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martes, 8 de octubre de 2024

La nazarena

 


Cada año, desde que cumplió dieciséis, Cristina participa en la procesión del Domingo de Ramos de su ciudad. El primer domingo de Semana Santa —poco más o menos a la misma hora—, se viste con la túnica blanca, se ajusta a la cabeza el capirote de color morado que dejó atrás su padre cuando se fue, y sale a la calle a reunirse con el resto de miembros de la Hermandad de las Cinco Llagas.

No sabe por qué lo hace. Piadosa no es. Tal vez sea un acercamiento desafiante a algo con lo que no comulga, pero que no quiere evitar. Una forma bizarra de rebeldía que comparte con sus amigas, sobre todo con Clara. El único vínculo que mantiene con la ausencia de su padre, que desapareció una Semana Santa muchos años atrás. No participa en ninguna otra procesión, pero el redoble de los tambores le atrae como un vórtice que no puede eludir. Durante el desfile, esos golpes tozudos y poderosos reverberan contra sus vísceras como un tsunami interno. Luego, por unos días, permanece el eco de un diapasón que le insufla la energía imprescindible para inaugurar un nuevo ciclo.

Camina, se detiene, vuelve a avanzar. El aire huele a cera quemada y a naranjos en flor. Le fascinan los pasos de la Pasión, que avanzan con una cadencia obsesiva sobre espaldas y piernas humanas y exhiben esas figuras lívidas y terribles. Ella se transforma en un radar móvil que capta, a través de las dos rendijas que rodean sus ojos, toda la información de los que se han apostado a ambos lados de las calles creyendo que son ellos los que miran. Una cámara oscura que concentra y enfoca la realidad. Todo el pueblo se introduce en su cabeza como una explosión de droga dura.

 Disfruta de ese paseo triunfal por las calles vacías de coches. Mirar a los que la miran, sin ser vista. Sólo con Clara comparte esta sensación de poder. Al terminar, comentan a quién han visto, cómo iba vestida Fulanita, qué parejas ya no están juntas o quién ha faltado esta vez. Siempre se burlan de algún miembro de otra cofradía que, según ellas, hace bien en darse golpes de pecho ese día para purgar los pecados del resto del año. Tampoco se libran los del ayuntamiento, que se pavonean como próceres de la ciudad embutidos en sus chaqués desgastados y rancios. Los costaleros son los únicos a quienes respetan y no son objeto de sus cotilleos.  

Año tras año, la gente envejece. También ellas, aunque por un día el tiempo se detiene para que las dos amigas puedan dar fe del envejecimiento ajeno. La ciudad cambia de forma como una ameba lenta y sinuosa, y ellas la acompañan. Se inauguran comercios en locales que enseguida plantan sus carteles de Se Alquila. Los edificios rechinan con sus bisagras fatigadas y después suspiran. Y los tambores vuelven a tronar, acompasados al paso del tiempo como un latido desbocado. 

Este año Clara no acompaña a Cristina. Ha tenido que viajar a otra ciudad para atender a su madre. Últimamente vivir se parece a intentar avanzar nadando en una piscina llena de melaza, piensa Cristina. Todo resulta difícil y desproporcionado. Los hijos son demasiado adolescentes. Los maridos demasiado inconstantes. Los padres demasiado mayores. Su propia madre también está ya muy mayor. Y muy frágil. Una fragilidad que inauguró cuando fue abandonada aquel otro Domingo de Ramos, y que la ha convertido en una muñeca de porcelana llena de desconchados.

 No puede olvidar la reacción de su madre cuando supo, por una supuesta amiga, que su marido estaba con otra y que todos conocían la existencia de aquella amante. Todos menos ella. Se recluyó en su cuarto a oscuras y dejó de ocuparse de las tareas de la casa. La ropa del tendedero permaneció reseca al sol, esperando a que se reanudara la vida doméstica. Se acuerda de aquellos días largos y mudos. Únicamente el último día, con el sonido de los tambores de fondo, se rompió el silencio. Cuando él regresó de la procesión dejó el capirote en el recibidor y entró a la habitación en penumbra para cambiarse. Ella se sintió con fuerzas para insinuar que se le debía una explicación. Entonces él se marchó, dejándola con la palabra en la boca y la túnica derramada sobre el suelo de damero. Después de aquello, su mundo se astilló como madera antigua, y no ha habido manera de restaurarlo.

Pero ahora no es el momento de enredarse en esa maraña de recuerdos, se dice a sí misma. Cristina trata de ahuyentar estos pensamientos para centrarse en lo que ve. Se propone hacer un barrido mejor enfocado, sin fugas ni puntos muertos. Tiene que captar la realidad por las dos, para así poder contarle todo a Clara cuando regrese. Quién estaba, cómo vestía la tonta de Marian, si los chicos la han reconocido o si el viejo Fermín iba borracho otra vez.

En algunos lugares del recorrido se superpone brevemente la memoria de otras procesiones, presencias de quienes ya nunca volverán a ocupar esas calles. Los ausentes.  Su padre, sus abuelos y la amiga del instituto que murió de un aneurisma. Si estuvieran allí, piensa, ellos sí la reconocerían. Se estremece con estos fogonazos de su imaginación, y se fuerza para volver a enfocar su mirada en lo real.

Y así, mientras que vivos y muertos se disputan el derecho a entrar a través de los orificios en la tela, Cristina continúa avanzando sumida en la cadencia obsesiva de la percusión. Al girar hacia la Calle Mayor ve al marido de Clara. Hace el amago de acercarse para mostrarle un gesto de reconocimiento, pero antes de dar un paso descubre que lleva de la mano a una chica joven y forastera. Parece que los tambores retumban más fuerte, pero es su corazón. Achina los ojos para cerciorarse. En ese momento él arrastra a su acompañante fuera de la aglomeración, y se esfuman por un callejón envueltos en un remolino de confidencias y risas. Una tela de niebla empaña sus ojos, pero juraría que sí.    Aunque ella sabe que los callejones pueden ser espejismos tan traicioneros como los recuerdos.

De repente no atina qué hacer con ese cucurucho obsceno que por momentos se desequilibra sobre su cabeza, con el peligroso deseo de mirar sin ser vista, con su silueta siniestra y absurda que ahora ve reflejada en un escaparate, con el cristal quebradizo de la amistad.

 No sabe qué le tiene que contar a Clara cuando regrese rebosante de inocencia y expectación.

Lo que sí sabe con seguridad es que jamás volverá a acompañar a los tambores del Domingo de Ramos, porque intuye que de ahora en adelante serán ellos los que siempre la acompañen.

 


Con este relato he ganado el primer premio en el concurso El coloquio de los perros, con el tema Typical spanish. Muy agradecida al jurado y también a Margarita Borrero y a los compañeros del curso Las formas de la historia, donde hice la primera versión de este cuento. Y también a Maricín, que me contó lo que se siente observando la cuidad mientras se procesiona.