Fotografía de mi ex alumno David Nuñez Cárdaba |
Todas las noches, miles de insectos son atraídos con la fuerza de un imán hacia la chimenea de la central. Tras varias horas de festín luminoso, agotan su metabolismo y caen al suelo, formando una gruesa costra de cadáveres crujientes que cada mañana ha de ser eliminada por la brigada de limpieza.
También encuentran pájaros
desorientados que se han quedado atrapados en los hierros de las estructuras de
la construcción, reptiles verdes y antiguos que respiran desacompasadamente
sobre un muro de cemento , y murciélagos que aprovechan las esquinas de las
barracas donde duermen los trabajadores para colgarse boca abajo en racimos
palpitantes.
Atraídos por la luz y por el
calor, montones de animales acuden alucinados desde la selva que rodea el
círculo calvo donde se está construyendo
la central térmica en turnos que cubren
las 24 horas. Una inevitable fuerza centrípeta los atrae sin remedio. La
energía telúrica que pretende cicatrizar la herida impulsa a semillas, raíces y
animales a recuperar el territorio que les pertenece con la inconsciencia de
los mártires.
Al ingeniero Vila no le molesta levantarse dos horas antes de que comience su turno para barrer caparazones de coleópteros y para registrar cada rincón de los barracones y así asegurarse de que no hay escorpiones ni serpientes. A veces ayuda a la brigada que limpia periódicamente de nuevos brotes vegetales el contorno interior del área robada a la jungla.
Al ingeniero Vila no le molesta levantarse dos horas antes de que comience su turno para barrer caparazones de coleópteros y para registrar cada rincón de los barracones y así asegurarse de que no hay escorpiones ni serpientes. A veces ayuda a la brigada que limpia periódicamente de nuevos brotes vegetales el contorno interior del área robada a la jungla.
Soporta, con flema de soltero
meticuloso, todas las incomodidades que su trabajo le proporciona: temperaturas
extremas, turnos de doce horas,
aislamiento social y cambios constantes de destino. Ha vivido situaciones límite en lugares peores: recibió
dosis extremas de radiación mientras montaba una central nuclear, ha sentido la
fuerza del mar como una vibración constante en su cuerpo durante los meses que
estuvo destinado en la plataforma petrolífera del mar del Norte, y no hay nada
que se pueda comparar a la impronta que deja en el alma la aridez del desierto
en Libia. La puesta en funcionamiento de esta central no supone un reto
especialmente difícil para él.Pero la dimensión exagerada con la que se maneja
la vida en esa tierra sí que ha supuesto
una auténtica lección. Todos los procesos vitales amplificados: los olores en
las calles de Bombay, la putrefacción del manto vegetal, la suciedad como
condición de lo humano, las piras funerarias
pintando el cielo de gris, la humedad irrespirable, las moscas….La
hermandad humilde de la vida con la muerte, la resignación a lo imperfecto y a
lo grotesco. La alegría en medio de la descomposición.
Él mismo, en los
dieciséis meses que lleva en la India, ha incorporado a su vida ese entramado entre
austeridad y exuberancia, y ya no le preocupa comer solamente una vez al día,
ni le duele como al principio ver morir a la gente en la calle.
Contribuye a
contrarrestar la fuerza de la naturaleza con la resignación del quien sabe que
tiene la guerra perdida de antemano,
pero con la estrategia del que pretende engañar al enemigo durante unas cuantas
batallas más. Como los otros trabajadores, barre insectos y corta raíces, pero además se ha adjudicado una tarea
personal: deshacerse de los ratones que pretenden hacer su guarida entre los
víveres de la despensa. Uno de los nativos le ha explicado que ese tipo de
ratones, llamados de cola de lápiz, construyen sus nidos en el interior de los
tallos del bambú. A veces se pregunta por qué se implica tanto en estas labores
que no le corresponden.
Hombre de rutinas, cada día,
antes de empezar el turno, se dirige a la cocina y comprueba si su artilugio ha
funcionado. La jaula con trampa que él mismo construyó es un ingenio eficiente:
los ratones, atraídos por el cebo, entran en ella y ya no pueden salir. Un
amasijo de ojos y rabos nerviosos se amontonan cada madrugada tras las rejillas
de la jaula. El ritual es sencillo pero debe ser realizado con pericia: después
de comprobar el número de ratones que
han caído en la trampa, cuelga la jaula de un garfio y sin hacer ruido la saca de la despensa. Suele
cruzarse con los trabajadores del turno de noche que terminan su jornada.
