Lo
primero que se preguntó al sentirse golpeada por su halitosis fue cuánto tiempo
haría que no era besado por una hembra. Entonces, retirando el torno de su
muela, se quitó la bata blanca y besó al fauno inaugurando así una Era.
lunes, 31 de diciembre de 2018
domingo, 2 de diciembre de 2018
Zoom
![]() |
Vanessa Bell Interior with a table (1921) |
Tras el cristal esmerilado,
una figura borrosa. Como en los páramos de las hermanas Brontë o en la sauna de
una cabaña finlandesa, una atmósfera coagulada lo cubre todo. Por un momento
esa colección de píxeles podría ser cualquier cosa: un asesino, una tormenta en
la distancia, mi bisabuela en el día de su boda, los veranos de la infancia, un
viajero victoriano, o el mismísimo Gregorio Samsa mendigando un poco de
atención. Cierro el grifo y enseguida las posibilidades se reducen: tal vez un
periodista interesado en mi biografía, la vecina necesitada de conversación o
mi jefe regodeándose en algún logro.
Cuando deslizo la mampara y me
asomo, el mundo se reconfigura para adoptar una forma más doméstica y
contemporánea. Todos los visitantes se desvanecen con sigilo en la bruma
dejando espacio para que mi hija abra el armarito de Ikea, balbucee una
disculpa, coja el secador de pelo y salga del baño. El sonoro portazo me
confirma que ya todo ocupa su lugar y el día se despliega, terso y contundente,
ante mí. Me zambullo en el frío que se ha colado por la puerta y para cuando me
cubro con la toalla ya me sé enfocada, posible, real. Me dispongo a transitar
la jornada, a dejarme sorprender.
viernes, 9 de noviembre de 2018
Niñas ricas en su día de cumpleaños
![]() |
"El lloc i la data" ( El lugar y la fecha ), obra de Perejaume |
Octubre de 1973
En
la fotografía de grupo Anabel está sentada en el suelo, la segunda por la
derecha. Treinta colegialas. Y una monja en el centro: la madre Encarnación.
Pantalones de pana, cuadros escoceses, jerséis de cuello alto, chalecos y
trencas. Unas sentadas, otras agachadas y otras de pie formando tres horizontes
en ese ramillete de niñas a punto de florecer. Aquel día no llevábamos el uniforme
porque íbamos de excursión. Tonos rojizos, verdes y azules en la ropa, pero en
conjunto se trata de una fotografía en la que predomina el color ocre. Como si
alguien hubiera interpuesto un filtro de ese color, como si el paso del tiempo
hubiera difuminado la escena depositando una aridez y una rugosidad propias de
la arena.
El
aspecto de unas niñas de once años puede ser de lo más heterogéneo: conviven
los rostros infantiles de unas con la sensualidad de nínfulas de otras. Anabel está situada entre Raquel G. (robusta,
cuello de toro y actitud de comerse el mundo), y Soledad C. (flaquita y con el
mismo aire anodino que la protagonista de esta historia). De entre todas las
del grupo solamente a ella y a mí se nos ve ensimismadas, sin mirar a la
cámara, serias y sin ningún atisbo de pose.
Cuatro décadas después de esa excursión, deslizo la mirada por la fotografía intentando reconocer a mis compañeras del colegio. Me vuelvo a topar con su carita reconcentrada e inmediatamente me asalta el recuerdo de los payasos. Payasos de verdad. Contratados especialmente para la fiesta que cada año le organizaba su abuela en una finca a las afueras. Procedentes de otra ciudad. Vestidos de color púrpura o con azules y verdes estridentes. Con aquellas caras maquilladas en blanco y rojo desteñido. Gesticulando, sobreactuando para llevarnos de la mano a través de unas emociones vistosas y falsas. Tan patéticos y tan alegres al mismo tiempo. Todas envidiábamos aquellos cumpleaños. Con clowns, música, globos y muchos pasteles. Es casi lo único que guardo en la memoria de aquella niña morena y pequeñita. Eso y la perfumería de la calle principal que regentaba aquella abuela suya tan distinta a las nuestras. No recuerdo en absoluto a sus padres. Solo a su abuela. Una señora con un cardado rubio y los labios pintados, que tenía mucho dinero y olía a una mezcla irritante de varios perfumes a la vez.
Noviembre de 1988
Se
despierta temprano. Se viste y se
arregla con esmero. Con la suficiente clase como para resultar convincente sin
sugerir urgencia. Antes no era demasiado capaz de tomar la iniciativa, su
marido no le dejaba, pero desde que está sola maneja con soltura y
determinación los negocios familiares. Aunque vive con bastante desahogo, hace
ya demasiados meses que le duelen los balances mensuales por culpa de ese
dichoso piso que no se alquila. Con lo bien que le iba ese dinero extra hasta
que se marchó el último inquilino. Baja al rellano de la entrada para buscar al
cliente con el que ha concertado la cita por teléfono. Vuelve a subir las escaleras
con él, pero ahora solamente hasta el Principal.
