Todos los profesores que ya habían estado en la Castaña querían repetir con él. Se podría decir que era el
paradigma de lo que debe ser un buen educador ambiental. Ricard lo sabía y retroalimentaba
sus expectativas en toda ocasión.
Esa tarde tocaba la actividad estrella: colocar trampas para capturar
ratones vivos. La edad también era ideal: un grupo de primero. Le conmovía el
entusiasmo y el grado de implicación que muestran los niños de entre seis y siete
años. Ya nunca más estarán concentrados en la tarea de forma tan intensa y con tanta
seriedad. Cuando crecen- alrededor de los nueve años- es como si esa concentración
sólida y contundente que tenían a los seis se hubiera ido diluyendo hasta llegar
más tarde, en la adolescencia, a desaparecer por completo y dar lugar a un
escepticismo desesperante.
Los ratones, les explicaba, tienen hábitos nocturnos y una serie de
preferencias para esconderse y moverse de manera que se convierten en “casi
invisibles” para los humanos y para sus presas. Así que para poder observarlos
de cerca hay que conocer sus costumbres,
su hábitat y el tipo de alimentación. Los niños escuchaban absortos las claves
que les llevarían hacia esos animales tan escurridizos. Ya habían observado el
entorno, sabían distinguir un pino de una encina, una piña comida por una
ardilla de otra roída por un ratón. Incluso algunos sacaban los dientecitos de
leche y arrugaban la nariz como si
comieran un fruto seco mientras les explicaban la razón por la cual los
incisivos de los ratones no dejaban nunca de crecer.
La actividad consistía en que al atardecer los niños colocaran una serie
de trampas con un trocito de queso o simplemente con un mendrugo untado en
aceite dentro. Si había suerte y alguno picaba, en cuanto el ratón entraba en
la jaula se accionaba un mecanismo que cerraba la puerta y dejaba al animal
encerrado pero ileso. Así al día siguiente podrían observarlo en vivo y a
continuación soltarlo muy respetuosamente para que volviera a su entorno
natural. Por supuesto, lo más interesante era disfrutar del despliegue de niños decidiendo dónde colocar
las trampas, poniéndose en la piel del ratoncito para elegir la mejor
orientación, haciendo un caminito de migas de pan en dirección a la entrada o
camuflando el artilugio con hojarasca y
piedras.Se iban a dormir deseando que se hiciera de día rápidamente y así poder
ver si su estrategia había tenido éxito y por fin veían un ratón de cerca.
Lo que más costaba al principio, era contener el nerviosismo de los niños
por la mañana y evitar que algún grupito se abalanzase a buscar las trampas por
su cuenta. Yo era una monitora eventual en esa escuela de la naturaleza y a mi
no me hacían demasiado caso, pero Ricard había perfeccionado una técnica
depurada de mentalización y conseguía que los niños entrasen en una especie de
trance de contención y se convirtieran en animales sigilosos y obedientes desde
que se levantaban hasta que había terminado la actividad. No se
cómo lo hacía pero les convencía de que no podían hacer ningún ruido que
estresara a los ratoncitos, no podían gritar ni salir corriendo. Ellos apenas
parpadeaban. Su poder de persuasión era tal que una vez, cuando por fin
soltamos al ratón en medio del círculo de niños expectantes, el roedor, antes
de correr hacia el bosque, tuvo a bien subirse por la pierna de una niña y ésta
contuvo la respiración de tal manera que el ratón debió creer que trepaba por
una extraña roca blanda, o una estatua de sal, pero jamás sobre otro ser vivo.
Se estaban
portando de maravilla. A mi casi se me saltaban las lagrimas de ver tanta
emoción en esas caritas que aun conservaban mofletes de lactante.
Se levantaron, desayunaron y esperaron las órdenes del monitor estrella,
que les guió en una fila india silenciosa hacia el objetivo. Como los niños que
seguían al flautista de Hamelin, se hubieran tirado al río si él se lo hubiera
sugerido.
Allí estaba. En una de las jaulas había un ratón. El grupo de niños que
lo descubrieron no pudieron evitar gritar de alegría. Todos los demás acudieron
a mirar al animal aterrorizado que se acurrucaba contra una de las esquinas,
todo bigotes y temblores. La procesión devota volvió hacia la casa encabezada
por Ricard, que portaba la jaula como si llevara una pieza de caza mayor.
En el mismo hall sentamos a los niños en un círculo y justo en el medio
depositamos al ratoncito metido en su prisión como un tótem. Apenas podían
contener su histeria con el fin de no estresar más al objeto de su veneración.
Transcurrió media hora mágica en la que todos dibujaban al ratón, contaban dedos, interpretaban movimientos y observaban bigotes y dientes en medio de un silencio casi sagrado, solo interrumpido por los comentarios en voz baja del monitor.