Se dirige a la
cuba de agua de refrigeración y sumerge la jaula-trampa en ella durante cinco
minutos. El tiempo necesario para que los pequeños mamíferos emerjan con los
pulmones anegados. Mira a los sorprendidos cadáveres y, contagiado por el
animismo hindú, les pide perdón. A continuación inicia, con un tímido sol como
testigo, el trayecto hacia la frontera entre el cemento y la jungla, y devuelve
lo muerto a lo vivo para que sea regenerado.
En pocas horas
los ratones se convertirán en un montoncito de huesos blancos y descarnados.
Siempre que vacía la jaula sobre el suelo virgen se acuerda de una escena que
vio una vez: los huesos limpísimos que
dejan los buitres en las plataformas sobre las que los parsis depositan los
cadáveres de sus difuntos, para poder
enterrarlos después despojados de todo excepto de su naturaleza mineral.
Regresa despacio hacia la
central, aspirando profundamente el único aire fresco del día. Toma aliento de
la naturaleza que recién se despierta, coge sus cosas y empieza su jornada de trabajo. Así transcurren los
días, las semanas, los meses. Trabajando. Tomándole el pulso a la vida.
Conviviendo con hombres reconcentrados y huraños. Descansando en el hotel de
Bombay durante los días libres. Viviendo despacio pero intensamente, con la
cadencia de las lluvias y de las implacables nubes de mosquitos.
La central está
prácticamente terminada. En un mes podrá empezar a producir energía. Su función
allí habrá acabado.
Hoy, el
ingeniero Vila se levanta de madrugada y cumple como cada día con su ritual de
limpieza en la cocina. Cuando regresa con la jaula vacía lo detiene el capataz
nativo que dirige el turno de noche y le
pregunta tímidamente si puede hablar con
él.
En el despacho
del ingeniero, el hindú, olvidándose de su rango inferior y de su defectuoso
inglés, le explica que lo que hace no es correcto. Que los seres vivos son
sagrados. Que en la India no se puede matar a ningún animal. Que alguno de esos
ratones podrían ser la reencarnación de una persona. De algún antepasado. De su
propio abuelo. Al terminar, al hindú le
sudan las manos y nota un ligero temblor en su estómago. La tela mosquitera
filtra los primeros rayos de luz.
El brillo negro
en los ojos de ese hombre valiente que
lo puede perder todo en un instante, la mención de lo sagrado y el recuerdo de
la última visita a su abuelo español cuando era niño se mezclan en su cabeza
produciéndole un estado de estupor que no le permite contestarle al hindú lo
que piensa. Lo que piensa es que su abuelo, ese
médico propenso a los ataques de ira y a
hacer imposible la vida a toda su familia, merecía haber sido ahogado en
una gran cuba de agua en su día, y ese día, al fin había llegado. Era el ratón
más oscuro de los que ha recogido esta mañana, está seguro. Sus huesos
alimentan ahora la jungla que un día devorará con toda su virulencia los restos
de la central. El ya no estará presente, pero la furia de su abuelo habrá
servido para algo más que para convertir en una llaga sangrante la vida entera
de su abuela, doña Leonor.
El ingeniero,
sintiendo el alivio de la justicia cósmica, le da las gracias al capataz y le pide que se retire, sin imponerle
ninguna sanción por su atrevimiento.
A la mañana siguiente, recoge la jaula como
siempre, camina selva adentro un buen tramo y
cuando llega al pequeño bosque de bambúes abre la puertecita de la jaula
con mucho cuidado y suelta a seis ratones aturdidos que corren y desaparecen
entre los tallos de bambú.
Regresa a su
trabajo con la ligereza que sienten los que saben que ya han cumplido con su
destino.
Este relato es uno de los contenidos en mi libro "Hormonautas".Lo he ligado a las Beta endorfinas: "hormonas que inhiben la percepción del dolor cuando el estrés y el daño alcanzan niveles críticos, restableciendo el bienestar físico".
Este relato es uno de los contenidos en mi libro "Hormonautas".Lo he ligado a las Beta endorfinas: "hormonas que inhiben la percepción del dolor cuando el estrés y el daño alcanzan niveles críticos, restableciendo el bienestar físico".
Me encanta leerte, Paz. Y en relatos "largos" más aún.
ResponderEliminarMe encanta que me leas, Javier.
ResponderEliminarAbrazos
Suscribos las palabras de Ximens, Paz.
ResponderEliminarLlegar aquí y encontrarme un relato algo más largo de lo habitual, más que un desafío, es una invitación a encender un cigarrillo y disponerme a disfrutar por partida doble.
Un abrazo.
Espero que no te hayas puesto a toser con el humo del cigarrillo en alguna de las escenas de la historia jeje.
ResponderEliminarAbrazos de vuelta