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domingo, 26 de junio de 2016

La que cumple sus promesas

Fotografía de Diane Arbús

La señora Gladys no pudo ver cómo su sueño de ser enterrada con peluca y pendientes se hacía realidad. Pero yo sí. Lo conseguí in extremis.  
Me acerqué al hospital cuando ya estaba en coma. Al plantearle la situación al bruto de su marido, éste me dijo que esos pendientes valían demasiado como para enterrarlos con ella. Con todo lo que me había contado sobre cómo la trataba, no me sorprendió en absoluto la respuesta.
Todavía tenía unas horas de margen para torcer el destino y cumplir con la promesa que le había hecho. Me acerqué a la joyería y compré unas perlas. El mismo día en que murió se las llevé a la maquilladora del tanatorio, que casualmente había hecho prácticas en mi peluquería. Me aseguré de que la peluca estuviera bien cepillada  y le di las perlas. A continuación rodeé el edificio para entrar por la puerta principal a la vez que los familiares, que llegaban en ese momento desde el hospital. Todo el mundo entendería que fuera de las primeras en llegar: por mi trabajo y por el gran afecto que le tenía.
Condolencias. Ojeras. Sollozos. Cuando abrieron la caja, el energúmeno con el que había compartido la mayor parte de su vida no dejaba de mirar fijamente a la difunta. Estaba muy guapa, con su peluca y mis pendientes. Por primera vez se la veía relajada, satisfecha, casi contenta.
Una espada afilada se me clavó en el omóplato izquierdo justo cuando doblaba por la puerta de salida. Por poco me alcanza en el corazón, esa mirada, pero la esquivé.
Alimentada con la energía que da la rabia cuando fermenta junto con la melancolía, me marché dispuesta a empezar otro día de trabajo. Bajé por las escaleras mientras descendía por mi propios sentimientos.    

                            Vigorosa
                                                     Diligente 
                                                                                   Tranquila
                                                                                                               Desolada


