 |
Vivian Maier |
Esta noche he tenido un sueño
que podría titularse “Las casas de los otros”.
Un sueño muy vívido, lleno de imágenes concretas de interiores de casas
a las que era invitada a acceder, pero a la vez casi filosófico, ensayístico.
Entrar en la casa de alguien
es una manera de entrar en su cabeza, en su vida. La disposición de los muebles
el reflejo de sus laberintos neuronales, los olores que emanan de la cocina la destilación
de sus emociones y sentimientos, el color de la pared la textura de su ánimo.
La casa como un mapa nítido y detallado de la biografía personal, de los
aspectos más luminosos y también los más oscuros de la personalidad que la
habita. Que te inviten a una casa denota una generosidad extrema, la capacidad
de exponer la propia vulnerabilidad de molusco blando al escrutinio ajeno.
Mi teoría y mi experiencia es
que eso se está perdiendo. O lo estoy perdiendo yo. Durante los dos periodos en
los que me trasladé a vivir a otras ciudades ( casi tres años a Tenerife y
otros dos a Alicante) iba a casa de mis vecinas y de las amigas que hice allí
con toda naturalidad. Las casas de Macu, Maite,
Bea, Tere, Pilar, Rosi… eran
territorios comunes y espontáneos de conversación, de lectura, de juegos de
niños, de comidas y de cotilleos. Igual que mi piso. Quizás tuviera que ver con
la provisionalidad, con que eran pisos de alquiler. Después, a la vuelta, ya no.
No tanto. Sólo con los íntimos. No como algo fluido, cotidiano.
Cada vez exponemos más nuestra
vida a la mirada del otro, en estos patios de vecinos virtuales y desangelados,
pero antes le hacemos un lifting, la sometemos a filtros favorecedores para que
no salgan los lamparones de la papilla ni los olores del patio interior, satinamos
el papel y solo mostramos la fotografía
si cumple los requisitos para ser publicada en una revista de interiorismo.
Reservado el derecho de
admisión de forma cada vez más restrictiva y con las fronteras bien vigiladas,
la casa es un caparazón exclusivo y tan impermeable que se convierte en un
sistema cerrado, casi irreal. Lo único
que queda es la imagen de la casa, la foto retocada de uno, el reportaje de revista
del corazón. En mis paseos siempre miro a través de ventanas y balcones por si
puedo vislumbrar o imaginar cómo son las vidas ahí adentro, en el interior de
las casas, de la gente.
Ha sido un sueño bien extraño, y no sé a qué conclusión me
lleva. Maquillarlo y fotografiarlo es lo único que de momento se me ocurre. Estáis todos invitados a mi casa de mentira.