Leo el
listado y firmo el formulario. Mientras espero a que me traigan los objetos,
vuelvo a repasarlo con la apremiante sensación de que falta algo y no puedo
recordar qué es.
Los pendientes de perlas que guardaba para las ocasiones.
Quiso que se los llevara, junto con el reloj. La última vez que se los puso —cuando
vinieron a verla sus amigas— vi el nácar amarillento y pensé en llevarlos a la
joyería para que los limpiaran. No me ha dado tiempo.
El reloj de oro. De pequeña me chiflaba mirar las
circonitas de la esfera, convencida de que eran diamantes. Los días de
mercadillo, al volver del colegio, me la encontraba trabajando en la Singer con
sus nuevos retales. Se la veía concentrada y contenta. Se levantaba para
ofrecerme un beso y un trozo de pan con chocolate, y regresaba a la máquina de
coser. Movía los dos pies adelante y atrás en el pedal y estiraba la tela para
que la aguja dibujase caminos tersos sobre fundas, vestidos o cortinas.
Entonces yo me escurría hacia la habitación de matrimonio, abría el segundo
cajón de la cómoda caoba, sacaba el joyero de cuero y desplegaba las dos
bandejas escalonadas. Allí estaba todo. El broche Art Nouveau de la abuela,
camafeos de parientes lejanas que me daban miedo, la pulsera de jade, el reloj
con cadena del abuelo y los aritos de los bautizos. Dejaba para el final el reloj
pequeño, preciso y coqueto que medía el tiempo de mi madre en los días de
fiesta. Lo movía ante la lamparita para contemplar los destellos de los «diamantes»
mientras sonaba aquella música que al principio hacía cosquillas y luego
desaparecía como un hechizo al cerrar el joyero.
Las zapatillas de rizo.
La bata de boatiné con ribetes color perla que se había
confeccionado ella misma. Cuando la recogí en su casa tenía dos lamparones con
el color y la textura de la yema de huevo. Solo me dio tiempo a frotarlos
superficialmente con el mismo trapo de cocina con el que después me sequé unas
lágrimas inesperadas.
Las gafas bifocales que ya no iba a necesitar cuando la
operasen de cataratas.
El teléfono móvil con números grandes que usaba para llamar
a sus hijas en días alternos y preguntarnos cuando la iríamos a ver. La última
vez nos habló de un dolor muy raro en el brazo izquierdo y corrimos a verla
tras avisar a la ambulancia.
Las dos alianzas, con idénticas iniciales y fecha, que le
quitaron —para hacerle una prueba— justo antes de que comenzara a hincharse.
Un paquete de kleenex y las llaves de la casa.
El bolso vacío como un gran útero y la cartera preñada
de tarjetas, recibos y monedas.
Al fondo de la bolsa que me entrega la enfermera con todos estos
objetos hay —junto al certificado médico de fallecimiento— una revista del
corazón. La que le compré ayer, cuando insistió en me fuera a dormir a casa tranquila
porque se encontraba mejor. La visión de esas mujeres horriblemente guapas y
sonrientes me produce una tremenda arcada. En este momento soy un animal marino
que regurgita los intestinos ante el ataque de un depredador.
Miro fijamente la bolsa. Todavía no sé nombrarlo, pero siento que
falta algo muy importante.