viernes, 17 de junio de 2016

No es la mala vida, es la vivienda



Fotografías cedida por Laura Gas 

A las dos de la madrugada de un martes, los alrededores de la Plaza de las Glorias de Barcelona es lo más parecido al escenario de una novela distópica. Las obras de los nuevos Encantes, la torre AGBAR al fondo como un satélite omnipresente y las avenidas  que rodean al Scalextric proporcionan un aire de fotografía en blanco y negro a esta zona de la ciudad, que por la noche despliega una segunda vida más nítida y sólida que la diurna. Las calles están señoreadas por jóvenes inmigrantes que vigilan la entrada de algunos garitos y derrapan amenazantes con sus bicicletas. Uno de los colectivos propietarios de pleno derecho de este territorio paralelo son las personas que viven en la calle. Novecientas cuarenta y una personas en la ciudad de Barcelona, según el último recuento. Algunos, todavía despiertos, se desplazan con sus carritos de supermercado llenos hacia la ubicación donde dormirán esta noche, otros ya duermen entre cartones y fardos. Estos últimos son nuestro objetivo. El compañero que me acompaña para hacer esta ronda nocturna tan peculiar me señala una especie de sarcófago hecho con cartones al final del callejón. Nos acercamos con el sigilo de los novatos, y atacamos. Nuestras armas son un cuestionario, un bolígrafo y cinco euros para compensar por las molestias.
El censo de personas sin hogar, que lideró la organización Arrels, tiene como objetivo recopilar datos que permitan una caracterización de las personas que viven y duermen en la calle. Usando una metodología  testada en otras ciudades -explican en la sesión de formación de voluntarios- se pretende que estos datos sean un instrumento para reclamar, actuar y sobre todo para mostrar al resto de la sociedad a un colectivo que es invisible, que se escabulle de las estadísticas, que está ausente de los programas políticos. Y que está sometido a los más infundados estereotipos. La vulnerabilidad en su grado máximo. Algo que casi nadie quiere ver.
Barcelona es una de las ciudades que posee más datos y más recursos destinados a la atención de las personas que se han quedado sin hogar. En el informe “De la calle al hogar”, redactado por Joan Uribe, director de Sant Joan de Déu Serveis Socials, se lee: “Barcelona dispone de un modelo de intervención desarrollado y dotado de más recursos que la mayoría de las ciudades”.  Y sin embargo, en la entrevista que mantengo en un oscuro bar del casco antiguo con Albert Sales,  uno de los mayores expertos en el tema,  el adjetivo que más se repite es “desbordados”. Los servicios sociales, el ayuntamiento, las organizaciones, los equipamientos.  Se atiende cada vez a más gente y el sistema está claramente saturado. Y ese hecho objetivo lleva asociado una preocupante sensación de que la verdadera avalancha todavía está por llegar, pues “el goteo a la calle es más lento de lo que podría ser, la gente tiene muchas más estrategias para frenar la salida a la calle de lo que parece”, según este profesor de criminología de la UPF, asesor en el ayuntamiento de Barcelona y coautor del informe Diagnosi 2015 que la Xarxa d’atenció a les persones sense llar  (XAPSLL ) encargó sobre la situación del sinhogarismo en Barcelona.  
El informe Diagnosi 2015 pone de manifiesto que las herramientas usadas para cuantificar el sinhogarismo  no son suficientes para hacer visibles a una serie de colectivos muy vulnerables que están a punto de salir del sistema. Lo que se considera “infravivienda”: mujeres que sobreviven gracias a sus redes afectivas, personas que viven en viviendas sobreocupadas, en espacios temporales o bajo amenaza de desalojo.  Albert Sales calcula que si se pudieran detectar con una herramienta más eficaz se multiplicaría por más de veinte la cifra de personas en exclusión residencial.
  Aunque la palabra no sea fácil de pronunciar ni demasiado bonita, la adquisición del término sinhogarismo ( sensellarisme) trata de desbancar al clásico adjetivo de “los sin techo”. Este cambio tiene una poderosa doble razón de ser: dejar de poner el acento en los estereotipos hacia las personas (los indigentes,  los mendigos, los “sin techo”) para ponerlo en el problema de acceso a la vivienda que está en la base, y resaltar el significado afectivo y social que aporta la palabra “hogar” respecto a “techo”. Albert Sales reivindica que el problema  “no se soluciona a base de abrir plazas de albergues, sino que se soluciona a base de reconstruir hogares, y eso requiere que haya personas y gestores políticos que se posicionen distinto respecto al problema”. Para avanzar en este sentido se está promoviendo un cambio paulatino desde el modelo actual basado en una escala de transición desde los albergues de recepción hasta la vivienda final pasando por una serie de establecimientos de corto plazo, al modelo Housing first, en el que se prioriza la vivienda desde el primer momento y que ha demostrado ser más efectivo y barato. Dice Joan Uribe en su informe De la calle al hogar: “Es conocido el estupor de algunos interlocutores europeos cuando se les informa de que en España el parque de vivienda vacías excede los tres millones y medio de unidades”. El Housing first, en las primeras fases tendrá que convivir necesariamente con el modelo actual.  Para conseguir implantarlo es necesario superar importantes resistencias estructurales y políticas. “¿Sabías que en Barcelona hay apenas un 1,2% de vivienda social del total de parque de alquiler, contra el 15% que la ciudad necesita? ¿De dónde, pues, sacaríamos los pisos si decidiésemos ponernos de inmediato?”- me pregunta y se pregunta Joan Uribe.
Si en algo coinciden todos los expertos y las personas que trabajan en la calle a los que he podido acceder es que ya no existe una única tipología asociada a estas personas. Ya no se puede achacar a la “mala vida” el motivo por el cual la gente se queda en la calle. Como recalca Carlos Rodríguez, impulsor de la ONG Sense Sostre, cuando habla de la evolución que han percibido a lo largo de los 9 años que llevan trabajando: “El perfil es más selecto, lo cual demuestra que el problema es mayor. Antes, el perfil que teníamos todos en la cabeza era que un indigente era un borracho, un ladrón, un drogata, un minusválido o alguien con un trastorno mental…Esto ha cambiado, nosotros lo comprobamos día a día: hay mileuristas, hay ex empresarios, hay licenciados, personas con una preparación,  hay gente joven, hay matrimonios jóvenes de veinte y treinta años los dos allí juntos, hay matrimonios de sesenta años, hay extranjeros… y hay mucha gente normal que ayer eran como nosotros y se les han caído todas las fichas del dominó de golpe, se han quedado sin trabajo, sin vivienda, pam, pam, pam, y se han encontrado en la calle. Nadie puede decir yo no acabaré así. Muchos mileuristas de hoy, según el entorno familiar que tengan, mañana pueden estar en la calle”. Y lo dice con conocimiento de causa, pues, en un intento de aliviar de alguna manera los síntomas de esta enfermedad social, los 25 voluntarios de esta asociación reparten cada martes cien packs de cena a los ocupantes de una ristra de cajeros.


