Aunque nos hemos librado por los pelos de un terremoto de grado 7, en nuestro periplo por Nueva Zelanda los
bultos ruedan, los edredones se caen, los platos chocan, la estructura metálica
cruje… una constante vibración agita nuestros cuerpos mientras viajamos en la
autocaravana de alquiler por las carreteras angostas y empinadas que recorren
la isla sur. Como si se tratara de un terremoto dosificado, nos acostumbramos a
ese tembleque de lavadora centrifugando al que estamos sometidas mientras
conocemos el país con la casa a cuestas. Al final del viaje hemos recorrido más
de 2600 km en una campervan blanca para cuatro personas. Una batidora con
ruedas que tiene todo lo necesario para considerarse autosostenible. Una buena
oportunidad para recordar cómo se juega a las casitas.
El alquiler de autocaravanas
debe de ser uno de los negocios más boyantes de este país. No se puede viajar de
otra manera en un lugar en el que puedes recorrer tranquilamente 300 kilómetros
sin encontrarte con una población,con un alojamiento. Hay caravanas decoradas con
los motivos más variopintos. Por otro lado hay que reconocer que todo está perfectamente acondicionado
para viajar en este tipo de vehículos: parkings gratuitos con baños, campings
donde repostar agua y electricidad, duchas públicas en las ciudades,
aplicaciones de móvil para encontrar las zonas de acampada…y kilómetros de naturaleza apabullante que se deslizan a través de las
ventanillas como si se tratara de la proyección de un documental.
Por unos días la campervan es
nuestra casa, nuestra patria, nuestro planeta. Allí se come, se duerme, se
toman decisiones sobre la ruta, se hace terapia familiar, se escribe a
trompicones mientras se viaja. Allí escuchas la música que han elegido tus
hijas. Mucho rap, mucha música que no conozco. A veces ponen mis listas de Spotify
para que mi sensible sistema nervioso se relaje con alguna melodía. Al final acaban gustándome sus temas, sus grupos. Alguna de las piezas pasa a formar parte de la
banda sonora del viaje. Como ésta, que nos "pone" muchísimo cuando salimos por la
mañana a empezar el trayecto diario. No sé si el subidón que nos da tiene
que ver con la letra del tema. Es igual, las tres cantamos Let’s roll up some como posesas, como si nuestras voces fueran el combustible
que empuja a la casita rodante.
Tengo que confesar que al final
no conduje. Me había sacado el carnet de conducir internacional antes de
viajar. Íbamos a conducir las dos. Ana más que yo, a ella le gusta conducir y
tiene experiencia en conducir por la izquierda ( Sara no tiene carnet). Yo, cuando se cansara. Pero mis miedos (a equivocarme de carril en los cruces, a no controlar el tamaño, a las carreteras de
montaña…) fueron posponiendo el momento de empezar. Al final la energía y la
determinación de Ana fueron más que suficientes para tranquilizar mi cobardía y
mi conciencia. Y cada una asumió su rol: Ana conducía, Sara ayudaba con el GPS
y la aplicación del móvil. Y yo les veía los cogotes desde mi despacho
ambulante. Y también me encargaba de las comidas.
Era como si a Telma y Louise se les hubiera colado su madre en el asiento de
atrás. Como si estuviera viendo una road movie entre bambalinas. Desde este backstage
privilegiado las observaba y se me caía la baba. Cómo podía ser que de una
madre tan miedosa e insegura hubieran salido este par de mujeres tan resolutivas,
bravas, responsables y gamberras. Y me dejé llevar, me dejé sorprender, me
convertí en su hija. Ana era el padre y Sara la madre. Y a mí me llamaban “Pacita”,
y me trataban como a una niña mimada. Yo
acataba las órdenes e imaginaba que este cambio de papeles tan estimulante estaba
ocurriendo de verdad. Ellas tomaban decisiones que nos llevaban a las tres hacia
nuevos y sorprendentes escenarios. Recuerdo que el tercer día por la tarde tenía
mucho sueño por el desajuste horario y mientras me estiraba en el asiento en el
que supuestamente no se puede usar mientras viajas, me relajé y me dormí totalmente entregada, en
posición fetal, a que ellas me llevaran en ese útero móvil.
En la caravana conocimos a
otras viajeras. Camino de los glaciares subimos a una chica que empezaba su día caminando bajo la lluvia, con su
mochila, sin hacer autostop. Lesia
es una maestra de 33 años de Córcega que viaja sola con todas sus pertenencias
en la mochila y que recorre el mundo durante el año sabático que se ha tomado. Pasó medio día con nosotras y luego nos dijo
que la dejáramos porque tenía que recorrer andando las quince millas que
le quedaban para llegar caminando a la playa donde había decidido dormir
aquella noche. Ese mismo día también paramos a otra chica francesa que acababa
su visado en breve y aprovechaba los últimos días para viajar sola. Viajeros. Aventureros.
