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domingo, 20 de octubre de 2024

Doble o nada

 


Llego media hora antes de la cita, con la intención de hablar con la enfermera.

Espero parapetada tras un libro muy grueso, haciendo como si leyera, bajo una luz fluorescente que parpadea. En las paredes verdosas hay varios carteles mal pegados que sirven como recordatorio —a quien los quiera leer— de que hay que estar siempre alerta, ser precavido, avisar al primer síntoma, no tomar antibióticos en un resfriado y dar de mamar a los bebés. En definitiva, que nadie es especial, que todos somos iguales e igual de frágiles.

Finalmente aparece la enfermera y la abordo con la sumisión con la que nos dirigimos a los que tienen en sus manos nuestra salud y nuestra paciencia. Como si le contara un secreto, le susurro:

—Mire, perdone, soy Paz Monserrat—me inclino, como si la quisiera proteger— tengo cita con el endocrino a las 9.30, pero resulta que tengo que ir al entierro de mi tío, a las 10, y si espero a mi hora no llegaría. En realidad, el doctor solo tiene que darme el alta de mi tiroiditis ¿le parece que sería posible hacerme pasar antes de mi turno?

—Espere un momento, voy a pasar lista a ver si están los primeros—me dice, y después lee el primer nombre de listado que lleva sobre un soporte rígido—: ¿Montserrat Paz?

Cuando estoy a punto de decirle que se ha equivocado, que es al revés, que Monserrat es el apellido y que ésa soy yo, una mujer de mediana edad con obesidad mórbida levanta la mano y dice «servidora».

   La miro, asombrada, y le explico que yo me llamo Paz Monserrat. Intercambiamos unas cuantas frases, algo manido sobre las coincidencias y los apellidos que también son nombres y viceversa.

—¿Le importaría dejarla pasar? —le pregunta la enfermera, señalándome— Es que tiene que ir a un entierro.

   La mujer observa en silencio a la enfermera, luego me mira fijamente a mí, y a continuación dice que ella también tiene sus obligaciones, que siempre pagan los mismos.

 Nombra a los justos y también a los pecadores, y suelta algún otro lugar común adaptado a la ocasión. Se levanta con los brazos en jarras y continúa quejándose mientras por su boca sale un alegato digno de un mitin. Suena parecido a un trueno, o a un rugido. Sus carnes vibran como si estuviera subida a un simulador de potro salvaje. Y entre los espacios que separan las letras de ese aluvión de palabras con el que me está sepultando, asoma su único pensamiento: que me estoy inventando lo del entierro y simplemente me quiero colar.

Una vez más me admiro del poderío que exhiben algunas personas, especialmente las robustas. Yo jamás hubiera reaccionado de esa manera. Me pregunto cómo debe ser ver el mundo desde ese nivel de energía. Cómo será tener esa potencia, ese desparpajo. Por un momento me veo a través de sus ojos: una gatita escuálida, miedosa y tímida.

Sigo sorprendida por la casualidad de nuestros nombres capicúas. Siempre he fantaseado con encontrarme con mi doble, o con algún fantasma, pero jamás me imaginé topándome con una persona complementaria a mí en todos los sentidos, nombre incluido.

La sigo oyendo de fondo y siento mi vulnerabilidad de flacucha convaleciente. Me rindo sin luchar. Me resigno a esperar mi turno, aunque llegue tarde al entierro.

Pero como colofón a su discurso, suelta: “¡Venga, va, que pase!”

Entro. Me dan los resultados. Como ya me había adelantado por teléfono, la analítica está bien. Me va a dar el alta. Podría haberse complicado. He tenido mucha suerte de que no me haya quedado una tiroiditis crónica. Muchas gracias. Que alivio. Que no me olvide de dárselo al médico de cabecera. Gracias otra vez.

—Y gracias por dejarme pasar—le digo a la enfermera, mirando el reloj—. Me voy, que ya ando justa de tiempo.

Y con una inclinación de cabeza cómplice añado:

— Espero que no siga enfadada mi «complementaria».

—Sí. ¡Menuda mala leche tiene la tía! —me contesta la enfermera mientras me acompaña.

Al salir me topo de bruces con Montserrat Paz, que está esperando tras la puerta y seguramente ha oído todo lo que decíamos.

 Me observa con la autoridad que da perdonar la vida a un mosquito cuando alguien tiene diez veces más envergadura y fuerza vital. Perdonar la vida a una piltrafilla de mujer que ahora, con el alta recién estrenada, sufre una taquicardia digna del peor brote de su tiroiditis, y se precipita hacia las escaleras como si hubiera visto un fantasma.



                                                          


1 comentario:

  1. Me hacen gracia esas personas que antes de hacerte un favor te tienen que hacer sufrir un poco .. yo soy de hacerlos o no hacerlos, pero no de dar muchos discursos :)
    Quizás sea tu complementaria en todo, ¿lo has pensado? Como tu yo al otro lado del espejo.

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