Los dos expertos entrevistados son claros y contundentes cuando hablan de causas. Según Joan Uribe: “La verdadera causa es la desigualdad social y el no reconocimiento de derechos. Se puede adornar o explicar, pero es eso. Estamos orientando la sociedad hacia un modelo sistemáticamente más desigual, y estamos desarticulando los derechos, cuando no argumentando en su contra a través de múltiples discursos”. Albert Sales es también muy rotundo: “El sinhogarismo es una situación que se produce a consecuencia de la imposibilidad de acceder a una vivienda”. Y a continuación señala algunas de las causas últimas: “Tenemos un sistema de garantía de rentas que es penoso, probablemente es el más deficitario de la Europa occidental, donde hay muchos hogares que se quedan a cero, sin nada. Nos encontramos con que la última red que era el Programa Interdepartamental de Renta Mínima de Inserción  (PIRMI) se desmantela, lo reducen drásticamente a partir del 2011 por parte de la Generalitat, con una repercusión mediática que ha sido muy escasa, cuando en realidad ha generado auténticos dramas personales y familiares. Por otro lado tenemos un  mercado de vivienda con precios de alquiler altísimos. Y una ley de extranjería salvaje, excluyente, que no tiene en cuenta que las personas no van a dejar de entrar en el país independientemente de lo altas que sean las fronteras y que la impermeabilidad de las fronteras lo único que genera es mayor precariedad de los que ya están dentro… las políticas van a mejorar la calidad de vida de las personas que ya están en la calle, pero no va a frenar el goteo de personas a la calle.”
El coste económico, según Uribe: “lo asumen básicamente las Administraciones Públicas, aunque en partidas insuficientes que, aunque aumenten, lo hacen por debajo del incremento de población en situación de exclusión”. Para el director de los Servicios Sociales de Sant Joan de Déu, la solución es posible pero pasa por “luchar por los derechos, hacerlo valer, activar los resortes para la defensa de la justicia social”, en un mundo en el que “la vivienda ha sido contemplada siempre como un bien de mercado, nunca –o casi nunca- como un derecho, apenas reconocido tras la II Guerra Mundial, y jamás materializado plenamente”.
El informe sobre la situación del sinhogarismo en Barcelona Diagnòsi  2015  ( Sales, Uribe y Marco) ofrece datos tan relevantes como que el porcentaje de extranjeros ha aumentado de un 62 a un 68% desde el 2012, que un 52% de los atendidos en los equipamientos no poseen ningún ingreso, que las mujeres solamente representan un 10 % de la población en la calle, o que la media de edad se sitúa alrededor de los 45 años. En el censo que realizó Arrels se confirman estos dos últimos datos y se destaca que de las 348 personas que se consiguieron entrevistar un 19% de ellas presentan un grado de vulnerabilidad alto y que la media general del tiempo que llevan sin un hogar estable es de  tres años y nueve meses. 
           Pero en el informe Diagnosi 2015 también se da voz a los afectados, se citan fragmentos de  conversaciones con algunas de las personas que se han visto abocadas a vivir en la calle. Trozos de vísceras palpitantes, testimonios que sobresalen en tres dimensiones en un entramado plano de gráficas, datos cuantitativos y conclusiones. Como el de esa mujer que dice que después de estar cuarenta años casada, un día salió de su boca un contundente “Aquí os quedáis”. Harta de trabajar para los demás, de cuidar de todo el mundo, de pensar siempre en los otros, de que “ella no fuera nada, nadie”. Se llevó 80 euros. Se le acabaron. Y entonces se quedó a dormir en la Plaza Catalunya durante quince días. O tres semanas. Eso no lo recuerda. Pero todo lo demás lo tiene grabado a fuego en su memoria y en su cuerpo. Esta es una de las trayectorias que pueden acabar en exclusión residencial.
Otra es la de Said, que se despierta cuando nos acercamos, se incorpora entre los cartones que le sirven de cama,  y con la mansedumbre del que no tiene nada que perder nos habla de él durante media hora. Se lamenta de que la noche anterior le desaparecieran todas  sus cosas porque tuvo que dormir en otro sitio. Llegó desde Tanger hace 25 años. Lleva cinco en la calle. Pero antes trabajaba en la construcción, tenía una casa, estaba casado con una española con la que tuvo dos hijas a las que no ha visto en todo este tiempo. Nos cuenta que la familia de la mujer les manipuló para quedarse con las hijas, y lo echó a él. Bebió mucho, ahora ya no. Recoge chatarra, pero eso hace que casi no se pueda desplazar. Está cansado de las largas que le dan los servicios sociales, prefiere buscarse la vida. Tiene la cabeza muy clara y  una especie de resignación tranquila recorre su discurso cuando expresa que ojalá pudiera volver a trabajar. Aunque al final  logramos convencerlo, cuando le ofrecemos los cinco euros nos  dice, con la dignidad de un gentleman, que no los puede aceptar. 



