Los obreros que construyen el
edificio de al lado ya casi han llegado a la altura de mi piso. Desde hace dos meses cada mañana me despiertan
a las ocho menos cuarto con el ruido de sus taladros y sus martillazos enérgicos.
Son muchos, y muy alegres. Cantan
mientras trabajan, se mueven con
agilidad entre hierros, grúas y columnas de hormigón, y se comunican a gritos
como si estuvieran todos sordos o borrachos. Tienen los músculos tan exagerados
como los esclavos de las películas de romanos. Yo los observo tras los visillos.
Les veo trajinar, comer en los andamios, incluso un día vi a uno orinar en una esquina. Ayer uno de ellos me sorprendió mirándoles y levantó la cabeza a
modo de saludo. Parecía buena persona. En cuanto lleguen al nivel de mi dormitorio y
los tenga cara a cara pienso ofrecerles un termo de café sobre las once cada
mañana, para que descansen y se paren a reflexionar un poquito. O mejor les
preparo una paella, dejo que salte toda la cuadrilla por mi ventana y me olvido de la reflexión. Y de paso les
hago compañía, que los pobres pasan muchas horas fuera de casa. Como si ellos
tuvieran la culpa de que me estalle la cabeza por el ruido espantoso, de que se
vaya a perder toda la luz en las dos habitaciones más soleadas de mi
apartamento, de que las vistas se me llenen de ladrillos. Como si no fueran
ellos con sus músculos y sus manos grandes, y no yo con mis palabras y mis quejas pequeñas,
los que tuvieran la razón.
Ellos, claro, son los que tienen la razón. Buen relato Paz. Rezuma un poco de tristeza pero me gusta, a pesar de eso.
ResponderEliminarUnos abrazos
Pues sí, es verdad, últimamente me salen un poco tristones aunque quiera hacerme la graciosa. Pero me gusta que te guste, eso sí que me da alegría. Otros abrazos para ti de vuelta, Elena.
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