No
lo conoce, es un forastero. No tiene ninguna referencia, pero a veces es mejor
tratar con desconocidos para no tener miramientos si la cosa funciona mal. No
esperaba que fuera tan joven. El chico no sabe que le está enseñando el piso en
el día de su cumpleaños. No puede saberlo. O no debería. Pensó en posponer la
visita pero al final se lo tomó como una señal. Se ha vestido para hacerse un
regalo a sí misma, un regalito que disfrutará prolongándolo el máximo tiempo
posible. El dinero siempre fue un consuelo para ella, y una fuente de
seguridad. A pesar de que con los años se ha vuelto más ávida y algo más
insegura, sigue siendo muy lista. Y le gustan los retos. Lo va a conseguir.
Hará como que le rebaja mucho el precio en el último momento. Y luego lo
celebrará con champagne. Ella sola, porque nadie más en la familia le ha
ayudado a mantener todo lo que le dejó su marido. Ni sus hijos ni sus
nietos. Y cada vez necesita más dinero para los líos de la nena.
Mientras
sube las escaleras y abre la puerta del piso es capaz de ocultar todos estos
pensamientos tras unos gestos comedidos, educados, distantes. El joven se presenta
como Alberto. Al cabo de seis meses estará en la cárcel acusado del asesinato
de una mujer de setenta años. Estrangulamiento. Con una cuerda delgada, según
la nota del periódico, que sin embargo
no encuentran en el lugar del crimen. Pero en ese momento, cuando enciende la
luz del recibidor, ella no sabe nada de cuerdas. Sólo cree saber de retos, de
cumpleaños y de copas de champagne. Por fortuna el estallido de la membrana que
limita la vida con la muerte le impide conocer lo que ocurre después. La cuerda
actúa como una frontera irreversible, la entrada a un espacio sin fondo. La
línea recta del tiempo es un fastidio incomprensible para el que ha caído en un
agujero repleto de hilos entrecruzados. Algo que queda atrás, demasiado simple,
algo ante lo que ya no se vuelve la mirada.
Ella nunca lo sabrá. Muchos, en cambio, lo podrán saber sin demasiado esfuerzo. Incluso alguien tan improbable como yo. Sin buscarlo, muchos años después. Sólamente con observar una foto de cuando el paisaje era del color de la arena y todos los caminos parecían accesibles. Solo por tener un poco de curiosidad, por preguntar a una amiga, por tirar del hilo una tarde de ocio delante de un ordenador. Accedo a un conocimiento que no creo merecer. Sin ningún derecho -siento que me apropio de algo que no me pertenece- pero sin ningún pudor.
Nunca
sabrá, digo, que a continuación el tal Alberto le coge las llaves que lleva en
el bolsillo del vestido que cubre su cuerpo desmadejado. Que Anabel le espera
tras la puerta. Que cuando se encuentran en la escalera, ella guarda la cuerda
y le pide la llave del piso de su abuela. Que a los forenses les parece que el
domicilio no está lo suficientemente desordenado. Que la caja fuerte quedará
abierta como el ojo de un cíclope durante tres días. No sabrá que no había
bastado con los payasos, con los regalos ni con todo lo que le había dado desde
entonces para sus caprichos y su adicción. Que su nieta es la novia de Alberto.
Que en la perfumería se marchitarán todos los perfumes lentamente, pues ya
nunca más abrirá al público.
No
lo sabrá porque aunque parece estar allí, con esos ojos desorbitados e
incrédulos, ya no lo está.
Vuelvo
a observar la fotografía combada que sujeto entre mis manos. Anabel continúa
ensimismada, con gesto ausente. Le
pregunto -me pregunto- algo que todavía no tiene forma definida, el esbozo de
un interrogante que ya se traslada a trompicones desde mi presente hacia su
futuro. La respuesta se queda varada -tensa y esquiva- en la imagen algo
desenfocada de esa niña que no sabe que se convertirá en una asesina. De la
colegiala que en un tiempo compartió aula y excursión conmigo y que sigue guardando silencio con la indolencia de las niñas mimadas, de las fotografías de un pasado
que no desea ser reformulado.
Este relato ha recibido un accésit en el XIII concurso literario El Laurel, y ha sido incluido en la antología de la actual edición. Para mí tiene un significado muy entrañable volver a estar en el libro de este concurso. Ayer fui a la cena de entrega de premios y la disfruté muchísimo. ¡Gracias a los miembros del jurado más auténtico y simpático que he conocido!
domingo, 23 de septiembre de 2018
Escritoras de compañía
“El
típico personaje de las Brontë es una especie de monstruo, en el que todo menos
lo esencial está deformado: tienen las manos en las piernas, los pies en los
brazos y la nariz en la frente, pero el corazón está en su sitio” G.K.
Chesterson

Una
tormenta de nieve desciende lentamente -como si alguien le hubiera dado la
vuelta a una de esas bolas de cristal con paisaje suizo en su interior- sobre
la crónica que Virginia Woolf escribió en noviembre de 1904 tras su visita a
esta localidad situada en los remotos páramos ingleses. El gélido paisaje que
dibuja el texto se derrite y se convierte en magma literario en el momento en
el que la escritora se introduce en la vieja rectoría donde vivió la familia
Brontë.
La mañana de abril en la que llego a Haworth,
111 años después, no nieva. Ni siquiera llueve. Pero al atravesar el umbral de
la puerta de ese edificio noto como si la membrana del tiempo se combara y por
un momento confluyera con la escritora para hacer juntas la visita. Entre otras
cosas ella afirma en su ensayo que, al visitar la casa de un gran escritor, la
curiosidad está solo legitimada cuando la visita añade algo a nuestro
conocimiento de sus libros. Con
semejante expectativa entro al Brontë
Parsonaje Museum, un caserón feo y respetable desde cuyas ventanas los
niños del reverendo Patrick Brontë podían contemplar las lápidas del cementerio
que les servía de jardín.
