Abrieron
la caja. Algo parecido a una pequeña descarga explosiva- producida por los
gases de la fermentación- desordenó todas las piezas de su interior. Me asomé. Una
vértebra había quedado al alcance de mi mano. Tentada estuve de cogerla, pero no
atiné o no me atreví por miedo a ser descubierta.
Me
fascinó el hecho de que las medias, del mismo color que la tibia y el peroné
que cubrían, estuvieran intactas.
No
fue la tristeza el primer sentimiento que me asaltó durante la exhumación. Ni el
impacto por la saña con la que el tiempo había devastado a alguien que en vida
desprendía tanta luz. Lo primero que pensé fue que parecía imposible (o al
menos sorprendente) que dentro de aquella pelvis hubiera estado yo junto con mi
hermano mellizo. Mi cuerpo se encogió levemente, como haciendo un amago de
postura fetal para comprobarlo.
Nadie
se dio cuenta de mi gesto.
Ni
del frío helador que de repente hacía en ese lugar.
Dedicado a mi madre.Y a la montaña azul que se veía a través de la ventana del hospital, que parecía, como ella, una mujer durmiendo plácidamente.
¡Tremendo, Paz!
ResponderEliminarImagino tu sentir y prefiero opinar con mi silencio.
Un abrazo,
El silencio y la lentitud son dos de las cosas que más necesito en estos días, así que gracias, Pedro.
EliminarMe gustó el último gesto del protagonista. Es muy interesante como eso vuelve a humanizar a la fallecida.
ResponderEliminarSaludos
pdt: muy emotiva dedicatoria
ResponderEliminarMuchas gracias por tus comentarios, Lucas.Y bienvenido a mi blog.
EliminarBello homenaje.
ResponderEliminarGracias, Araceli. Tú sabes de qué hablo.Y lo que siento.Gracias.
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