Personas a las que no les asusta la incomodidad. Adictos al movimiento, a la
novedad, a dejarse sorprender por el siguiente paisaje, por la siguiente
reacción de su cuerpo, por el ritmo que marcan sus pasos, por el peso de la
mochila. Lesia nos dijo que cuando era adolescente descubrió que viajar era su
estado natural, que sólo estaba totalmente
equilibrada cuando viajaba, que su
cuerpo no funcionaba del todo bien cuando no lo hacía. Intercambiamos datos. Ojalá
algún día nos la volvamos a encontrar.
Las horas de luz son
largas. Podemos conducir desde las siete de la mañana hasta las nueve de la
noche. El tiempo se convierte en un material elástico cuando viajas. La
dinámica es la siguiente: viajamos unas dos horas y luego hacemos una excursión
de una hora y media. No tenemos prisa, nos cansamos menos de lo que sería
previsible. Comemos y dormimos en la campervan. Nos protege de la lluvia. Del frío
y del calor que se turnan caprichosamente a lo largo de la jornada.
Cada dos o tres días pagamos
un camping para podernos duchar y sentirnos menos a la intemperie. Y de esta
manera nos acercamos cada jornada al objetivo que nos hemos propuesto, al final de la línea que hemos dibujado en el mapa para ese día.
Aparcamos por la noche en un lugar en penumbra y a la mañana siguiente nos
dejamos sorprender por el escenario que enmarcará nuestro desayuno. Porridge calentito, galletas, café y tostadas con aguacate, tomate y queso, por
ejemplo. En primera fila, para ver el espectáculo que se despliega antes nosotras.
La organización dentro de una autocaravana es vital. Se convierte
en una coreografía diaria que requiere sus rituales. Mientras tú recoges la cocina
nosotras preparamos las camas. Yo dejo la maleta en su sitio mientras tú
extiendes los edredones. El
mismo espacio puede servir como salita, para comer o charlar, o convertirse en
una cama. Arriba se duerme o se almacenan las bolsas durante el día. En
la cocina se hierve agua, se guarda el maletón o las sillas de camping, según
la hora. Y frente al volante se conduce o se apilan montañas de anoraks. Una
pieza de origami que se transforma en diferentes figuras a base de doblar o
desdoblar el papel. Y nosotras, como un equipo de tramoyistas bien coordinado,
cambiamos el escenario a demanda. Por otro lado, es muy difícil mantener
el orden en un espacio tan pequeño. La entropía siempre gana la partida.
Siempre hay una toalla húmeda que no se puede guardar, un mapa o un folleto que
se cae al suelo en un frenazo, un boli que acaba en el neceser, un cepillo que
no sabemos dónde está. Como en cualquier casa, los calcetines pierden sus
parejas. Pero aquí es más complicado buscarlos. La contorsión forma parte de
nuestra forma de movernos en este espacio tan reducido.
La casa se ajusta a nuestros organismos como lo hacen
los caparazones a los cuerpos blandos de los moluscos. Se ciñe como una
armadura, se ajusta como un vestido, se articula con nuestros movimientos.
Viajamos con la casa a cuestas como un caracol, como una tortuga.
En su libro La Poética del espacio, Gaston Bachelard dice : "La vida empieza bien, empieza encerrada, protegida, toda tibia, en el regazo de una casa". Y "Antes de ser lanzado al mundo, el hombre es depositado en la cuna de su casa". Nosotras esta vez hemos salido al mundo metidas en una cuna portátil. Y ha sido magnifica la experiencia de sentirnos a la vez protegidas y a la intemperie.
Let's roll up some!
Ayyy qué bonito escribes, Paz. Tus hijas deben sentirse muy orgullosas de ti, seguro que no dejáis de aprender unas de otra y viceversa.
ResponderEliminarGracias por hacernos (a tus lectores y amigos) un hueco en esa caravaba.
Ah, después de leerte, perdono tu ausencia el 17 en Madrid. Snif, te echaremos de menos.
Yolanda, muchas gracias por comentar con tanto cariño. Te aseguro que yo aprendo de ellas un montón de cosas. Me he quedado alucinada y orgullosísima de ver cómo se desenvuelven solitas, de su fuerza y su poderío. Lo de Madrid habrá que subsanarlo en la próxima ocasión. Pasadlo estupendamente...y luego me ponéis al día, ein? ¡Un abrazo largo y apretado!
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