Al principio Mónica no puede entender
qué les pasa. A qué obedece semejante comportamiento. Al primer repiqueteo
contra la uralita del parking los quince se levantan como si hubieran recibido
una descarga eléctrica o una señal interna para unirse a un grupo de animales
que inician una migración. Se dirigen a la ventana, desde donde observan en
estado de trance eso tan raro que cae desde el cielo. Solo está lloviendo, el
típico aguacero primaveral. Pero los niños lo observan con la misma ansiedad
con la que ella reaccionaba las pocas veces que nevó estando en el colegio y todos se asomaban a las ventanas haciendo
caso omiso de las órdenes de los profesores.
Algunos
tocan los cristales, como si quisieran acudir a una llamada inaudible para su
profesora y se extrañaran de encontrarse con esa superficie transparente, fría,
que se empaña de vaho y que les impide salir. Las bocas abiertas y los hombros
adelantados, no dicen nada, solo miran sin entender. No entienden ese brillo de suelo recién fregado que de repente
tiene todo el patio, que los charcos sean espejos en donde se refleja todo el edificio, ni el
movimiento de las hojas verdes que ceden al peso del agua como si les
estuvieran peinando. Es inútil decirles que se vuelvan a sus mesas y continúen
con las actividades. Los rompecabezas, el lego
y los dibujos se han quedado a medio hacer, en un
desorden que sugiere una belleza indolente, los restos de la vida meticulosa que construyen estos niños de tres años cada día entre esas
cuatro paredes. Un paisaje digno de una fotografía, si no fuera porque lo que
ahora tiene que retener en su retina a toda costa son las caras de sus alumnos:
los ojos enormes llenos de pestañas aleteando como mariposas, los labios
entreabiertos, las orejas coloradas y los
pelos revueltos de esos niños que tantos desvelos le proporcionan, pero
que ahora están iluminados y congelados en una imagen que pretende atesorar
para siempre.
Mónica
desiste de intentar controlar la
situación y empieza a disfrutar de ese derroche
de agua que disuelve todas sus costras y cristales interiores, que
crujen al principio y después fluyen con el
líquido como si se hubiera roto alguna compuerta. Y en un instante cae
en la cuenta de que la aridez que se había instaurado en el paisaje acaba de
ser derrotada por las primeras lluvias contundentes tras un año y medio de sequía. La mitad de la vida de sus alumnos. Probablemente nunca habían visto
llover.
La semana que viene aprovechará para explicarles más cosas sobre la lluvia, y también sobre el granizo y la nieve. De momento, en un arrebato inconsciente y eufórico, les abre la puerta para que salgan al patio.
La semana que viene aprovechará para explicarles más cosas sobre la lluvia, y también sobre el granizo y la nieve. De momento, en un arrebato inconsciente y eufórico, les abre la puerta para que salgan al patio.
Este relato , traducido al catalán, forma parte del libro "100 situacions extraordinàries a l'aula" que escribí a cuatro manos con Jordi de Manuel
Guillermo Mayr ha tenido la generosidad de publicar este texto en sus "Entremeses literarios" de este mes en su interesantísmo blog "El jinete insomne".¡Gracias ! .http://eljineteinsomne2.blogspot.com.es/2013/07/entremeses-literarios-clxviii.html
Es especialmente hermoso el último párrafo, cuando la dimensión del fenómeno se apoya en el tiempo: más de la mitad de su vida sin haber visto llover... Consigues que el lector abra también esa puerta final llena de gratitud.
ResponderEliminarAbrazos
Gracias Susana, salgamos y chapoteemos en el patio siempre que podamos, Un abrazo
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