hindú, les pide perdón. A continuación inicia, con un tímido sol como testigo, el trayecto hacia la frontera entre el cemento y la jungla, y devuelve lo muerto a lo vivo para que sea regenerado.
       En pocas horas los ratones se convertirán en un montoncito de huesos blancos y descarnados. Siempre que vacía la jaula sobre el suelo virgen se acuerda de una escena que vio una vez: los huesos limpísimos  que dejan los buitres en las plataformas sobre las que los parsis depositan los cadáveres de sus difuntos,  para poder enterrarlos después despojados de todo excepto de su naturaleza mineral.

      Regresa despacio hacia la central, aspirando profundamente el único aire fresco del día. Toma aliento de la naturaleza que recién se despierta, coge sus cosas y empieza  su jornada de trabajo. Así transcurren los días, las semanas, los meses. Trabajando. Tomándole el pulso a la vida. Conviviendo con hombres reconcentrados y huraños. Descansando en el hotel de Bombay durante los días libres. Viviendo despacio pero intensamente, con la cadencia de las lluvias y de las implacables nubes de mosquitos.
      La central está prácticamente terminada. En un mes podrá empezar a producir energía. Su función allí habrá acabado. 
Hoy, el ingeniero Vila se levanta de madrugada y cumple como cada día con su ritual de limpieza en la cocina. Cuando regresa con la jaula vacía lo detiene el capataz nativo que dirige el turno de noche  y le pregunta  tímidamente si puede hablar con él.
    En el despacho del ingeniero, el hindú, olvidándose de su rango inferior y de su defectuoso inglés, le explica que lo que hace no es correcto. Que los seres vivos son sagrados. Que en la India no se puede matar a ningún animal. Que alguno de esos ratones podrían ser la reencarnación de una persona. De algún antepasado. De su propio abuelo. Al terminar,  al hindú le sudan las manos y nota un ligero temblor en su estómago. La tela mosquitera filtra los primeros rayos de luz.
     El brillo negro en los ojos  de ese hombre valiente que lo puede perder todo en un instante, la mención de lo sagrado y el recuerdo de la última visita a su abuelo español cuando era niño se mezclan en su cabeza produciéndole un estado de estupor que no le permite contestarle al hindú lo que piensa. Lo que piensa es que su abuelo, ese  médico propenso a los ataques de ira y a  hacer imposible la vida a toda su familia, merecía haber sido ahogado en una gran cuba de agua en su día, y ese día, al fin había llegado. Era el ratón más oscuro de los que ha recogido esta mañana, está seguro. Sus huesos alimentan ahora la jungla que un día devorará con toda su virulencia los restos de la central. El ya no estará presente, pero la furia de su abuelo habrá servido para algo más que para convertir en una llaga sangrante la vida entera de su abuela, doña Leonor.
    El ingeniero, sintiendo el alivio de la justicia cósmica, le da las gracias al capataz  y le pide que se retire, sin imponerle ninguna sanción por su atrevimiento.
   A la mañana siguiente, recoge la jaula como siempre, camina selva adentro un buen tramo y  cuando llega al pequeño bosque de bambúes abre la puertecita de la jaula con mucho cuidado y suelta a seis ratones aturdidos que corren y desaparecen entre los tallos de bambú.


   Regresa a su trabajo con la ligereza que sienten los que saben que ya han cumplido con su destino.




Este relato es uno de los contenidos en mi libro "Hormonautas".Lo he ligado a las Beta endorfinas: "hormonas que inhiben la percepción del dolor cuando el estrés y el daño alcanzan niveles críticos, restableciendo el bienestar físico". 

jueves, 17 de octubre de 2013

Asistencia médica privada




Lo primero que se preguntó al sentirse golpeada por su halitosis fue cuánto tiempo haría que no era besado por una hembra. Entonces, retirando el torno de su muela, se quitó la bata blanca y besó al fauno, inaugurando así una era.



miércoles, 9 de octubre de 2013

Ciencias naturales



Mi profesora de ciencias está esperando su primer hijo a los cuarenta y cinco, la misma edad que tiene mi abuela.
Hoy nos ha puesto un dubedé sobre la gestación y el parto en el que salía una mujer inglesa mu fea que explicaba toa su experiencia con el embarazo y se acariciaba la barriga flipando. Tenía treinta años, como mi mama.
Mandeber lo que les pasa a estas payas, que cuando tienen los hijos ya están chungas y  revenías. Jamematen si lo entiendo. Se les ha olvidao algo muy importante: que lo natural es parir los hijos cuando se es joven pa poder disfrutarlos.
A mi profesora tol mundo en el instituto la felicita por estar preñá.
En cambio a mí nadie me dijo na cuando, la semana pasada, cumplí quince años y noté las primeras pataditas de mi churumbel. 
El que me dará nietos cuando yo tenga la edad de mi profe.


 Dedicado a Guillermo Mayr, futuro abuelo cuyo reloj biológico lleva la edad exacta.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Domingo en el zoo

                                                                                                              foto:  Ali Jarekji  

La visita anual al Zoo resultó, como siempre, agotadora. Y un poco deprimente, la verdad. Los niños la disfrutaron, claro, corriendo de aquí para allá, riéndose de lo que hacían los macacos, esquivando pavos reales albinos, subiendo al trenecito. Reconozco que con las nuevas instalaciones todo tiene un aire más aséptico, más moderno. Hasta los delfines lucen más lustrosos y disciplinados.

Solo las jaulas situadas al fondo del parque conservan la antigua atmósfera decadente, ese tufo característico de zoológicos y circos. Allí se guardan los animales más antiguos, los olvidados, los que ya no están de moda. Un dientes de sable lleno de sarna se mueve en círculos dentro de su jaula mientras unos dodos medio desplumados deambulan picoteando restos de bolsas de patatas por afuera. Los mamuts resoplan de calor en su charco hediondo y el último tigre de Tasmania observa lo que queda del mundo con sus ojos rubios.

Pero lo más impactante fue volver al recinto de los primates. La visión de esas jaulas me persigue como una culpa. En la última, agarrado a los barrotes, un desdentado Neanderthal me miraba fijamente. Como si me reconociera. Como si quisiera decirme algo vital, o señalarme algún espanto que ya conozco pero que no atino a recordar.

                        

Este texto ha sido incluido en el número 71 de ficción breve de  la revista Axxón.¡Gracias! 
http://axxon.com.ar/rev/2013/09/ficcion-breve-setenta-y-uno-varios-autores/