Transcurrió media hora mágica en la que todos dibujaban al ratón, contaban dedos, interpretaban movimientos y observaban bigotes y dientes en medio de un silencio casi sagrado, solo interrumpido por los comentarios en voz baja del monitor.
Lo siguiente era lo más difícil: mantener ese silencio cuando la puerta
dejara al roedor en libertad en medio del círculo delimitado por ellos mismos.
¿Se cumplirían sus predicciones sobre cuanto tiempo aguantaría antes de
escaparse, sobre cómo se movería?
Nosotros
sabíamos que normalmente aparecían aturdidos caminaban a tientas dando unos
cuantos quiebros nerviosos y en cuanto vislumbraban un hueco entre dos cuerpos huían
para siempre hacia el bosque. Pero esta vez corrió como una flecha en línea
recta hacia la salida y lo único que todos pudieron ver fue cómo se escurría
debajo de un pedrusco de unos 40 quilos q ue había en el patio.
Toda la contención previa derivó en un amasijo de piernas descontroladas
que se dirigían hacia la roca y se agachaban para ver por qué recoveco podría
haberse colado. Si todos empujaban en una dirección podrían inclinar el bloque
lo suficiente para que el ratón saliera y así podrían ver cómo se movía, les
sugirió Ricard. Una , dos y tres.
Todos los niños tiraron con él esforzadamente desde atrás .Yo me quedé en la
parte de delante. Cuando la roca cedió y se levantó unos centímetros por
delante, nadie se resignó a que yo les describiera lo que no podían ver: todos
soltaron la roca y se vinieron delante a ver cómo salía “su ratoncito”, dejando
al pobre Ricard soportando todo el peso él solo. Inexplicablemente el ratón no
se movió. Se quedó paralizado exactamente los seis largos segundos que tardo el
monitor estrella en quedarse sin fuerzas, antes de que el bloque se desplomara
como una bofetada.
Silencio total. Caras desencajadas. Miradas fulminantes. Y después una
única voz colectiva gritando ¡¡¡Asesino!!!.
La cara de Ricard era un poema. Toda su reputación perdida en un
instante. Para siempre. Yo reaccioné
a la desesperada diciendo que tal vez se hubiera quedado encajado en algún
hueco de esa roca tan irregular. Expectación máxima antes de volver a levantar
el bloque calcáreo. Pero de nada sirvió decirles que no se marcharan ofendidos
cuando, al inclinar de nuevo el pedrusco, apareció una diminuta alfombra de
ratón con las patitas apuntando a los cuatro puntos cardinales, un bacalao seco
con cabeza de roedor, una silueta en dos dimensiones del animal que hacían un
momento corría milagrosamente vivo y al que no se debía estresar.
Mientras hablamos de la anécdota, diez años después, Ricard todavía no
puede soportar recordar las miradas de decepción de todas esas cabecitas que
aun hoy se le aparecen en sueños con la misma ferocidad que cuando ocurrió, y
que dando un respingo indignado se
dirigen, en una fila silenciosa , hacia la entrada de la casa haciéndole
sentir abandonado y absurdo. El peor educador ambiental del mundo.
¡Qué bueno, Paz! ¡Cómo me ha gustado! Pobre Ricard.
ResponderEliminarSiento no dejar huella de mi paso al mismo ritmo con que tú publicas, pero que conste que te leo mucho.
Un abrazo,
Noto tu presencia lectora silenciosa.Y te la agradezco. Abrazote
EliminarOh!, pobre monitor. Yo estoy muy mayor para conmoverme por un ratón. Es una pena que lo que era un cuento de niños se convierta en uno real como la vida. En fin, seguro que los niños tampoco pueden olvidar. Moraleja, además de educar y formarte, haz gimnasia.
ResponderEliminar¿Lo ha escrito un alumno tuyo?
EliminarNo Ximens, lo he escrito yo inspirada en una historia que le pasó a una amiga mía y que nos contó en una reunión de amiguetes de la universidad.Es el espíritu del libro que estamos a punto de entregar a la editorial sobre situaciones extraordinarias en las aulas. Hemos usado cosas que nos han pasado a nosotros ( Jordi de Manuel y yo) y sobre todo otras que nos han contado otros profesores, alumnos, padres...de toda edad y pelaje y de todas las etapas: de los pequeñitos hasta la universidad. Ha sido toda una experiencia intentar recrear sus vivencias tratando de darles una vuelca de tuerca literaria.
ResponderEliminarDemasiadas emociones en una tarde. El ratón todavía no les ha perdonado.
ResponderEliminarSaludos Paz.
Si , el pobre Ricard supongo que acabó el día totalmente contracturado. Él,que se creía que era tan bueno , ay.
EliminarSaluditos de vuelta