En el
interior de la casita que hemos alquilado en la Laguna todo es pequeño pero
suficiente. Los armarios tienen la capacidad exacta para todos los bártulos que
trajimos apretujados en nuestra Berlingo (en mi caso más ropa de la necesaria, por
supuesto, por más que me propuse ser minimalista), la cocina solo tiene dos fogones,
pero nos sirve, y la mesa grande está en la terraza. Por otro lado, el suelo es de madera noble, existe
la posibilidad de acoger a un invitado gracias a una cama en forma de sofá, y
las paredes están adornadas con tapices y cuadros hechos por la propietaria,
que es una artista plástica con una obra muy interesante.
Pero al salir
al exterior los espacios se multiplican.
En un segundo
compartimento, que incluye al primero, tenemos nuestra parcela. La exuberante
parra virgen que se desmaya en una melena de colores otoñales sobre la terraza,
el vallado rodeado de bambús, la leñera, el espacio para tender ropa y al fondo
la mesa de ping pong bajo un techado que sirve de base a una colonia de plantas
rarísimas (tengo que preguntar qué son estas plantas crasas que forman un curioso
bosque estratificado en miniatura).
El tercer
compartimento es la finca con la casa principal, que se divide en dos
viviendas: la parte alta la ocupa Cristina, la casera, y en la planta baja
viven Alessia, Luca y su hija Zoe. En cada vivienda un perro: Pepe y Luca (el
segundo Luca), que han acogido a Gala en su manada con toda naturalidad, y con
los que salimos a pasear por las tardes. Hay una sala común con trastos varios
y lavandería. El jardín está a medio camino entre lo asilvestrado y lo doméstico,
como una pequeña selva vigilada pero libertina y sensual. Hay una palmera
altísima que arroja dátiles a traición a intervalos aleatorios, un drago de
casi cien años que parece un anciano con la tensión alta de lo hinchado que
tiene el tronco, un árbol rebosante de aguacates, otro de caquis y varios
naranjos y mandarinos. Además, hay un parterre con hierbas aromáticas
(cilandro, apio, lavanda, menta, tomillo y romero). Un vergel, un pequeño
jardín del edén con frutos al alcance de la mano. Pero quería hablar del sauce
que hay en el patio del fondo, que ha causado problemas en el sistema de
desagüe. Los operarios han estado realizando una cirugía radical en esa zona
durante estos días. Radical por lo definitivo, pero sobre todo porque son las
raíces del sauce las que han obturado el tubo. La enfermedad: una obstrucción
intestinal en este organismo en el que nosotros somos unos vulgares parásitos. Cada
mañana los perros saludan a los operarios y ellos trabajan, comen y vuelven a
trabajar. Habrá que talar el sauce en algún momento. Ha crecido a expensas de
un aporte extra de materia orgánica, y por mucho que ahora encofren bien las
nuevas tuberías, él sabe lo que tiene que hacer, me dice Cristina cuando le
propongo que amnistíe al llorón porque me da pena. Por ahora Naturaleza 1,
Humanidad 0, pero lo piensa revertir. Lo curioso de todo esto, desde un punto
de vista mágico y egocéntrico, es que yo llegué con un ligero problema
intestinal y ahora mismo estoy como nueva, como si me hubieran cambiado las
cañerías a mí también. Humanidad y naturaleza a veces se hacen colegas gracias
a la imaginación. En este tercer compartimento los perros, los habitantes, las
visitas y los operarios conviven sin problemas. Entran y salen, y con
frecuencia la zona común se convierte en un ágora que acoge comentarios, cotilleos,
reflexiones o emotivas canciones que se cantan mientras se cargan sacos de
cemento.
Unas cuantas veces por semana traspasamos los límites de este recinto, vamos al gimnasio, a pasear perros, a comprar o a imaginar cómo sería vivir en las diferentes propiedades que vemos en las cercanías de la casa en la que realmente vivimos. Salimos entonces al cuarto compartimento concéntrico: una urbanización digna de Suburbia, la exposición que vi hace poco en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Una cuadrícula de calles paralelas y perpendiculares con sus parcelas, sus chalets, sus coches y sus perros, como cualquier urbanización. Algunas casas son antiguas y dignas, otras tienen esas columnitas blancas coloniales tan horteras, y también están las casas-cubo minimalistas. Pero no nos dejemos engañar por una primera impresión, en realidad esto no se parece en nada a lo que habíamos visto hasta ahora. En esta urbanización los árboles son marcianos para una bióloga que solo estudió la botánica del ecosistema mediterráneo, reptilianos y desmesuradamente frondosos. Las flores tienen colores que siempre desconciertan y algunos frutos parecen mutantes. Lo que llamamos “mango” en la península aquí es una “manga”. El mango es otra cosa, todavía más dulce. La atmósfera tiene una textura distinta y el sol se muestra más contundente cuando esquiva las nubes. Algunas tardes un edredón de niebla lo cubre todo y te transporta a un tiempo arcaico, donde esta vegetación fósil que vemos aquí seguramente ocupaba todo el planeta.
Para
armonizar con esta sensación de viajar a aquel tiempo donde los únicos animales
eran pequeños insectos coriáceos, en nuestra habitación hay una obra de
Cristina titulada “Apuntes para la creación de un exoesqueleto”. Una obra
contemporánea que trata un asunto muy antiguo y muy serio: cómo protegerse y
separarse del entorno a la vez que te relacionas con él.
Si seguimos
con nuestro movimiento centrífugo y salimos de este compartimento llegamos a la
Laguna, con sus casas blancas y sus coquetos comercios locales, o podemos ir
más lejos, hasta el océano Atlántico, pletórico de furia y de espuma azul
turquesa. Por ejemplo, podemos acercarnos a Garachico, o a Punta del Hidalgo.
También podemos ir a pasear por la laurisilva del macizo de Anaga, por citar
algunos de los sitios que hemos visitado.
Pero en esta
crónica solamente hablaremos de los compartimentos más cercanos a la casita. De
cómo habitar un nuevo caparazón por una temporada. De cómo inventarnos, por un
rato, una nueva vida en un lugar lejano. De cómo esta tarea se nos está
haciendo sorprendentemente fácil y emocionante sin necesidad de hacer nada
especial. De cómo entender estas vacaciones no como descanso del trabajo sino
de nuestras identidades previas. Unas deliciosas vacaciones de nosotros mismos,
aunque sepamos que es un espejismo. Acercándonos al centro de donde surge esta
crónica me vuelvo a preguntar cómo es que cada vez que he vivido “fuera” algo en
mi interior se ha abierto para dejar paso a una visión más nítida de lo que me
rodea y a una imposible sensación de pertenencia que nunca he tenido en mi lugar
propio, si es que tal cosa existe.
Se os va a hacer corta esta estancia y desearíais estar un año entero, por lo menos. Me encantan las crónicas isleñas, es como si estuviera allí.
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