-Deberíamos poder quitarnos los brazos,
como hacía yo de pequeña con las muñecas-me dice, con voz sonriente.
Ultimo día de vacaciones, el primero
fresco. Lluvia y viento desapacibles como una advertencia.
Estamos solas y tenemos un poco de frío. La
miro y me sorprendo al constatar cómo ha crecido. Siento vértigo al pensar en
su edad, en mi edad. Me pide compartir la cama de matrimonio conmigo después de
ver, enredadas en el sofá, cuatro capítulos seguidos de nuestra serie favorita.
Desprevenida, doy un par de excusas vagas pero ante la mención del frío claudico
sin resistencias. Nos deslizamos bajo la sábana cubierta por la
única colcha que encontramos en el chalet de alquiler.
Nuestros cuerpos adultos, sorprendidos de
esta renovada intimidad, buscan acomodo entre almohadas y oquedades. Temerosos
de molestar pero deseando recuperar esa dulzura de algodón y colonia infantil
de la última vez, ensayan combinaciones, se mueven inquietos en una improvisada
coreografía de brazos y piernas. Tiene razón, es como si nos sobrasen los
brazos. No sabemos dónde ponerlos. Independientemente de la postura que
intentemos, tropezamos con ellos. Excesivamente largos, demasiado torpes.
En mi duermevela, el desfile al completo:
las muñecas peponas, las andadoras de Famosa con piernas regordetas, las Bratts
y finalmente las Barbies de cuerpo imposible con las que jugaba y a las que
desmembraba en la bañera. A veces las intentaba reconstruir, igual que hacía
con los bolis y los aparatos electrónicos, pero no siempre el proceso era
reversible. Entonces decía: ¡se ha roto! El paisaje de esos cubos enormes para
guardar juguetes solía ser dantesco: piernas, cabezas con melena de estropajo,
brazos impares y absurdos como pequeños ex votos con su muñoncito
redondeado al final, muelles de bolígrafo y diminutos accesorios de casa de
muñecas. Todo a la vez, y sin ninguna explicación.
Las muñecas mutiladas orbitan sobre mi
cabeza como ovejitas insomnes y con mirada desafiante me preguntan si me
atreveré a usar mis brazos, tal como hacía veinte años atrás cuando ella me
pedía que durmiéramos juntas, para dormir abrazada a la que un día fue mi niña,
aquella que jugaba con ellas con tanta pasión.
( La imagen es un
fotomontaje de Pilar Mandl , cedido por la autora, que además de un pedazo de
artista es mi amiga) Para muestra un botón
Nuestros niños grandes, qué alegría y qué pena, qué confianza y qué recelo a la hora de decidir si siguen siendo nuestros pequeños o nos los ha raptado un nuevo ser mucho más grande. Del relato, ya te di mi opinión :-) Felicidades guapa
ResponderEliminarY las imágenes del blog estupendas, también, sí señora... Besos
Grácias,mami! :)
ResponderEliminarRocío: Ay, los hijos...
ResponderEliminarAna: Ay, los hijos...
Gracias a las dos!
Sublime Paz! Si te consuela sigue siendo tu niña solo que con los brazos más largos, pero con el mismo espíritu! A la vista está que te sigue llamando Mami, y para muchos años!
ResponderEliminarLaura, eres un sol. Tu sigue cuidando de mi ex-niña como siempre lo has hecho, eh?
ResponderEliminarDicen que a medida que los hijo/as crecen, los problemas crecen, pero lo que más crece con los años es la nostalgia del tiempo pasado, de aquellos años en los que creíste que tus hijo/as eran realmente tuyos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Exactamente, Josep Maria, es una mezcla extraña entre nostalgia , sorpresa y alegría por ver en que devienen esos niños que , como dices , eran tan nuestros.Gracias por pasarte.
EliminarEs delicioso, Paz.
ResponderEliminarUn beso gigante y gracias por traerlo.
Me alegro mucho que te haya gustado, Towanda. Recuerdo que cuando lo escribí me salió directamente de la víscera. Un abrazote
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