No sabe por
qué lo hace. Piadosa no es. Tal vez sea un acercamiento desafiante a algo con
lo que no comulga, pero que no quiere evitar. Una forma bizarra de rebeldía que
comparte con sus amigas, sobre todo con Clara. El único vínculo que mantiene
con la ausencia de su padre, que desapareció una Semana Santa muchos años atrás.
No participa en ninguna otra procesión, pero el redoble de los tambores le
atrae como un vórtice que no puede eludir. Durante el desfile, esos golpes tozudos y poderosos
reverberan contra sus vísceras como un tsunami interno. Luego, por unos días,
permanece el eco de un diapasón que le insufla la energía imprescindible para
inaugurar un nuevo ciclo.
Camina, se detiene, vuelve a avanzar. El aire huele a cera quemada
y a naranjos en flor. Le fascinan los pasos de la Pasión, que avanzan con una
cadencia obsesiva sobre espaldas y piernas humanas y exhiben esas figuras
lívidas y terribles. Ella se transforma en un radar móvil que capta, a través
de las dos rendijas que rodean sus ojos, toda la información de los que se han
apostado a ambos lados de las calles creyendo que son ellos los que miran. Una
cámara oscura que concentra y enfoca la realidad. Todo el pueblo se introduce
en su cabeza como una explosión de droga dura.
Disfruta de ese paseo
triunfal por las calles vacías de coches. Mirar a los que la miran, sin ser
vista. Sólo con Clara comparte esta sensación de poder. Al terminar, comentan a
quién han visto, cómo iba vestida Fulanita, qué parejas ya no están juntas o
quién ha faltado esta vez. Siempre se burlan de algún miembro de otra cofradía que,
según ellas, hace bien en darse golpes de pecho ese día para purgar los pecados
del resto del año. Tampoco se libran los del ayuntamiento, que se pavonean como
próceres de la ciudad embutidos en sus chaqués desgastados y rancios. Los costaleros
son los únicos a quienes respetan y no son objeto de sus cotilleos.
Año tras año, la gente envejece. También ellas, aunque por un día
el tiempo se detiene para que las dos amigas puedan dar fe del envejecimiento
ajeno. La ciudad cambia de forma como una ameba lenta y sinuosa, y ellas la
acompañan. Se inauguran comercios en locales que enseguida plantan sus carteles
de Se Alquila. Los edificios rechinan con sus bisagras fatigadas y después
suspiran. Y los tambores vuelven a tronar, acompasados al paso del tiempo como
un latido desbocado.
Este año Clara no acompaña a Cristina. Ha tenido que viajar a otra
ciudad para atender a su madre. Últimamente vivir se parece a intentar avanzar
nadando en una piscina llena de melaza, piensa Cristina. Todo resulta difícil y
desproporcionado. Los hijos son demasiado adolescentes. Los maridos demasiado
inconstantes. Los padres demasiado mayores. Su propia madre también está ya muy
mayor. Y muy frágil. Una fragilidad que inauguró cuando fue abandonada aquel
otro Domingo de Ramos, y que la ha convertido en una muñeca de porcelana llena
de desconchados.
No puede
olvidar la reacción de su madre cuando supo, por una supuesta amiga, que su
marido estaba con otra y que todos conocían la existencia de aquella amante.
Todos menos ella. Se recluyó en su cuarto a oscuras y dejó de ocuparse de las
tareas de la casa. La ropa del tendedero permaneció reseca al sol, esperando a
que se reanudara la vida doméstica. Se acuerda de aquellos días largos y mudos.
Únicamente el último día, con el sonido de los tambores de fondo, se rompió el
silencio. Cuando él regresó de la procesión dejó el capirote en el recibidor y
entró a la habitación en penumbra para cambiarse. Ella se sintió con fuerzas
para insinuar que se le debía una explicación. Entonces él se marchó, dejándola
con la palabra en la boca y la túnica derramada sobre el suelo de damero. Después
de aquello, su mundo se astilló como madera antigua, y no ha habido manera de
restaurarlo.
Pero ahora no es el momento de enredarse en esa maraña de recuerdos,
se dice a sí misma. Cristina trata de ahuyentar estos pensamientos para centrarse
en lo que ve. Se propone hacer un barrido mejor enfocado, sin fugas ni puntos muertos.
Tiene que captar la realidad por las dos, para así poder contarle todo a Clara
cuando regrese. Quién estaba, cómo vestía la tonta de Marian, si los chicos la
han reconocido o si el viejo Fermín iba borracho otra vez.
En algunos lugares del recorrido se superpone brevemente la
memoria de otras procesiones, presencias de quienes ya nunca volverán a ocupar
esas calles. Los ausentes. Su padre, sus
abuelos y la amiga del instituto que murió de un aneurisma. Si estuvieran allí,
piensa, ellos sí la reconocerían. Se estremece con estos fogonazos de su imaginación,
y se fuerza para volver a enfocar su mirada en lo real.
Y así, mientras que vivos y muertos se disputan el derecho a
entrar a través de los orificios en la tela, Cristina continúa avanzando sumida
en la cadencia obsesiva de la percusión. Al girar hacia la Calle Mayor ve al
marido de Clara. Hace el amago de acercarse para mostrarle un gesto de
reconocimiento, pero antes de dar un paso descubre que lleva de la mano a una
chica joven y forastera. Parece que los tambores retumban más fuerte, pero es
su corazón. Achina los ojos para cerciorarse. En ese momento él arrastra a su acompañante
fuera de la aglomeración, y se esfuman por un callejón envueltos en un remolino
de confidencias y risas. Una tela de niebla empaña sus ojos, pero juraría que
sí. Aunque
ella sabe que los callejones pueden ser espejismos tan traicioneros como los
recuerdos.
De repente no atina qué hacer con ese cucurucho obsceno que por
momentos se desequilibra sobre su cabeza, con el peligroso deseo de mirar sin
ser vista, con su silueta siniestra y absurda que ahora ve reflejada en un
escaparate, con el cristal quebradizo de la amistad.
No sabe qué le tiene que
contar a Clara cuando regrese rebosante de inocencia y expectación.
Lo que sí sabe con seguridad es que jamás volverá a acompañar a
los tambores del Domingo de Ramos, porque intuye que de ahora en adelante serán
ellos los que siempre la acompañen.
Enhorabuena, es un relato muy bueno.
ResponderEliminarLas máscaras nos ayudan a ser otras personas, a enfrentar o decir lo que no seríamos capaces de decir o enfrentar en otras situaciones, también ayudan a pensar de otra forma. Pero el mundo real siempre aparece ahí fuera para recordarnos que seguimos siendo lo que somos.
ResponderEliminarUn buen relato, enhorabuena, siempre se agradecen los reconocimientos, ¿verdad?.