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domingo, 4 de mayo de 2014

La hermandad



                                               


       En la franquicia de ropa todas las adolescentes se prueban muchos pantalones. A las pobres ninguno les acaba de sentar bien, aparte de no combinarles con lo que ya tienen. Vuelven a dar otra vuelta por la tienda, remueven aparadores, calculan tallas, encuentran tesoros y después de hacer cola entran en el vestuario esgrimiendo una pieza de plástico con un número que simboliza las cinco, seis o siete piezas que se van a probar.
    La música máquina retruena sin compasión, vibrante y telúrica, como si procediera del infierno.
    Las madres de las adolescentes esperan-¿o sería más preciso decir que desesperan?- que se acabe el ritual. Algunas poseen temples de atleta y resisten imperturbables las embestidas de las niñas, que las usan como perchero de lo que van eligiendo y las acusan sin palabras de ser las culpables de estar tan gordas. Las más equilibradas consiguen no reaccionar ante la voz crispada y capitalista de la niña que les recuerda que “no tiene pantalones”. Otras, a los veinte minutos necesitan recurrir a un disimulado Trankimazin bajo la lengua para sobrellevar el trance de que sus hijas las quieran, pero también las exploten e incluso pasen un poco de vergüenza ajena por ellas. 
     Todas ellas son aun jóvenes, unas réplicas maduras de las insaciables consumistas que llenan los probadores, pero en ese momento se sienten muy viejas y creen que, en lo que se refiere a la educación de sus hijas, lo han hecho todo mal. Entre ellas se reconocen, resignadas y solidarias. Media sonrisa, apoyar el peso en la otra pierna o mirar el reloj son algunas de las conductas que les apaciguan al verla en otra de su misma condición. Cuando ya llevan un buen rato se sitúan en diferentes zonas de la tienda: una se resguarda tras las camisetas de tirantes, otra disimula con el móvil en la zona de las sudaderas, otra finge que busca una talla de pantalones pitillo, las más afortunadas se dirigen-con la niña momentáneamente aplacada y complaciente- hacia la caja, para pagar. El acero se tensa en sus mandíbulas, la música no ha parado de golpear sus sistemas nerviosos. Nadie les había avisado de los peajes de la adolescencia.
     Y, de repente, cuando los altavoces avisan de que en breve van a cerrar, una corriente eléctrica recorre los lugares estratégicos donde se agazapan. Se asoman, se buscan con los ojos inyectados en sangre, levantan sus cabezas al unísono y- sin saber a qué impulso ancestral obedecen-  inundan la tienda con un tremendo y prolongado aullido, con el que saludan a la luna y dan por finalizada la tarde de compras.


Dedicado a todas las madres con hijas adolescentes


La fotografía fue tomada en un mercadillo de Loughborough( Inglaterra)



4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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  2. Una vez más me siento totalmente identificada, retratada al 100%, como si me hubieses grabado con una cámara oculta, no se si saber que no soy la única sufridora me reconforta o me deprime más. Cuando voy de compras con mis hijas siento como me transformo de carne y hueso a plástico-Visa y punto. Qué cosas.
    Abrazos Paz

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  3. ¿Tú también aúllas al salir de las tiendas, Mel? ¿Lo ves como somos una hermandad? Si nos uniéramos podríamos mover montañas :-) La visa nos ha hecho mucha pupa a las "miembras" , pero unidas venceremos jajaja. Gracias por pasarte, amiga.

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  4. Pues sí, la VISA grita de tanto estrujarla, el chunta chunta de las tiendas me aturde , mis hijas se compinchan entre ellas y a voz en cuello me recuerdan "lo poco" que les compro, me gritan otros automovilistas que atascan el centro comercial de turno y yo acabo aullando y preguntándome si de verdad los humanos hemos evolucionado.
    Y si nos unimos y no les compramos nada? se nos revolucionarían o nos harían la pelota?
    De nadas, amiga,

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