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Fotografía de Elías Ruiz Monserrat |
Alfredito ya nació bueno. La
comadrona que asistió el parto se sorprendió al ver esa expresión tan madura
y sin arrugas en un recién nacido, como si en lugar de soltar su primer berrido
estuviera a punto de eructar una sentencia filosófica. Con sus gloriosos tres
añitos las tías y las visitas se derretían ante sus besos rubios, llenos de
bucles y tan limpitos. Su mamá tenía una misión en esta vida: adorarlo y saber en cada momento lo que era mejor para ese ángel que le había sido encomendado.
Tan horriblemente bien educado
estaba que cuando jugaba a los piratas con sus primos, se le oía gritar: ¡Al
abordaje…por favor!
Cuando llegaba del cole su agenda era revisada concienzudamente y,
dependiendo del volumen de tareas, la mamá le diseñaba una tabla en la que
rubricaba con pegatinas de colores los tiempos de juego y de deberes pedagógica
y científicamente distribuidos a lo largo de la tarde.
Siempre abierta a compartir
experiencias y opiniones con su hijo, el día que se encontró en su ordenador el
rastro de una página porno, le regañó con suavidad y le propuso una charla tras
visualizar conjuntamente un capítulo de “ese tipo de películas”. Sin querer
ofenderla, el respetuoso adolescente jamás volvió a sacar el tema.
No le hizo mucha gracia a
Alfredo que ella le acompañara a matricularse a la Universidad. Se lo permitió
porque le aliviaba inconfesablemente mudarse a la gran ciudad. Era la primera
vez que se separaba de su madre, quien a partir de entonces solo podría manifestar
su agresivo amor insistiendo en prepararle cada domingo una bolsa llena de tuppers etiquetados con los días de la
semana para que no tuviera que molestarse en cocinar, y pudiera dedicar todas
sus energías a estudiar ingeniería aeronáutica, esa carrera tan prestigiosa… y
que tan alto y lejos le iba a llevar.
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fotografía de Elías Ruiz |