Este texto híbrido entre crónica, reportaje y relato autobiográfico lo he escrito para el curso de Periodismo de investigación que he hecho este trimestre en el Ateneu Barcelonés.  No sé si la crónica valdrá mucho la pena, pero las experiencias que he vivido para poder escribirla sí las han valido, definitivamente. 


domingo, 12 de junio de 2016

Mis 4000 huérfanas en Narrativa Breve

El blog de Francisco Rodriguez Criado, Narrativa breve ha alojado a mis 400 huérfanas irlandesas del relato "Hipótesis" entre sus cuentos cortos. Se puede leer aquí






Aprovecho para recomendar su nuevo libro El Diario Down, un texto que rezuma libertad y autenticidad, que hemos leído en clase de bachillerato dentro de un proyecto realizado con alumnos del Máster de profesorado de la UPF sobre el síndrome de Down, y nos ha conmovido y gustado mucho. Además tuvimos la suerte de poder hablar por vídeo-conferencia con el autor y hacerle preguntas en directo. ¡Gracias por todo, Francisco!





El vídeo que grabamos a lo largo del proyecto a propuesta de la Fundació Catalana del síndrome de Down


domingo, 5 de junio de 2016

Matarile rile rile


Fotografía hecha por la autora en una playa del Delta del Ebro


-Aquí hi ha una dona que ha perdut la clau del seu cotxe a la platja de l’Arenal. Podríeu trucar des de la centraleta a un telèfon que m’ha donat per que la vinguin a buscar?

     Yo  miro a la otra socorrista y le señalo con la cabeza el móvil que hay encima de la mesa plegable. La chica reacciona y le hace señas al chico haciéndole entender en un lenguaje gestual de lo más convincente que no hace falta, que ya me deja ella su móvil. Llamo a mi cuñada explicándole mi situación y a continuación les pido si me dejan descansar un poco bajo el toldo del chiriguito de la Cruz Roja. Me siento en la silla que me ofrecen y observo la playa interminable. Por un momento -mientras disfruto de la sombra y de la brisa que me refresca la piel abrasada de mis mejillas- consigo sentirme tranquila a pesar de haber perdido las llaves de mi coche. Me contemplo a mi misma con distancia, como si estuviera en una película de “los vigilantes de la playa” y hasta consigo que me resulte divertido lo que me ha pasado-
     He llegado a la playa a las 9.30 de la mañana, tras conducir durante unos  cuarenta minutos, para aprovechar las horas tempranas en las que la playa todavía está desierta y poder así vivir la ilusión de que esos 3 Kilómetros  de arena se han desplegado para mí solita y las olas perezosa lamen mis pies  saludándome al pasar, mientras yo capto la energía telúrica de la arena. El yodo vaporizado por ese mar aun sin estrenar inunda mis pulmones ."Puro egocentrismo teñido de naturismo barato y  con unas gotas de meditación zen de pacotilla” grita mi parte realista, que enseguida logro acallar.
    Así transcurre mi primer recorrido por esa playa larguísima: en soledad, tratando de vaciar mi mente de contenidos basura para así hacer sitio al ronroneo de las olas, al brillo metálico del mar y a todas las conchas que han sido vomitadas por la resaca. Quién sabe si eso aumentará mi percepción y de esta experiencia saldrá algún relato con tintes místicos pero a la vez muy terrenal. Consigo sentirme en plena armonía con el entorno; ni siquiera los plásticos, los condones o esa ligera espumilla color ocre que pespuntea algunas olas consigue sacarme de mi nirvana.
     Cuando llevo un rato caminando por la arena me quito las sandalias y los pantalones cortos , me acerco a la orilla y dejo que las olas masajeen mis pies descalzos, que agradecen el paso de los cantos rodados a la arena suave. Solamente tengo que preocuparme de mantener bien agarradas  las sandalias y el pantalón en el que llevo las llaves del coche. Camiseta de tirantes, biquini, pantalón y llaves. Con este mínimo equipaje me siento ligera y a la vez llena de sentido.
     El paseo dura cuarenta y cinco minutos, el tiempo preciso para cargarme de la energía necesaria con la que enfrentar el resto del día. Después de comer conduciré 200 kilómetros relajada y feliz.
     Regreso hacia la zona donde he aparcado. Me lavo los pies en la única ducha que hay en la playa. Ya empieza a llegar gente, me estoy yendo justo a tiempo. El coche rojo espera en el extremo de la playa, fiel como un perrito y con los cruasanes de crema que me he comprado para desayunar dentro. Como no llevo toalla me siento a esperar que se sequen los pies mientras preparo el short para ponérmelo. Busco la llave en el bolsillo delantero. No está. ¿Me lo he puesto en el bolsillo trasero? ¡Mierda! Se me ha debido caer al quitarme el pantalón. Bueno, más o menos recuerdo dónde me los he quitado. Me dirijo con determinación a la zona donde creo recordar que he empezado a caminar por la orilla y me entretengo buscando. No la veo ¿y si ha caído después? Recorro los tres kilómetros a paso ligero haciendo un barrido exhaustivo con la mirada desde donde rompen las olas hasta la zona de arena por la que he caminado cuando la orilla estaba demasiado repleta de algas. Empiezo a tener mucho calor. A la vuelta voy encontrando gente que pasea por la orilla. Ahora lo haré más concienzudamente: la ida por la orilla y la vuelta por el escalón interior desde donde las olas se impulsan, tratando de palpar con los pies algo duro y punzante. El mar no me quiere decepcionar y me ofrece piedras negras y puntiagudas, vidrios petrificados, chapas de cerveza y hasta una botella de protector solar. En ese momento recuerdo que no me he puesto protección pensando que acabaría enseguida.
     En la siguiente ronda la playa ya está llena de gente y yo no tengo ningún reparo en advertir a todo el mundo de la posibilidad de que encuentren una llave. Tienen que avisarme o bien dejarla en la Cruz Roja. El único problema es que nunca atino con el idioma del discurso: si lo digo en catalán resulta que son unas señoras de Navarra, cuando lo hago en castellano me contestan con ese catalán arrastrado de las tierras del Baix Ebre ; incluso acabo hablándoles en inglés a unos surfistas rubísimos alemanes.
Toda la playa está solidarizada con esa mujer de edad indefinida que la pobre ha perdido la llave de su coche, todos pasean mirando al suelo y cuando se cruzan conmigo me dan consejos, crema solar y muchos ánimos. Una pareja me cuenta una situación similar que vivieron concluyendo que la mar es muy traidora y que peor hubiera sido un accidente ( yo, a esas alturas creo que si encuentro las llaves tendré un accidente en cuanto coja el coche).