En
ese momento me queda por acabar de leer un veinte por ciento de mi ejemplar
electrónico de Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë. Tiempo atrás leí
Cumbres Borrascosas, de su hermana Emily. Ya he viajado, en mis lecturas, a los
páramos que acabo de atravesar en la
última etapa del viaje que empezó a las nueve de la mañana en la estación de
Liverpool. Ya conocía la empinada calle principal de este pueblo dedicado a que
los turistas conozcan a esta peculiar familia, la había visto en los reportajes
de otros viajeros. Al acceder a la casa-museo nos da la bienvenida -a mi amiga
Beatriz y a mí- una voluntaria con acento claramente español.
Y entonces, sólo entonces, me deslizo hacia una dimensión en la que inmediatamente se entremezclan el tiempo y la realidad con la historia y la ficción. Así, en las paredes conviven cuadros y grabados que representan a los héroes de la época con oleos pintados por Brandwell (el talentoso pero incomprendido hermano) y copias de retratos de las escritoras. Algunos de los muebles son los originales, mientras que otros son reproducciones que imitan las estancias de la casa basándose en los dibujos que hizo Brandwell. El reloj de pared al que el reverendo Brontë daba cuerda en un ritual que señalaba el final de cada día, contempla, indolente, como los turistas subimos las escaleras. A mi cerebro le gusta gastar bromas, y cuando veo el sencillo vestido de lana junto con los diminutos zapatos que se muestran en la vitrina de la habitación de Charlotte los atribuyo a la indomable institutriz protagonista de la novela que estoy leyendo en lugar de a su autora. También he pensado en Jane Eyre al pasar por la escuela en la que trabajó Charlotte, y tengo muy presente a Rochester cuando me entero de que la escritora se casó con un profesor mayor que ella.
Y entonces, sólo entonces, me deslizo hacia una dimensión en la que inmediatamente se entremezclan el tiempo y la realidad con la historia y la ficción. Así, en las paredes conviven cuadros y grabados que representan a los héroes de la época con oleos pintados por Brandwell (el talentoso pero incomprendido hermano) y copias de retratos de las escritoras. Algunos de los muebles son los originales, mientras que otros son reproducciones que imitan las estancias de la casa basándose en los dibujos que hizo Brandwell. El reloj de pared al que el reverendo Brontë daba cuerda en un ritual que señalaba el final de cada día, contempla, indolente, como los turistas subimos las escaleras. A mi cerebro le gusta gastar bromas, y cuando veo el sencillo vestido de lana junto con los diminutos zapatos que se muestran en la vitrina de la habitación de Charlotte los atribuyo a la indomable institutriz protagonista de la novela que estoy leyendo en lugar de a su autora. También he pensado en Jane Eyre al pasar por la escuela en la que trabajó Charlotte, y tengo muy presente a Rochester cuando me entero de que la escritora se casó con un profesor mayor que ella.
Me
suele invadir este tipo de vértigo en los lugares históricos, claramente una
patología de mi imaginación. No consigo añadir conocimiento, solo desbaratar el
poco que tenía. Me temo que Virginia debe de estar algo sorprendida con el
funcionamiento caótico y poco riguroso de mi cabeza, y me mira decepcionada por
no saber separar el grano de la paja. Menos mal que Beatriz se fija en los
datos y absorbe la información con la avidez de un detective: datos sobre la
insalubridad de la zona, sobre la elevada mortalidad infantil -las
inscripciones en las tumbas del cementerio dan fe de ello-, sobre las
ocupaciones diarias de estas seis criaturas extrañas y enfermizas, a quienes
una imagina jugando con soldaditos, cosiendo, escribiendo poemas épicos con
letra impecable o estudiando alemán mientras la criada amasa el pan en la
cocina, todo bajo la mirada atenta y melancólica del párroco viudo que vio cómo
morían uno tras otro sus descendientes en esa tierra remota y olvidada por Dios.
Antes
de salir de la habitación de Charlotte levanto con disimulo el visillo que
cubre una de las ventanas, y contemplo las vistas: unas sombras oblicuas y
verdosas tamizan el paisaje de lápidas que ocupa el terreno situado tras la
iglesia. El vigilante me llama la atención, no se debe tocar nada. Pido
disculpas y regreso a esa habitación que parece un mausoleo. Consigo sentir
aquella mezcla de miedo y alegría que desprende la obra de la autora. Y decido
que, a partir de ese momento, seguiré el proceder de Jane Eyre cuando dice:
“Luego reduje la marcha y empecé a disfrutar y analizar la índole de placer que
la hora y el entorno hacían germinar dentro de mí”.
domingo, 29 de julio de 2018
Otra oportunidad
![]() |
Ron Gonsalves |
Ayer, en la sobremesa de la cena familiar, fantaseamos con la idea de elegir a un
personaje histórico al que pudiéramos resucitar por un pequeño lapso de tiempo (unas
horas, un día) con el fin de mostrarle algo y a continuación enviarlo de vuelta a la
tediosa eternidad.
