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viernes, 14 de noviembre de 2014

Las misteriosas escaleras de clausura



Todas nos preguntábamos qué habría exactamente al final de aquellas escaleras.
En el colegio de las teresianas de Tortosa los pasillos eran amplios y luminosos. Las aulas-situadas simétricamente a ambos lados del pasillo- eran diáfanas, sin columnas ni rincones. Un aroma a lejía y a orden impregnaba la atmósfera del edificio y nos transmitía la confortable sensación de que todo estaba bien en el orden del Universo. Incluso las estatuas de santos y vírgenes, estilizadas tallas de madera clara sin apenas detalles, reforzaban esa idea de sencillez y transparencia.
Pero había una parte del edificio que despertaba nuestra sed de misterio y oscuridad. Eran las escaleras que llevaban a las habitaciones de las monjas. Por supuesto, teníamos totalmente prohibido subir por esas escaleras, aunque el acceso a la clausura se ubicaba en una zona por la que teníamos que pasar constantemente si el aula estaba en el segundo piso.
Cada vez que pasaba por allí me imaginaba cómo debían ser esas habitaciones: austeras celdas con una tinaja y una estantería, una cruz en el cabezal de la cama de hierro y una biblia en la mesilla de noche. Predominaría el color blanco con algunos toques de marrón. También habría una percha con el hábito de recambio y una rasposa manta de lana a los pies del somier. Sin espejos donde mirarse, no tendrían que preocuparse de comprobar si se habían colocado bien la cofia cada mañana, tan habilidosas eran que acertaban a la primera el complicado mecanismo de esconder en ella todo el pelo.
Elucubrar sobre los rituales de aseo de las monjas era algo que me fascinaba, pues estaba convencida de que para ellas regían otro tipo de leyes naturales que para el común de los mortales. Solían mostrar una palidez especial en la piel. No era que les faltara pigmento, como nos ocurre a las personas de piel muy blanca. Era otra cosa, una calidad distinta, una leve transparencia que dejaba adivinar fluidos internos y que no permitía la formación de arrugas ni de marcas de expresión, al contrario de los que les ocurría a otras mujeres de su edad, como a nuestras propias madres.
Ese era otro misterio: saber cuántos años tenían.
Probablemente era la textura de su piel lo que les confería una edad indefinida, casi eterna. Digamos que se plantaban en la edad de Cristo y mantenían el mismo aspecto hasta la vejez. Lo mismo ocurría con su pelo, que permanecía -lo poco que asomaba bajo su cofia- sin canas durante décadas.
Así, mientras nuestras habitaciones estaban repletas de posters, camisetas sucias, libros y discos, esas celdas impolutas y algo húmedas eran el símbolo del vacío, de la soledad, de la nada.
A veces fantaseaba sobre qué debían de hacer en sus celdas después de los rezos vespertinos ¿Se reunían unas en las habitaciones de las otras para charlar como hacían las internas del colegio? O quizás se recogían en la inmovilidad y el silencio de su habitación para mantener la tersura de su cutis intacta. Nuestras madres no tenían la libertad que proporciona una habitación propia. ¿Añoraban a la familia que no se habían permitido tener para ser la “madres” de todas nosotras? ¿Soñaban alguna vez con que alguien las acariciara?

Las escaleras de clausura ascendían y ascendían por encima de nuestra vista, llegando mucho más allá que la estricta prohibición de no subirlas.


                 Dedico esta entrada a mis antiguas compañeras del colegio.Tras muchos años de subir diferentes escaleras nos hemos reencontrado y hemos podido recuperar así toda nuestra infancia colectiva.

2 comentarios:

  1. Hay que ver lo intrigante que puede resultar una escalera. Cada escalón, cada paso alzado te acerca más a su final y al lugar donde esta lleva. Su sola presencia ya delata una mano humana que la construyó, precisamente ahí, para alcanzar otro nivel, otra estancia repleta de secretos por desvelar. Y si encima es escrutada por ojos infantiles, más enigmática parece. Son incontables la de argumentos que se han imaginado girando alrededor de una sucesión de peldaños.

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  2. Qué interesante lo que dices, Mazcota: las escaleras como acicate para el misterio,los peldaños como medida del tiempo, del conocimiento. Las escaleras de caracol serían las más parecidas a los ciclos y ritmos naturales porque cada escalón tiene otro paralelo en el nivel inferior y otro en el de más arriba, y cada vez se está más cerca de esa revelación que no acaba de desvelarse.Gracias por aportar estas pinceladas tan estimulantes.

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