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Rano Raraku , la cantera de los moais |
Empecemos
por la teoría, ya tendrá tiempo la experiencia de darle un buen revolcón hasta
el punto de que nada de lo leído parezca tener la más mínima relación con lo
vivido a posteriori. Según Jared Diamond, la isla de Pascua es uno de los mejores
escenarios para ejemplificar un desastre ecológico a gran escala, un colapso de
la naturaleza producido casi exclusivamente por el hombre. De hecho, se puede
explicar como una metáfora de lo que le puede acabar pasando (de lo que ya le está
pasando) a nuestro planeta si seguimos ejerciendo una presión depredadora sobre
los recursos naturales. Un frondosa isla tropical (es cierto que, de entrada,
más frágil que otras de la Polinesia) esquilmada por la tala de árboles, que a
su vez produjo la extinción de los pájaros que anidaban en ellos y la
imposibilidad de pescar por la falta de madera para construir canoas. La
erosión del suelo, que ya no era retenido por las raíces de los árboles, mermó
las posibilidades de seguir cultivando y la isla se convirtió en un desierto. Y
todo por culpa de la construcción de Moais, que requerían de troncos de
fornidos árboles para ser trasladados y de cuerdas obtenidas de las palmeras
para tirar de ellos.
Con
esta premisa en mente, nos dirigimos a la cantera Rano Raraku, en la que se
esculpían los moais directamente sobre el basalto para, a continuación, ser
trasladados a los diferentes lugares de la isla. Antes hemos pasado por otra
cantera (Puna Pao) donde daban forma a los pukaos o sombreros que lucen algunas
estatuas, modelados sobre escoria roja. Sigue siendo válida la metáfora global:
diferentes recursos obtenidos de diferentes lugares, viajando a lo largo del
territorio con enorme gasto de energía.
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Cantera de Puna Pao, con los pukaos al fondo.
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La
impresión que me produce la visita a Rano Raraku es imborrable. Ya de lejos, el
despliegue de colores que muestra el volcán produce un efecto hipnótico. A esta
viajera le entran ganas de invitar a todos los diseñadores de tejidos del
planeta para que imiten de una puñetera vez a la naturaleza en sus estampados y
se dejen de combinaciones y motivos cutres. Las tonalidades de verdes, ocres,
violetas, magentas y otros colores aun por catalogar que despliega el paisaje
brillan esmaltadas bajo el efecto de la lluvia. Si añadimos el hecho de que ese
día nadie más se ha atrevido a recorrer estos caminos enfangados, todo el mundo
me comprenderá si digo algo tan manido como que por un momento me sentí una ( o
media) con el universo. Pero lo mejor estaba por llegar. Por muchas imágenes
que se hayan visto, nadie está preparado para encontrase -surgiendo de la roca en
diferentes fases embrionarias- con unas caras gigantescas que te miran como si
lo supieran todo. Cuerpos que son caras, caras que son almas, o mejor dicho
ancestros. Pero nada de bisabuelos reumáticos y quejicas. Ancestros de los
auténticos. Una estirpe de antepasados polinesios capaces de subirse a una
canoa y recorrer cinco mil kilómetros tratando de averiguar si hay tierra
firme a base de interrogar a las nubes, a las algas y al vuelo de las aves.

Los
moais son individuos diferentes, cada uno con su personalidad y sus rasgos
peculiares. Todos tienen grandes narices y sobre todo enormes orejas, pero cada
uno te mira desde el espíritu del antepasado que representa. Y no te dejan
indiferente esas miradas. A las inútiles preguntas sobre cómo consiguieron esculpirlos,
levantarlos y transportarlos sin más máquinas que la musculatura de los
habitantes de la isla, no vale la pena buscar respuesta. Es mejor observar este
taller de escultura al aire libre con una mirada asombrada y contemplativa. Hay
que mirarlos de uno en uno con reverencia, y también mirar el conjunto desde
arriba. Produce la extraña sensación de que el lugar fue abandonado de repente,
las herramientas por el suelo, los moais a medio hacer, algunos yaciendo aun en
las entrañas de la roca, mitad estatua mitad volcán, otros volcados o
inclinados por falta de tiempo para acabar de enderezarlos. Como un ejército en
estampida. Todo sugiere que alguna historia terrible se esconde tras la
disposición de los elementos de la cantera. Y solo cabe el silencio o el aleteo
aterido de la imaginación.



Pero me atrevo a afirmar que nada
tiene que ver con el misterio, ni con el esoterismo. O no más que la contemplación
de una catedral o de unos restos romanos. En absoluto. Es otra cosa. Una manera
tan humana como exótica de realizar tareas tan comunes como producir arte,
expresarse, rendir culto a los antepasados, competir entre clanes y
relacionarse con el medio. Nada nuevo. Sólo que ellos no tuvieron ninguna
posibilidad de contraste o de intercambio. Vivieron aislados del contacto con
otros pueblos desde que llegaron las canoas procedentes de alguna otra isla de
la Polinesia hasta que en 1722 llegó el primer navío europeo. Mil años en un
aislamiento irrespirable. Mil años de introversión da para mucho: para desmontar
un volcán y convertirlo en ancestros orejudos, para brillar como un imperio y a
continuación caer en una angustiosa decadencia por haber depredado el propio entorno.
A su llegada, los barcos europeos (holandeses, españoles, ingleses…, en un
macabro desfile de invasiones) se encontraron con una población hambrienta y
desesperada. Inmediatamente se aplicaron a contribuir a esa decadencia con inventos
tan “civilizados” como las enfermedades víricas, el esclavismo y la
colonización.
Aunque en la actualidad se
pueden ver algunas plantaciones de palmeras procedentes de Tahití, manchas de
eucaliptos o de otras plantaciones experimentales, y plataneras u otros árboles
tropicales en Hanga Roa, la aldea que ejerce de capital (y que es la única zona habitada),
la isla continua siendo un erial. No me extraña que se vengue de los humanos
con sus temporales implacables como
el que estamos sufriendo, o mejor dicho disfrutando, en esta visita contra
viento y marea por un paisaje invernal fresco y estimulante. Próxima parada: la
playa. ( to be
continued…)