Mi hermana dijo que se
llevaría a Van Gogh a dar una vuelta por el magnífico museo dedicado a su
pintura en Ámsterdam. Una vez recuperado de esta última alucinación podría
visitar a los clásicos en el vecino Rijksmuseum y regresar al otro lado con una
sola oreja pero con la autoestima completa.
Mis padres discutieron la
propuesta de hacerle experimentar a Hitler una muerte más lenta que la que
eligió. A Tesla habría que volverle a la vida y rendirle un homenaje rebosante
de luces y efectos especiales, dijo mi padre. En cuanto a la posibilidad de
revelarle a Martin Luther King que su país ha tenido un presidente negro nos
pareció muy buena idea, pero tuvimos dudas sobre la oportunidad de la coyuntura política del momento.
Yo, animado por el postre y el
café, me atribuí la potestad de resucitar a dos personajes de forma simultánea.
En mi descargo argumenté que fueron coetáneos y que ambos tuvieron intereses y estudios similares. Señalé
que era importante propiciar un encuentro crucial que el destino evitó en
su momento de forma imperdonable. Les
puse en antecedentes: Darwin por fin leería esa referencia a un oscuro artículo de un monje aficionado a
la botánica que hablaba de guisantes verdes y amarillos. Su aguda inteligencia
no tardaría en captar que los estudios del tal Mendel eran exactamente la gran
laguna que le faltaba a su teoría para ser completa. La fusión entre su
prodigiosa capacidad de síntesis con la habilidad analítica del concienzudo experimentador
haría compatible lo fijo con lo voluble, la herencia con la evolución. El ying
y el yang. Entre los dos harían uno, el más grande.
Se podrían encontrar en un
punto intermedio entre Inglaterra y la
República Checa, pongamos un vanguardista instituto de Biotecnología de una ciudad alemana. Propuse darles el doble de tiempo que a los
demás: el primer día para intercambiar ideas entre ellos (el privilegio de
presenciar semejante espectáculo estaría reservado a unos pocos), y el segundo
para que el investigador más eminente del Centro les enseñara las instalaciones
y les hablase de cromosomas, mutaciones, células madre y diagnosis de
enfermedades genéticas. Al terminar se les ofrecería una taza de té. Tras la
deflagración que los devolviera respectivamente a la Abadía de Westminster y al
cementerio central de Brno, se procedería al tratamiento del ADN obtenido de
sendas cucharillas. De esta forma los futuros clones tendrían una prolongada y
merecida oportunidad de charlar sobre la vida, un asunto cada vez más enrevesadamente
apasionante.
![]() |
Franz Ackermann |
sábado, 14 de julio de 2018
Umbilical, ganador anual en La Microbiblioteca
![]() |
Ilustración de Ina Hristova |
Umbilical
Llegó sofocada. Pálida pero
radiante. Me dijo que venía de casa de Laura. Que habían visto una peli
comiendo palomitas hechas en el microondas. Que tendríamos que comprar maíz
porque es muy guay ver las pelis como en el cine.
Bajé las gafas de leer por el
tobogán de mi nariz y arqueé la ceja izquierda sobre la montura de pasta. Que
qué tal me había ido el día, me soltó el perfil de su silueta mientras se
esfumaba hacia su habitación.
Cerré el libro dejando mi mano
atrapada por el cepo de papel. La boca acompañó a la ceja en su movimiento
ascendente. Bien. Luego se derrumbó
todo el conjunto. No pregunté nada. Desde la primera explicación no pedida,
supe que ese día había sido la protagonista de alguna escena crucial en su
propia película, romántica o de terror. Que iba a ser rebobinada mil veces. Y
que yo no estaba invitada al primer pase.
Que quedaba inaugurado el
tiempo del pudor, por su parte. La temporada de comer palomitas y morderme la
lengua, por la mía.
Y que mi niña estaba
perfectamente equipada para construir un afilado y reluciente cuchillo hecho de
pretextos, disimulos y mentiras, con cuyo filo cortaría de forma implacable y
definitiva el sanguinolento cordón.
Con este microrrelato he resultado ganadora del concurso de La Micobiblioteca del mes de abril ( el mes de mi cumpleaños y de la primavera!) en la categoría en castellano. Estoy feliz.
Finalmente he ganado el premio anual en la categoría en castellano. Con un jurado de lujo formado por Ángel Olgoso, Julia Otxoa y Eduardo Berti. Los de Enveualta me han regalado la grabación del microrrelato, en la voz de Maribel Gutiérrez, la ganadora de la categoría en catalán. ¡Gracias!
Aquí la crónica del evento de la entrega de premios
Finalmente he ganado el premio anual en la categoría en castellano. Con un jurado de lujo formado por Ángel Olgoso, Julia Otxoa y Eduardo Berti. Los de Enveualta me han regalado la grabación del microrrelato, en la voz de Maribel Gutiérrez, la ganadora de la categoría en catalán. ¡Gracias!
Aquí la crónica del evento de la entrega de premios
Con Maribel Gutierrez al fondo, ganadora del primer premio en catalán |
domingo, 10 de junio de 2018
Piedad
Chocolatinas y almanaques. Dos de los elementos que regresan desde el pasado con la contundencia de una cerilla que se prende. Un intento de revivir el tacto y el sabor de esa época. Un deseo ensimismado de regodearme en esa nostalgia. Una obsesión creciente por hablar con Piedad, la principal testigo de todo aquello. La única, ahora que los padres ya no están. Y un ponerse manos a la obra para modelar el paisaje en esa dirección.