     A partir de las dos horas de búsqueda todo se vuelve más turbio. Creo recordar al chico de la cruz roja recorriendo la playa con su moto de cuatro ruedas y diciéndome que no ha encontrado nada. Uno de los bañistas “solidarios”, que tiene cara de psicópata, insiste en acompañarme a buscarla preguntándome cómo me llamo y asegurándome que con él estaré segura, mientras me mira fijamente a las tetas. Yo me lo quito de encima como puedo diciéndole que él busque por el otro extremo porque a mi me van a venir a buscar enseguida. ¿Quien? Mi marido. 
     Mi marido, en realidad, está en Barcelona, en el mismo sitio donde está la llave de repuesto. Muy lejos de esta playa “paradisiaca”,  esperando a que por la tarde yo vuelva con el coche, toda la documentación y mi hija, para empezar a preparar las maletas e irnos una semana de viaje los dos.Mi cabeza, recalentada por el sol, empieza a barajar posibilidades: llamar al RACC ( la tarjeta está en el coche) , acudir a la guardia urbana ( ¿con estas pintas? ), avisar a mi cuñada ( está trabajando), a mis padres ( tienen más de ciento sesenta años entre los dos )…
     Para cuando vuelvo a la caseta de la Cruz Roja y llamo a mi cuñada ya no siento ninguna ansiedad, sentada en esa silla de plástico, solamente un poco de sed.
     En ese momento todavía no sé que todavía tendré que esperar una hora más, charlando con los socorristas. Que finalmente los del RACC me solucionarán la papeleta enviando un taxi a por las llaves y trayéndolas desde Barcelona. Que iré a comer a casa de mi cuñada y que a mitad de la comida nos daremos cuenta de que, como que toda la playa sabe lo de mi llave, si alguien la encuentra podría robar el coche. Nos iremos corriendo por si es el propio taxista el que lo roba. Acudiremos a la playa, el taxista nos entregará la llave de recambio con una mirada condescendiente. Volveremos a casa sin sufrir ningún accidente. Me meteré en la ducha y beberé el agua que caiga sobre mi cabeza como si quisiera tragarme el mar traicionero que ha robado mi llave. Tiraré los cruasanes de crema a la basura. Me iré, por fin, a Barcelona. Con el coche, los documentos del bolso y mi hija.
     Relajada …y quemada como una langosta.

...Chimpón !