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martes, 24 de septiembre de 2024

Efectos personales



 

                                                               fotografía propia

Leo el listado y firmo el formulario. Mientras espero a que me traigan los objetos, vuelvo a repasarlo con la apremiante sensación de que falta algo y no puedo recordar qué es. 

Los pendientes de perlas que guardaba para las ocasiones. Quiso que se los llevara, junto con el reloj. La última vez que se los puso —cuando vinieron a verla sus amigas— vi el nácar amarillento y pensé en llevarlos a la joyería para que los limpiaran. No me ha dado tiempo.

El reloj de oro. De pequeña me chiflaba mirar las circonitas de la esfera, convencida de que eran diamantes. Los días de mercadillo, al volver del colegio, me la encontraba trabajando en la Singer con sus nuevos retales. Se la veía concentrada y contenta. Se levantaba para ofrecerme un beso y un trozo de pan con chocolate, y regresaba a la máquina de coser. Movía los dos pies adelante y atrás en el pedal y estiraba la tela para que la aguja dibujase caminos tersos sobre fundas, vestidos o cortinas. Entonces yo me escurría hacia la habitación de matrimonio, abría el segundo cajón de la cómoda caoba, sacaba el joyero de cuero y desplegaba las dos bandejas escalonadas. Allí estaba todo. El broche Art Nouveau de la abuela, camafeos de parientes lejanas que me daban miedo, la pulsera de jade, el reloj con cadena del abuelo y los aritos de los bautizos. Dejaba para el final el reloj pequeño, preciso y coqueto que medía el tiempo de mi madre en los días de fiesta. Lo movía ante la lamparita para contemplar los destellos de los «diamantes» mientras sonaba aquella música que al principio hacía cosquillas y luego desaparecía como un hechizo al cerrar el joyero.

Las zapatillas de rizo.  

La bata de boatiné con ribetes color perla que se había confeccionado ella misma. Cuando la recogí en su casa tenía dos lamparones con el color y la textura de la yema de huevo. Solo me dio tiempo a frotarlos superficialmente con el mismo trapo de cocina con el que después me sequé unas lágrimas inesperadas.  

Las gafas bifocales que ya no iba a necesitar cuando la operasen de cataratas.

El teléfono móvil con números grandes que usaba para llamar a sus hijas en días alternos y preguntarnos cuando la iríamos a ver. La última vez nos habló de un dolor muy raro en el brazo izquierdo y corrimos a verla tras avisar a la ambulancia.

Las dos alianzas, con idénticas iniciales y fecha, que le quitaron —para hacerle una prueba— justo antes de que comenzara a hincharse.

Un paquete de kleenex y las llaves de la casa.

El bolso vacío como un gran útero y la cartera preñada de tarjetas, recibos y monedas.

Al fondo de la bolsa que me entrega la enfermera con todos estos objetos hay —junto al certificado médico de fallecimiento— una revista del corazón. La que le compré ayer, cuando insistió en me fuera a dormir a casa tranquila porque se encontraba mejor. La visión de esas mujeres horriblemente guapas y sonrientes me produce una tremenda arcada. En este momento soy un animal marino que regurgita los intestinos ante el ataque de un depredador. 


Miro fijamente la bolsa. Todavía no sé nombrarlo, pero siento que falta algo muy importante.

 


martes, 17 de septiembre de 2024

Una familia normal

 

                                                          Fotografía propia 

En nuestra familia ha habido de todo. Suicidas, pederastas, psicópatas, cazadores, falangistas, ludópatas y adoradores del líder. Matrimonios concertados, herencias envenenadas, rebeldías con causa y algunas malas elecciones legendarias. Gente de fiar y arteros embaucadores. Sentimiento de pertenencia y profundo extrañamiento. Vehemencia y abulia. Astucia y bondad. Grandes sacrificios, desarraigos de novela y otra vez la misma piedra. Los muertos prematuros—uno de ellos contagiado de SIDA— asoman desdibujados como ramas livianas y desconocidas del árbol genealógico, junto a otros personajes muy longevos calificados como decentes o como inaguantables. O como ambas cosas a la vez. 

No consigo entender por qué siempre se nos ha inculcado que somos una familia especial, impoluta y ejemplar, cuando simplemente somos una familia corriente, normal, incluso vulgar.


jueves, 12 de septiembre de 2024

A veinte mil leguas de mi casa

Es verdad que últimamente resultaba cada vez más complicado encontrar las llaves. Siempre enredadas en una maraña de monedas, bolígrafos, protectores labiales o envoltorios de caramelos… por pequeño que fuera el bolso. Pero hasta hoy nunca pensé que el gesto previo a abrir una puerta pudiera convertirse en un acto temerario.

Ha ocurrido hace una hora, al regresar del trabajo. Mi mano se ha sumergido, impaciente, en el bolso grande. En su descenso ha atravesado la zona superficial de las libretas y la cartera hinchada de resguardos, ha rozado con el dorso la espiral de la agenda y la caja de tiritas, y al llegar al fondo ha palpado unas cuantas monedas sueltas. Ha continuado indagando, las llaves no podían estar muy lejos. En las inmediaciones, un ánfora tapizada de poliquetos y un cofre oxidado que servía de refugio a un pulpo. Unos cuantos pececillos se han sorprendido al unísono al escarbar en la cueva del rincón, donde los rugosos corales le han propinado un arañazo en el pulgar.

Tan ensimismada estaba la mano en sus hallazgos abisales, que la tremenda descarga eléctrica le ha pillado desprevenida. Ha emergido disparada hacia la superficie, enredándose por un momento en unas extrañas cintas pardas.

Y aquí estoy yo. Sin aliento. Sentada en el rellano de la escalera. Mirando a mi bolso de reojo, y esperando que algún otro miembro de la familia se digne a volver a casa de una vez.




 
He hecho algunas fotografías para ilustrar este microrrelato al que tengo tanto cariño. Gracias a la vecina, (que no conocía previamente) por dejarme el peluche de pulpo de su niño que vi a través de mi ventana.