Vidi y sus hermanas se marcharon a trabajar a Suiza a finales de la década de los 60, cuando yo era una niña. Solo él regresó más adelante. En aquella época volvía cada año por Navidad para ver a su novia, y nos traía chocolatinas y almanaques de adviento con motivos nevados y rojos. Si reseguías con el extremo de una tijera roma las líneas punteadas de las ventanitas, una al día durante un mes, se revelaban sorpresas en miniatura que iluminaban aquella salita de color gris verdoso. Una vez nos regaló un reloj de cuco que todavía colgaba de la pared cuando papá murió y desmantelamos el piso. Vidi era el diminutivo de su apellido, Vidiella, y a fuerza de usarlo nos parecía natural y apropiado. Creo que no sabíamos que se llamaba José.
-Era el amor de mi vida-me ha repetido Piedad varias veces al hablar de él.
Y aquí estoy, conversando con una mujer de 71 años que me sonríe con todo su cuerpo a pesar de tener una cadera recién operada. Aunque por momentos me parezca algo irreal e improbable, estoy sentada frente a la misma persona que entró con catorce años a trabajar en mi casa como “muchacha”. Vivió con nosotros hasta que se casó con Vidi a los veinte. Más adelante continuó vinculada a la familia de forma esporádica. De alguna forma siempre estuvo allí. Nos cuidó a las tres -llegó con el nacimiento de mi hermana mediana- y según sus palabras aprendió de mi madre “todo lo que se tiene que saber para llevar una casa”. Contra todo pronóstico – se mudó a otra ciudad hace muchos años- la he localizado y hemos podido concertar un encuentro.
Un autobús, dos trenes y un pequeño paseo desde la estación me han depositado en su comedor luminoso y pulcro. Piedad me regala su tiempo, sus carcajadas y unas fotografías que acaba de arrancar de un viejo álbum, que consiguen alegrarme y entristecerme a la vez. Escenas que ella vivió con más consciencia que yo. Mi madre asomando tras la puerta en el momento en que descubro mi muñeca el día de reyes, ella dándole la papilla a mi hermana mientras yo las observo con gesto melancólico, echándome confeti por la cabeza en alguna fiesta popular acompañada de su hermana y los tres niños que cuidaba, en el parque con otras niñeras, mi hermana enseñándole el ombligo… De dónde habrá sacado esas fotos, me pregunto, le pregunto. Algunas las conocía, las hacía mi padre con su aparatosa cámara Rolleiflex, pero otras jamás las había visto. No consigue recordar el origen. Después de mirarlas apoyo contra mi pecho el sobre blanco que atesora nuevos recuerdos para mi engañosa memoria construida con imágenes procedentes de cajas y álbumes. Pero ahora quiero que hable la carne, no el papel. Y la miro, y me la imagino entonces, y le pregunto. Le pregunto básicamente cuatro cosas: cómo era mi casa, cómo eran mis padres, cómo era yo, y cómo era ella. Pretendo acceder a algo tan cercano y tan inalcanzable como la propia familia, como alguien desesperado por ver la textura de la piel en las zonas donde la vista no alcanza.
Lo que me cuenta no tiene ningún interés objetivo, en apariencia. Ningún glamour. Todas las pieles son parecidas. Todas las familias lo son, seguramente incluso las infelices. Pero quiero ver a la mía a través de sus ojos de niña huérfana, de su mirada luminosa y sencilla. Y justamente en ese narrar lo que parece trivial se deprende un ligero temblor que a mí me atraviesa con la fuerza de una onda sísmica.
Me cuenta que su madre murió cuando ella era muy pequeña, allá en Granada. De miseria, me contesta cuando le pregunto. Me parece la respuesta de una poeta. El padre dejó a los mayores allí y se marchó lejos con las dos pequeñas: Piedad y Flor. Por resumir de manera indulgente: no resultó ser un buen padre. Tenía muy mal genio y bebía. Estaba deseando que las niñas crecieran para ponerlas a trabajar. Le pregunto, levemente avergonzada, si no le parece una barbaridad empezar a trabajar tan joven, insinuando que mis padres eran poco menos que maltratadores de niños. Y aquí constato cómo un mismo hecho se puede interpretar de distintas maneras. Ella suelta una carcajada, y me dice: pero cariño, entonces las cosas eran diferentes, y para mí entrar a tu casa fue una bendición. Me dice que al principio se emocionaba cuando oía la palabra mamá, cuando nos oía llamando a nuestra madre. Ella se imaginaba que era otra hija de la familia, y así lo vivió. Yo suspiro, y retiro los cargos.
Le relato los recuerdos que guardo en mi memoria sobre ella: su risa franca, sus ganas de vivir, cómo nos hacía cosquillas, y que nos decía que mis padres habían ido “a buscar novio” cuando salían por la noche. También rememoro cómo más adelante, cuando ya estaba casada, íbamos algún fin de semana a su casa y jugábamos en aquella terraza enorme llena de macetas con plantas. Los domingos Vidi escuchaba el fútbol en la radio mientras ella recogía la cocina. Desde entonces el sonido del fútbol me produce una irremediable melancolía de domingo por la tarde. Recuerdo visitarla en la clínica cuando nació su primera hija. También que mi madre me explicó que su segundo hijo había nacido con un problema muy grave, y había fallecido nada más nacer. Ella me lo confirma y me explica que su doctor habló del posible desenlace con “mamá” y con Vidi. Ella no supo nada hasta el momento del parto. Mi madre buscó una segunda opinión y la acompañó durante el posparto.
