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jueves, 4 de julio de 2013

¡Llueve!


Al principio Mónica no puede entender qué les pasa. A qué obedece semejante comportamiento. Al primer repiqueteo contra la uralita del parking los quince se levantan como si hubieran recibido una descarga eléctrica o una señal interna para unirse a un grupo de animales que inician una migración. Se dirigen a la ventana, desde donde observan en estado de trance eso tan raro que cae desde el cielo. Solo está lloviendo, el típico aguacero primaveral. Pero los niños lo observan con la misma ansiedad con la que ella reaccionaba las pocas veces que nevó estando en el colegio  y todos se asomaban a las ventanas haciendo caso omiso de las órdenes de los profesores.
            Algunos tocan los cristales, como si quisieran acudir a una llamada inaudible para su profesora y se extrañaran de encontrarse con esa superficie transparente, fría, que se empaña de vaho y que les impide salir. Las bocas abiertas y los hombros adelantados, no dicen nada, solo miran sin entender. No entienden  ese brillo de suelo recién fregado que de repente tiene todo el patio, que los charcos sean espejos  en donde se refleja todo el edificio, ni el movimiento de las hojas verdes que ceden al peso del agua como si les estuvieran peinando. Es inútil decirles que se vuelvan a sus mesas y continúen con las actividades. Los rompecabezas, el lego  y los dibujos se han quedado a medio hacer, en un desorden que sugiere una belleza indolente, los restos de  la vida meticulosa que construyen  estos niños de tres años cada día entre esas cuatro paredes. Un paisaje digno de una fotografía, si no fuera porque lo que ahora tiene que retener en su retina a toda costa son las caras de sus alumnos: los ojos enormes llenos de pestañas aleteando como mariposas, los labios entreabiertos, las orejas coloradas y los  pelos revueltos de esos niños que tantos desvelos le proporcionan, pero que ahora están iluminados y congelados en una imagen que pretende atesorar para siempre.
            Mónica desiste de intentar  controlar la situación y empieza a disfrutar de ese derroche  de agua que disuelve todas sus costras y cristales interiores, que crujen al principio y después fluyen con el  líquido como si se hubiera roto alguna compuerta. Y en un instante cae en la cuenta de que la aridez que se había instaurado en el paisaje acaba de ser derrotada por las primeras lluvias contundentes tras  un año y medio de sequía. La mitad de la vida de sus alumnos.  Probablemente nunca habían visto llover. 
La semana que viene aprovechará para explicarles más cosas sobre la lluvia, y también sobre el granizo y la nieve. De momento, en un arrebato inconsciente y eufórico,  les abre la puerta para que salgan al patio.



 Este relato , traducido al catalán, forma parte del libro "100 situacions extraordinàries a l'aula" que escribí a cuatro manos con Jordi de Manuel
Guillermo Mayr  ha tenido la generosidad de publicar este texto en sus "Entremeses literarios" de este mes en su interesantísmo blog "El jinete insomne".¡Gracias ! .http://eljineteinsomne2.blogspot.com.es/2013/07/entremeses-literarios-clxviii.html

2 comentarios:

  1. Es especialmente hermoso el último párrafo, cuando la dimensión del fenómeno se apoya en el tiempo: más de la mitad de su vida sin haber visto llover... Consigues que el lector abra también esa puerta final llena de gratitud.
    Abrazos

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  2. Gracias Susana, salgamos y chapoteemos en el patio siempre que podamos, Un abrazo

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