Creo recordar que una de las veces que mis padres se marcharon un fin de semana organizó una pequeña fiesta con amigos y se trajo al novio a casa a dormir. Alguna vecina chismosa (probablemente la señora de Cienfuegos) avisó a mi madre, que le mostró su disgusto y le propinó una de esas charlas moralizantes que produce urticaria en el momento pero que deja poca huella. Vidi era la pareja natural de Piedad, no se entendía el uno sin el otro. Los ojos ligeramente achinados juntamente con su nariz aguileña daban un aire risueño a su rostro de pillo callejero. Nos traía exóticos regalitos suizos cada vez que regresaba a nuestra ciudad, y hacía chapuzas en nuestra casa mientras silbaba subido a una escalera.
Piedad me cuenta lo orgullosa que está de sus tres hijos y de sus nietos. Lo trabajadores que son y lo mucho que están pendientes de ella. Susana, la mayor sigue siendo tan dulce y discreta como yo la recordaba. Me habla de su hija mediana, Marta: una mujer brava y vital, que practica artes marciales de competición y que es capaz de romper ladrillos con un golpe de brazo; que ha trabajado en muchos oficios, entre otros como encofradora en algunas obras con su padre. El chico trabaja también como albañil, está separado y tiene dos hijos. Todos los nietos han comido durante años en su casa -en la misma mesa donde ahora lo hacemos nosotras - mientras los padres trabajaban. Ella ha sido una acogedora Madre Tierra para su familia. La niña que fui -aquella cría larguirucha y feíta, según sus espontáneas palabras que tanto celebro haber escuchado- tuvo la suerte de alimentarse de esa solidez y esa carnalidad que ahora recupero en el puré vegetal y las berenjenas rellenas que me ha preparado. Calorías para el alma.
Vidi murió de repente a los 58 años. Aquella mañana se había escapado a visitar a su hijo a la obra. Estaba hablando con él en un pequeño descanso del trabajo y un infarto lo fulminó como si le hubiera atravesado un rayo. Aún recuerda con espanto la llamada. Y la distancia inalcanzable que había entre su cuerpo cubierto por una tela oscura y ella, cuando llegó y todavía no habían levantado el cadáver. Ella quería tocarlo, acariciarlo, sacudirlo para que volviera a la vida. Estaba convencida de que lo hubiera conseguido. Pero la policía no permitió que se acercara. Y se abrió una grieta por la que se le escapaba el aire. Se instauró un desasosiego en su vida que no le permitió respirar ni dormir tranquila durante mucho tiempo. Menos mal que sus hijos la sacaron de esas arenas movedizas. Ahora está mejor. Aun así, me asegura que no me puedo imaginar cómo lo echa en falta quince años después.
miércoles, 30 de mayo de 2018
Lo que contó la lechera
![]() |
Johannes Vermeer |
Berkeley,
Gloucestershire, 3 de febrero de 1823
Me
llamo Sarah Nelmes, vivo en Berkeley y desde que dejé la escuela he trabajado
ordeñando vacas blossom. Nunca he sido muy guapa, pero tengo mejor aspecto que
la mayoría de mis contemporáneos. Y no se debe precisamente a haber llevado una
vida holgada, he bregado muy duro toda mi vida. Después de casi cuarenta años
en la granja de los Pearce, ahora que por fin llegó el momento de retirarme,
echo la vista atrás y veo mi vida como una fila de tareas sin interrupción.
Pero todo el mundo sabe que las lecheras hemos sido siempre un modelo de
belleza que ha inspirado a pintores y poetas. Una vez, hace muchos años, un
pintor que vino desde Dursley quiso que posara para él. No pudo ser, mi marido
no lo permitió. Ahora me arrepiento de no atesorar ese recuerdo de mi lejana
juventud. La tersura de nuestro cutis era la envidia de las mujeres ricas que a
veces visitaban nuestro condado viajando desde Bath, Cambridge o incluso desde
Londres. Ninguna de nosotras muestra esas espantosas marcas que deforman el
rostro de los que han sobrevivido a la viruela. Pero todo esto no es lo
importante. Es solo un pretexto, una introducción para lo que realmente quiero
explicar.
Quiero
dejar constancia de que gracias al mejor hombre que ha dado esta tierra, al
mejor médico de Inglaterra, el poder de esta terrible maldición es cada vez
menor. Veintisiete años después de que yo le consultara sobre mis pupas de
viruela vacuna, muchos habitantes de este pueblo y del resto del país han
podido evitar esta atroz enfermedad. Y los protagonistas de semejante hazaña
eran mis vecinos. James Phipps, que acaba de pronunciar un sentido parlamento
en St. Mary’s Church, era en aquel entonces el hijo del jardinero del doctor
Jenner. Tenía ocho años. Yo lo conocía porque a veces lo enviaban a buscar leche.
Un chico pelirrojo y vivaracho. Fue inoculado, con el consentimiento de su
padre, con el líquido de una pústula de mi mano derecha. Afortunadamente todo
salió bien y cuando al cabo de unos días el doctor le inyectó la viruela no
falleció, como algunos pronosticaban. Recuerdo cómo sonreía cuando vino a
nuestra casa a anunciarnos el éxito de su tratamiento. Me confesó que todo
había sido gracias a mí. A mi comentario. La seguridad que mostré al decirle
que no padecía la viruela por haber pasado la enfermedad de las vacas
previamente fue lo que le llevó a atar cabos, a relacionar la protección que
proporcionaba la viruela vacuna sobre la terrible viruela humana. Lo que le
animó a arriesgarse con el niño de los Phipps, y más tarde a comprometerse a
inocular a todo el que quisiera.
Acabo
de regresar del entierro del doctor Jenner. Todo el mundo honra hoy al hombre
que yo conocí desde pequeña. Es un héroe, un benefactor mundial, hasta el punto
que Napoleón accedió a liberar a los prisioneros de nuestro país ante su
demanda, según cuentan.
Nadie me ha pedido que
participara en el funeral. Es lógico: una mujer, una campesina como yo no posee
ni la presencia ni el reconocimiento que requiere un acto tan solemne. Aunque
pocos saben que gracias a los libros que él me dejó no soy tan inculta. No
podía dejar de asistir a la ceremonia. La iglesia estaba llena. He permanecido
de pie cerca de la puerta durante el servicio. He llorado la pérdida de mi
querido médico con todo mi corazón. Y mientras observaba a los miembros de la
comunidad y a las personalidades que han viajado hasta nuestra parroquia para
despedir al ahora famosísimo doctor, en secreto me he felicitado por haber
acudido a su consulta esa lejana mañana de 1796. Y me he alegrado de que
gracias a aquella visita ya no se vean caras mordidas por la viruela entre las
jóvenes de por aquí. Ahora todas tienen el cutis de una lechera.
También
he decidido dejar por escrito mi testimonio, para que mis nietos lo lean cuando
ya no esté. Y se sientan orgullosos de tener la misma sangre que Sarah Nelmes,
la humilde ordeñadora que inspiró su mejor idea al más grande de los nuestros.
Este cuento está inspirado en el hallazgo crucial ( y arriesgado) del doctor Edward Jenner: la vacunación. Uno de los tres pilares de la medicina, juntamente con la potabilización del agua y el descubrimiento de los antibióticos. Lo he presentado en la actual edición de Inspiraciencia y no ha pasado la primera selección, así que le hago un sitio a esta lechera tan especial en mi blog, que también está para eso.
Este cuento está inspirado en el hallazgo crucial ( y arriesgado) del doctor Edward Jenner: la vacunación. Uno de los tres pilares de la medicina, juntamente con la potabilización del agua y el descubrimiento de los antibióticos. Lo he presentado en la actual edición de Inspiraciencia y no ha pasado la primera selección, así que le hago un sitio a esta lechera tan especial en mi blog, que también está para eso.
miércoles, 23 de mayo de 2018
Nunca jamás
![]() |
The forgotten expectation Mike Worrall
Y
sueñas que regresas al instituto de tu adolescencia. Todo sigue tal como estaba
entonces. Esa angustia por no saber cómo se hacen las láminas de Dibujo. Llevas
mucho retraso en las entregas, te van a suspender. Pero ahora caes en la cuenta
de que esta vez no estás allí como alumna, sino como profesora. De otra
asignatura. El alivio dura el efímero instante de tomar aire antes de
sumergirte de nuevo en ese pasillo viscoso por el que intentas avanzar. Con
todas las láminas terminadas tras pasar la noche en vela, pero sin haberte
preparado tu clase de Filosofía.
Este microrrelato ha sido seleccionado en el último concurso de microrrelatos de Cuentos para el andén y ha sido publicado en el número 67 de esta revista. Estoy contenta de habitar el mismo edificio que Julia Otxoa, Angeles Sánchez Portero y Isabel Cañelles (tres escritoras a las que admiro mucho). Y de acompañar a los otros tres ganadores del reñido concurso: Iñigo Redondo, Jorge Aguiar y Jobany García. En éste link se puede leer el número 67 de la revista en formato issu. |
jueves, 19 de abril de 2018
El verdadero rostro
![]() |
Fotografía de Cate Blanchet hecha por Annie Leibovitz. Tomada del blog de Esta noche te cuento |
Tú no quieres ir. No crees en brebajes,
sangrías o fórmulas mágicas. Nada te asusta más que entregarte con pasividad a
una intromisión. Pero estás desesperada, y acudes a él. Después de someterte a sus rituales, aquel que tienen en sus manos tu destino y tu
dolor, quien conoce lo que tú solo adivinas, te envía con una tarjetita y una recomendación
a otro de su especie. Y resulta que en ese lugar, sin necesidad de recurrir a
ninguna bola de cristal, te muestran tu futuro.
Entretejido con tu presente y tu pasado. Descubres la imagen genuina de tu ser,
sin caretas ni disfraces. Sonrisa encantadora o mueca absurda. Un retrato de tu
esencia para toda la eternidad, con sus recovecos, sus abalorios y sus amalgamas.
El oro y el plomo de una vida, pura
alquimia y metamorfosis.
Una vez vislumbrado tu verdadero
rostro en la ortopantomografía que te solicitó el dentista, ya nada es igual.
Con este relato participo en la convocatoria actual de Esta noche te cuento, basada en esta fotografía
viernes, 6 de abril de 2018
Muñecas
¡Os tengo dicho que no les cortéis el pelo a las
muñecas!
Ellas dos ya están escondidas en la habitación,
aguantándose la risa, traviesas y cómplices. La pequeña con una sonrisa
desdentada y con el pelo lleno de trasquilones allá donde antes ondeaba su
melena color miel, tan alabada por todos. La mayor escondiendo las tijeras y
pensando que aunque hubieran recogido mejor el baño igual las habría
descubierto enseguida.
-Ya sabes, has sido tú con las tijeras de papel.
Un trato es un trato. Y acuérdate de pedir perdón -le dice la hermana mayor a
la pequeña, mientras sigue tramando la jugada.
Ahora mamá
tendrá que pedir hora en la peluquería para que “arreglen” el pelo a la tonta
de su hermana. Ella demostrará que es una niña madura y transigente,
pondrá un instante los ojos en blanco y
después se ofrecerá a acompañarlas.
Primero se fijará en cómo lo hace la peluquera:
le bastará con observarla de reojo para
poder repetir el corte con la Nancy de su hermana. Un mes pidiéndoselo porfi porfi porfi ha sido suficiente. Le dejó bien claro que es demasiado pequeña para usar las tijeras afiladas
del costurero, mamá le reñiría. Ha ido dosificándole las esperanzas. Al final ha accedido. Lo hará ella. Con una
condición. Le ha costado lo suyo convencerla de que antes era necesario practicar el estilo garçon con su melena.
Luego aprobará el resultado inclinando la cabeza
con gesto convincente. Sonreirá al verla con el pelo tan cortito, eso le
costará poco.
Y después le pedirá a la peluquera, con su mejor sonrisa de ángel, si le puede modelar unos
tirabuzones bien marcados en su frondosa coleta
de hermana mayor.
![]() |
Fotografía de Vivian Mair |
miércoles, 21 de marzo de 2018
Mitad mujer, mitad mar
![]() |
Remedios Varo |
La señora que ha
compartido sauna conmigo en la piscina municipal me ha enseñado las cicatrices
de sus once operaciones. La mía, de apendicitis, se ha encogido hasta casi
desaparecer ante el mapa de carreteras que recorría su cuerpo. Al final me ha
aclarado que es una enferma rara, de esas que los médicos no atinan cómo curar.
Hace poco se perdió el crucero que le regaló su prima por culpa de una de las
operaciones, le hacía tantísima ilusión…
Ahora, entre un
ingreso y el siguiente se viene a la piscina. Se lo recomendaron en el hospital. Y se encuentra
muchísimo mejor, ya no le pica tanto ese eczema que le dibujaba escamas en la
piel. Además ha conocido a otras, ya no
se siente sola. Sus compañeras de Aquagym
y ella, como viejas sirenas, subliman su
añoranza de salitre y tempestades en este tanque que apesta a cloro. Las
olas las fabrican ellas mismas con sus chapoteos científicamente guiados por
ese monitor tan buen mozo.
Y como ya no
pueden cantarles a los marinos incautos desde las ventanas, charlan entre ellas
y despotrican alborozadas de sus maridos, que las esperan en casa varados frente al televisor.
Con este microrrelato participo en la actual convocatoria de Esta noche te cuento, concretamente aquí
![]() |
Fotografía de René Maltête, propuesta por Esta noche te cuento para esta convocatoria. |
jueves, 15 de marzo de 2018
Urgencia
![]() |
La ilustración es de David Berkvam, robada del blog de la Microbiblioteca |
En la pecera las horas
transcurren verdosas y lentas. Nos
miramos, sin párpados, e intentamos hacer de la respiración un arte. Con el oxígeno
trasvasado desde las branquias modelamos burbujas tornasoladas, que proyectamos
con los labios hacia el aire enrarecido de la sala. Algunas son esféricas y
livianas como un suspiro, otras tienen la angulosa geometría de la
preocupación. Pueden crear inesperadas turbulencias pero acaban fluyendo en mansas
láminas.
Pescan a razón de un ejemplar
por hora, ¿seré yo el siguiente? nos
oímos pensar. Una vez en el cedazo, unos sinuosos conductos te llevan a otro
compartimento: triaje, radiaciones, o una pecera menor. Eres observado por
expertos en partes invisibles. Luego regresas al tanque principal, a continuar respirando
tiempo y agua. De camino ves a otros que boquean, con las escamas secas, al
borde del acuario. Tú no quisieras acabar así, pero sabes que no puedes
elegir.
Por fin sales del Hospital,
ese universo viscoso en el que has tenido que ser pez. El aire penetra en tus
pulmones ligero y frío. Dilatas los sacos aéreos para perder densidad. Inspiras
y tomas impulso, persuadiéndote una vez más de que eres pájaro y sabes
volar.
Con este micro he quedado finalista en el concurso de la Microbiblioteca del mes de Febrero, aquí junto con Mei Moran, José Manuel Dorrego, David Vivancos y Lola Sanabria, a quienes felicito desde aquí. Estoy feliz de haberme podido colar otra vez en esta biblioteca tan especial y de compartir acuario con estos peces tan exóticos y delicados.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)